Goldmundo, pintura de Cristina Alejos Cañada
-Hermann Hesse, Narciso y Goldmundo-
Woody Allen, Hannah y sus hermanas.
-¿Te das cuenta de que todos pendemos de un hilo?
-Te has librado, deberíamos festejarlo.
-¿No ves que nada tiene sentido? Nuestras vidas, el programa (de tv) el mundo entero, nada tiene sentido...
-Pero no te estas muriendo.
-No ahora (...) No voy a morirme hoy, ni mañana, pero algún día estaré en esa situación.
- Y ahora te das cuenta?
-No, siempre lo he sabido. Pero intentaba no pensar en ello.
Vida y muerte, caras de una misma moneda
La vida es una continua resistencia al vacío de la muerte. Vivir es resistir. Si lo otro de la vida es la muerte, cada fragmento de vida es una pequeña batalla ganada a la muerte. Nuestra singularidad surge de la multiplicidad de nuestras muertes. Vencemos la muerte del niño que fuimos, de las relaciones que ya no son, de la lozanía, de la belleza, de la plenitud. El negativo de mi vida es todas mis muertes.
-Esther Diaz, La Filosofía de Foucault
La muerte y la carnalidad
En su opinión, el amor y el goce carnal eran lo único que podía dar calor y valor a la vida. Desconocía la ambición y para él era lo mismo ser obispo que mendigo; el lucro y la posesión de bienes no le atraían, los despreciaba, no hubiese hecho por ellos el menor sacrificio y despilfarraba sin cuidado el dinero que a veces ganaba en abundancia. El amor de las mujeres y el juego de los sexos estaba, para él, por encima de todo, y su propensión a la tristeza y al hastío provenía, en el fondo, del conocimiento del carácter huidizo y transitorio de la carnalidad. El rápido, fugaz, maravilloso entendimiento del deleite amoroso, su fuego breve y abrasador, su rápido apagarse... Todo esto le parecía contener la raíz de toda experiencia, todo esto se convirtió para él en símbolo de toda la alegría y de todo el dolor de la vida. Podía entregarse a aquella tristeza y a aquel espanto de la transitoriedad con el mismo fervor que al amor, y esa melancolía era también amor, era también carnalidad. Así como el goce erótico, en el instante de su máxima y más dichosa tensión, sabe que inmediatamente después se desvanecerá y morirá de nuevo, así también la íntima soledad y la melancolía sabían que serían tragados súbitamente por el deseo, por una nueva entrega a la faceta luminosa de la vida. La muerte y la carnalidad eran la misma cosa.
-Hermann Hesse, Narciso y Goldmundo-
Mi vida sin mi
¿Qué harías si supieras que te quedan pocos días de vida?
-Camus, EL Mito de Sisifo -
Si el hombre no tuviese conciencia eterna; si un poder salvaje y efervescente productor de todo, lo grandioso y lo fútil, en el torbellino de las oscuras pasiones, no fuese el fondo de todas las cosas; si bajo ellas se ocultase el vacío infinito que nada puede colmar, ¿qué sería la vida sino desesperación?
-Kierkegaard, Temor y Temblor-
El grito, Edvard Munch
En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes.
-Borges, El Inmortal-
Fernando Savater;
las preguntas de la vida, cap. I,
La Muerte Para Empezar
Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!, ¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal
A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los mayores: repentinamente se me reveló la primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di cuenta entonces de que cuando llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el darme cuenta de que iba a morirme -yo, yo mismo- también parte de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí mismo y a nadie más?
§
Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que ejemplifica la necesidad misma («necesario» es etimológicamente aquello que no cesa, que no cede, con lo que no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una de ellas es que resulta absolutamente personal e intransferible: nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposible que nadie con su propia muerte pueda evitar a otro definitivamente el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas, sólo le reemplazó ante los verdugos pero no ante la muerte misma. Con su heroico sacrificio le concedió un plazo más largo de vida y no la inmortalidad. En una tragedia de Eurípides, la sumisa Alcestis se ofrece para descender al Hades -es decir, para morir- en lugar de su marido Admeto, un egoísta de mucho cuidado. Al final tendrá que ser Hércules el que baje a rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera logrado que Admeto escapase para siempre a su destino mortal, sólo habría podido retrasarlo: la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada cual con su propia vida, no con otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como comer o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de todo, alguien puede consumir mi ración en el banquete al que debería haber asistido o hacer el amor a la persona a la que yo hubiera podido y querido amar también, incluso me podrían alimentar por la fuerza o hacerme renuncia de la muerte es muy seguro (a ella se refieren algunos de los conocimientos más indudables que tenemos) pero no nos la hacen más familiar ni menos inescrutable. En el fondo, la muerte sigue siendo lo más desconocido. Sabemos cuándo alguien está muerto pero ignoramos qué es morirse visto desde dentro. Creo saber más o menos lo que es morirse, pero no lo que es morirme. Algunas grandes obras literarias -como el incomparable relato de León Tolstói La muerte de Iván Illich o la tragicomedia de Eugéne Ionesco El rey se muere- pueden aproximarnos a una comprensión mejor del asunto, aunque dejando siempre abiertos los interrogantes fundamentales. Por lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muerte muchas leyendas, muchas promesas y amenazas, muchos cotilleos. Relatos muy antiguos -tan antiguos verosímilmente como la especie humana, es decir, como esos animales que se hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muerte- y que forman la base universal de las religiones. Bien mirado, todos los dioses del santoral antropológico son dioses de la muerte, dioses que se ocupan del significado de la muerte, dioses que reparten premios, castigos o reencarnación, dioses que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales. Ante todo, los dioses son inmortales: nunca mueren y cuando juegan a morirse luego resucitan o se convierten en otra cosa, pasan por una metamorfosis. En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido para dar sentido a la muerte. Si la muerte no existiese, no habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente...
Las leyendas más antiguas no pretenden consolarnos de la muerte sino sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran epopeya que se conserva, la historia del héroe Gilgamesh, se compuso en Sumeria aproximadamente 2.700 años a. de C. Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y cazadores, se enfrentan a la diosa Is-thar, que da muerte a Enkidu. Entonces Gilgamesh emprende la búsqueda del remedio de la muerte, una hierba mágica que renueva la juventud para siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla. Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo los sombríos secretos del reino de los muertos, al cual Gilgamesh se resigna a acudir cuando llegue su hora. Ese reino de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la vida que conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el Hades de los antiguos griegos. En la Odisea de Hornero, Ulises convoca los espíritus de los muertos y entre ellos acude su antiguo compañero Aquiles. Aunque su sombra sigue siendo tan majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras religiones posteriores, como la cristiana, prometen una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas torturas a los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera. La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos. Una eterna bienaventuranza o una eterna condena son formas inacabables de congelación en el mismo gesto pero no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida humana, que nuestra vida.
Fernando Savater, Las Preguntas de la Vida.
Las leyendas más antiguas no pretenden consolarnos de la muerte sino sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran epopeya que se conserva, la historia del héroe Gilgamesh, se compuso en Sumeria aproximadamente 2.700 años a. de C. Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y cazadores, se enfrentan a la diosa Is-thar, que da muerte a Enkidu. Entonces Gilgamesh emprende la búsqueda del remedio de la muerte, una hierba mágica que renueva la juventud para siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla. Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo los sombríos secretos del reino de los muertos, al cual Gilgamesh se resigna a acudir cuando llegue su hora. Ese reino de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la vida que conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el Hades de los antiguos griegos. En la Odisea de Hornero, Ulises convoca los espíritus de los muertos y entre ellos acude su antiguo compañero Aquiles. Aunque su sombra sigue siendo tan majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras religiones posteriores, como la cristiana, prometen una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas torturas a los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera. La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos. Una eterna bienaventuranza o una eterna condena son formas inacabables de congelación en el mismo gesto pero no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida humana, que nuestra vida.
Fernando Savater, Las Preguntas de la Vida.
Filosofía Aquí y ahora:
Heidegger y el ser para la muerte
Mentira la Verdad: la Muerte
Otras reflexiones:
http://jacgmur.blogspot.com.ar/2011/10/aprender-morir.html
Peripatéticas (podcast): ¿Es este el fial?
https://audioboom.com/posts/7308820-es-este-el-final
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