sábado, 27 de enero de 2018

Toni Lacer, Nietzsche y la sabiduría del Sileno



Sileno era un viejo feo y borracho, tutor del joven dios Dioniso. Vivía en los bosques y se decía que era un gran sabio, capaz incluso de predecir el futuro. El rey Midas estaba tan ansioso por conocerle que envió a unos sirvientes para que lo emborracharan y capturaran. Cuando por fin el rey tuvo al sabio cara a cara, le preguntó: «¿Qué es lo mejor para los humanos?». Sileno guardó silencio. Pero ante la insistencia de Midas, y riendo, dijo al fin: 
«Estirpe miserable de un día, hijos del azar y la fatiga: ¿por qué me fuerzas a decir lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto».
Visto de este modo, el conocimiento deja de ser algo neutral y frío.
No se trata de captar la verdad de Sileno únicamente con el intelecto, algo que tampoco es muy difícil: consiste simplemente en reconocer las consecuencias de ciertas obviedades («no somos más que motas de polvo en la inmensidad del universo», «todos moriremos algún día» y similares).

Se trata en cambio de asimilarla, hacerla nuestra, incorporarla.
Así entendido, el conocimiento resulta peligroso, ya que puede tener un efecto paralizante o incluso destructivo. ¿Cómo voy a seguir viviendo si, haga lo que haga, estoy condenado al sinsentido?

Vemos, en todo caso, que la sabiduría puede fácilmente volverse contra el sabio. Este poder aniquilador Nietzsche lo ilustra con el mito de Edipo: tras conocer la verdad (esto es, que ha asesinado a su padre y se ha casado con su madre), Edipo se arranca los ojos. Para Nietzsche la cuestión del conocimiento no se juega en el terreno de la objetividad, sino en el de la fortaleza: ¿cuánta verdad se es capaz de soportar sin acabar aplastado por ella?

Esta capacidad de soportar la verdad sin necesidad de negar la vida
es para Nietzsche la medida del valor de un espíritu, el indicador de
su grandeza.

Este éxtasis supone una reconciliación a un triple nivel: natural, social y personal. Natural, porque mientras está enajenado, el individuo no se percibe como algo diferente de la Naturaleza, sino que se inserta en el eterno brotar de eso que los griegos llamabanphysis; social, porque el éxtasis dionisíaco es una experiencia compartida e igualadora de un grupo de seres humanos, capaz de eliminar las diferencias entre ellos (ricos y pobres, libres y esclavos...), y personal, porque, en el trance, el adorador de Dioniso se reconcilia consigo mismo al desaparecer las barreras entre mente y cuerpo, razón e instintos, consciencia e inconsciencia.

Esta peculiar sabiduría adquirida gracias al éxtasis tiene, sin embargo, un precio muy alto. El hombre dionisíaco, tras la comunión colectiva del éxtasis, regresa a la realidad cotidiana y se ve a sí mismo como un individuo, como un fragmento arrancado de la totalidad.

Comprende entonces que el estado de individuación,  nuestra irremediable condición de seres individuales, es la fuente primordial de nuestro dolor. Nietzsche ilustra este sufrimiento existencial con el mito órfico según el cual Dioniso fue asesinado y desmembrado por los Titanes.

La tragedia, pues, logra hacer digerible la terrible verdad de Sileno y transmitirla a gran escala. Los espectadores (unos 15.000, según sabemos) asimilan su pequeñez (su «insignificancia de mosca y rana») y al mismo tiempo sienten un extraño júbilo liberador. Este es el ideal nietzscheano del «gay saber» o «ciencia jovial»: ser capaces de asumir la escala humana y con ello -no a pesar de ello- también poder sentir alegría. En definitiva. Nietzsche sostiene que la prodigiosa alianza trá­ gica entre Dioniso y Apolo fue la clave que permitió al pueblo griego desarrollar un pesimismo afirmativo y vital, un pesimismo de la fortaleza y la abundancia.


En la vida pública contemporánea no existe una experiencia compartida y genuina de la dimensión sombría de lo humano. El dolor tenemos que cargarlo a solas, con los amigos, con la familia, tal vez con la ayuda de un psicólogo. Sufrir se ha convertido en una vivencia fundamentalmente privada, íntima. La verdad de Sileno, la que un día fue la filosofía del pueblo griego y la base de la tragedia, ha sido expulsada de nuestra vida en común.


Toni Lacer, Nietzsche , el superhombre y la voluntad de poder.


Fink, La filosofía de Nietzsche, oculta bajo máscaras


Federico Nietzsche es una de las grandes personalidades que jalonan el destino de la historia espiritual de Occidente, un hombre fatal que obliga a tomar decisiones últimas, una tremenda interrogación plantada al borde del camino que el hombre europeo ha venido recorriendo hasta ahora y que ha estado caracterizado por la herencia de la Antigüedad y dos mil años de cristianismo. Nietzsche es la sospecha de que este camino ha sido un camino errado, de que el hombre se ha extraviado, de que es necesario dar marcha atrás, de que resulta preciso renunciar a todo lo que hasta ahora se ha considerado como «santo» y «bueno» y «verdadero». Nietzsche representa la crítica más extremada de la religión, la filosofía y la ciencia, la moral. Si Hegel realizó el ensayo gigantesco de concebir la historia entera del espíritu como un proceso evolutivo en el que se hallan integrados todos los pasos anteriores, que deben ser estimados en su valor propio; si Hegel creyó que podía dar una respuesta positiva a la historia de la humanidad occidental, Nietzsche representa, por el contrario, la negación despiadada, resuelta, del pasado; la repulsa de todas las tradiciones, la invitación a una radical vuelta atrás. Con Nietzsche el hombre europeo llega a una encrucijada. 

Para Nietzsche esta misma historia no es más que la historia del error más prolongado, y por ello la ataca con una pasión desmedida, con una polémica estremecida por la tensión, formulando sospechas, haciendo imputaciones, con un odio desenfrenado y una amarga ironía, con rasgos de ingenio y a la vez con todas las insidiosas malignidades propias de un panfletista. Para su lucha acude a todas las armas de que dispone: su refinada psicología, la agudeza de su ingenio, su vehemencia y, sobre todo, su estilo. Nietzsche lucha con una entrega total, pero no realiza una destrucción conceptual de la metafísica, no la desmonta con los mismos medios del pensar conceptual del ser, sino que repudia el concepto, lucha contra el racionalismo, se opone a la violación de la realidad por el pensamiento. Su discusión con el pasado la realiza Nietzsche en un amplio frente. No polemiza sólo contra la moral y la religión tradicionales. Su lucha tiene la forma de una crítica total de la cultura. Este factor es de gran importancia.

No sólo se enfrenta de manera crítica al pasado, sino que dicta, además, una condenación; invierte los valores occidentales, posee una voluntad de futuro, un programa, un ideal. Pero no es un utopista, uno de esos hombres que pretenden mejorar el mundo y traerle la felicidad; no cree en el «progreso». Tiene una oscura profecía para el futuro, es el mensajero del nihilismo europeo. 

El estilo difícil de sus obras hace que los grandes pensadores sistemáticos, como Aristóteles, Leibniz, Kant, Hegel, por ejemplo, estén tal vez menos expuestos que Nietzsche a ser malentendidos de modo banal. Este último ofrece aparentemente un acceso más fácil, atrae por el esplendor de su estilo, por su forma aforística, seduce y cautiva por la audacia de sus formulaciones, ejerce una fascinación estética, adormece por la magia de sus extremosidades 

Sus libros no tienen el carácter de obras que discurran desarrollando pensamientos, que presenten un despliegue progresivo del curso de la idea. Son colecciones de aforismos. 

El aforismo es, antes bien, adecuado al estilo de pensar de Nietzsche. Permite la formulación breve, audaz, que renuncia a presentar las pruebas. Nietzsche piensa, por así decirlo, en relámpagos mentales, no en la forma penosa de exponer conceptualmente largas cadenas de ideas. Como pensador es intuitivo, gráfico, y posee una inusitada fuerza para representar las cosas. Los aforismos de Nietzsche tienen concisión. Se parecen a piedras talladas.

Nietzsche nos atrae en dirección a él mismo. Todos sus libros están escritos en estilo de confesiones; no permanece, como autor, en segundo plano. Por el contrario, de un modo casi insoportable habla de sí mismo, de sus experiencias espirituales, de su enfermedad, de sus gustos. Implica una arrogancia única el molestar así al lector con la persona del autor y afirmar a la vez que, en el fondo, todos los libros no son más que monólogos de Nietzsche consigo mismo. 

Diagnosticador genial de la decadencia cultural, como el creador de una psicología penetrante, abismal, concebida como un excelso arte de adivinación y de interpretación; se ensalza a Nietzsche como el sagaz descubridor del «resentimiento», de la «decadencia», dotado de una mirada maligna que percibe todo lo mórbido y putrefacto. 

Nietzsche es un peligro para todo el que se ocupa de él, no sólo para los jóvenes, que, todavía inseguros, quedan expuestos a su escepticismo, a su abismal desconfianza, a su arte de seducir las almas. El peligro de Nietzsche no está sólo en su naturaleza de ratonera, en la musicalidad de su persuasivo lenguaje, sino que consiste más bien en una mezcla inquietante de filosofía y sofística, de pensamiento originario y de abismal desconfianza del pensar frente a sí mismo. 

Se le considera como artista, como poeta que domina el idioma, como predicador profético. Como dijo una vez Scheler, Nietzsche dio a la palabra «vida» una resonancia áurea; fundó la «filosofía de la vida.

Su arte del análisis psicológico posee una altura suprema. Indiscutiblemente. Nietzsche estaba dotado de un olfato increíble para captar los acontecimientos históricos; podía leer los signos de lo que ha de venir y profetizar el futuro. Nietzsche es, sin duda, un artista que posee una sensibilidad delicadísima, un ingenio fabuloso, una ardiente fantasía, una imaginación visionaria. Indiscutiblemente es Nietzsche un poeta.

Fink, la filosofía de Niezsche, cap.1 -selección de fragmentos-




Fink: la muerte de Dios, el superhombre y las tres trasformaciones del espíritu

«En todos los precursores se encarna y prefigura el superhombre.»
El superhombre y la muerte de Dios

La doctrina de Nietzsche acerca del superhombre y del último hombre tiene el carácter de un «discurso preliminar»;  no es más que una obertura, un preludio a un ensayo filosófico de pensar nuevamente la esencia del hombre desde su relación con las verdades fundamentales.
Al descender Zaratustra al país de los hombres, tras diez años de soledad en la montaña, encuentra en su camino, en el bosque, al santo, al solitario del bosque, que se apartó de los hombres para amar únicamente a Dios. Este no tiene ninguna enseñanza, nada que decir a los hombres; su existencia solitaria se relaciona únicamente con Dios; con él es con quien habla. Su diálogo esencial es la oración, el hablar del hombre a Dios. Pero el solitario Zaratustra, que se dice para sí:
« ¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto!»
Con la muerte de éste, es decir, con la muerte de toda «idealidad», en su forma de un más allá del hombre, de una trascendencia objetiva, con el hundimiento de la luminosa bóveda estrellada que cubría el paisaje vital del hombre, surge el peligro de un tremendo empobrecimiento del ser humano, de una horrible trivialización en un ateísmo superficial y en el desenfreno moral (…) O también: la tendencia idealista permanece, pero no se pierde ya venerando lo creado por ella misma como si fuera algo extraño, el Dios trasmundano y el decálogo por él promulgado, sino que cobra conciencia de su naturaleza creadora y proyecta ahora conscientemente nuevos ideales creados por el hombre. Estas dos posibilidades del ser humano tras la muerte de Dios son el último hombre y el superhombre.
La trasformación del hombre en superhombre no es un salto, en el que repentinamente apareciese, por encima del homo sapiens, una nueva raza de seres vivos. Esta trasformación es una metamorfosis de la libertad finita, su rescate de la autoalienación, y la libre aparición de su carácter de juego.
El superhombre, que conoce la muerte de Dios, esto es, el fin del idealismo perdido en el más allá, ve en éste tan sólo un reflejo utópico de la tierra, devuelve a la tierra lo que ella había prestado y lo que se le había robado, renuncia a todos los sueños ultramundanos y se vuelve a la tierra con la misma pasión que antes dedicaba al mundo de los sueños.
«En otro tiempo el delito contra Dios era el máximo delito, pero Dios ha muerto y con El han muerto también esos delincuentes. ¡Ahora lo más horrible es delinquir contra la tierra y apreciar las entrañas de lo inescrutable más que el sentido de aquélla!».
Con el idealismo el hombre se convierte en un ser escindido, desgraciado; desprecia el cuerpo, al que, sin embargo, está encadenada su alma;  quiere huir de esta prisión. Pero la trasmutación del idealismo mediante la idea del superhombre significa la curación de la desgarradura que divide al hombre y lo escinde, representa una reconciliación en la que se desvanece la contradicción del cuerpo y alma.
« ¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobrenaturales!   Son envenenadores, lo sepan o no».  


Las tres trasformaciones –segundo discurso de Zaratustra-


«De las tres transformaciones», presenta el tema fundamental: la transformación de la esencia del hombre por la muerte de Dios, es decir, la trasformación por la que se pasa de la autoalienación a la libertad creadora que se conoce a sí misma.
 «Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño.»
El camello: éste significa todavía la existencia en el modo de ser de la grandeza, significa el hombre de gran respeto, que se inclina ante la omnipotencia de Dios, ante la sublimidad de la ley moral; que se arrastra y se carga voluntariamente con los grandes pesos.
«¿Qué es lo más pesado, héroes? así pregunta el espíritu paciente, para que yo cargue con ello y mi fortaleza se regocije.»
 El hombre que está bajo el peso de la trascendencia, el hombre del idealismo: éste se asemeja en el discurso de Nietzsche, al camello. No desea tener facilidades, desprecia la ligereza de la vida ordinaria y pequeña, quiere tareas en que demostrar sus fuerzas, quiere cumplir mandamientos pesados y rigurosos, que no resulten fáciles, que opriman pesadamente:  quiere su deber y todavía más, quiere obedecer a Dios y someterse al sentimiento de la vida que pende sobre él; en la obediencia y en el sometimiento tiene el espíritu respetuoso la grandeza que le es propia. Rodeado por un mundo compacto de valores, está sometido, de manera resignada y voluntaria, al mandamiento del «tú debes». El camello que marcha cargado hacia el desierto se  transforma aquí precisamente en león.  El idealismo  se hunde por sí mismo;   la moral se autoelimina a causa de la veracidad; por «motivos ideales» tiene lugar la inversión del idealismo. El espíritu respetuoso y sumiso se transforma en «león», es decir, arroja de sí las cargas que le agobiaban y oprimían desde «fuera», lucha con su «último dios»; la moral objetiva. Conoce su autoalienación anterior y ahora lucha contra el dragón milenario, contra los valores que parecen existir objetivamente. En la lucha del león contra la moral idealista, con su base trascendente, su «mundo inteligible» y su voluntad divina, el hombre se crea su libertad, libera la libertad que en él dormía, supera el estado de la falta radical de libertad de la regulación de la vida por un sentido vital impuesto y que hay que aceptar. Pero esta libertad del león que dice «no», esta libertad que se rehusa a Dios, a la moral objetiva y a la cosa en sí metafísica, que se da cuenta de que todo esto son ilusiones de una autoalienación idealista, no es lo último. Esto es sólo la libertad negativa, la «libertad de», pero no es todavía la «libertad para»:
 «Crearse libertad y un no santo incluso frente al deber: para ello, hermanos míos, es preciso el león.»
Mas la negación de los valores antiguos y venerables, o mejor, la negación de la trascendencia de tales valores o la salida de la autoalienación de la existencia humana, no es todavía una proyección nueva, no es aún una nueva productividad creadora, constructiva, de la Humanidad liberada. El león contrapone al «tú debes», que domina al camello, su soberano «yo quiero». Pero todavía hay demasiada lucha y demasiada defensa en ese «yo quiero». Todavía hay demasiada porfía y demasiado endurecimiento en sí mismo. La nueva voluntad es. todavía, ella misma, querida;   no posee aún la auténtica soltura del querer creador, de una nueva proyección de valores nuevos. Esta la tiene sólo el niño.
«Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí. Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo.»
 La esencia originaria y auténtica de la libertad como proyección de nuevos valores y de nuevos mundos de valores es aludida con la metáfora del juego. La naturaleza de la libertad positiva es juego. La muerte de Dios pone de manifiesto el carácter de aventura y de juego de la existencia humana. La creatividad del hombre es juego.


Una mirada psicológica

En las metáforas del «camello», el «león» y el «niño» no debemos ver solamente el cambio esencial de la libertad humana que se libera para llegar a ser ella misma y, con ello, la génesis del superhombre. Tales símbolos son también, en cierta medida, estaciones del camino mental recorrido por Federico Nietzsche. A la mencionada serie corresponden las figuras en las cuales expresó antes su autocomprensión del mundo: el genio, que es el hombre que más sirve, que se convierte en paso hacia una potencia superior al hombre, corresponde al camello; el espíritu libre, el hombre crítico y negador, el marinero audaz que navega hacia costas desconocidas y lejanas, corresponde al león; y Zaratustra mismo, el que dice «sí», el que dicta nuevos valores, corresponde al niño que juega. Asimismo, el sentido del «discurso» está muy lejos de ser una presentación autobiográfica. El  que la propia vida de Nietzsche  atravesara las estaciones y transformaciones que exigía para el hombre en general, revela solamente que su pensamiento era un pensamiento serio y que le obligaba a él mismo. Nietzsche existe pensando: vive su pensamiento y piensa su vida.



E.Fink, La filosofía de Nietzsche, cap.3 el mensaje, 2: El superhombre y la muerte de Dios -selección de fragmentos-

jueves, 25 de enero de 2018

La visión trágica de la vida, o: el pesimismo de la fortaleza

«El dolor no sirve ya como objeción contra la vida: ¿ya no tienes dicha que ofrecerme? Bien, ¡aún tienes tu sufrimiento!»[1] 

Nietzsche; El nacimiento de la tragedia

I
«Mucho habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos llegado no sólo al discernimiento lógico, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el desarrollo continuado del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisíaco: de forma similar a como la generación depende de la dualidad de sexos, en lucha permanente y en reconciliación que sólo se produce periódicamente. (…)

Ambas pulsiones tan diferentes van en compañía, las más de las veces en abierta discordancia entre ellas y excitándose mutuamente para tener partos siempre nuevos y cada vez más vigorosos (…)

Para poner más a nuestro alcance esos dos instintos imaginémonoslos, por el momento, como los mundos artísticos separados del sueño y de la embriaguez (…)

Esta alegre necesidad propia de la experiencia onírica fue expresada asimismo por los griegos en su Apolo: Apolo, en cuanto dios de todas las fuerzas figurativas, es a la vez el dios vaticinador. Él, que es, según su raíz, «el Resplandeciente», la divinidad de la luz, domina también la bella apariencia del mundo interno de la fantasía (…)

Y así podría aplicarse a Apolo, en un sentido excéntrico, lo que Schopenhauer dice del hombre cogido en el velo de Maya. (El mundo como voluntad y representación, I, p. 41638):

«Como sobre el mar embravecido, que, ilimitado por todos lados, levanta y abate rugiendo montañas de olas, un navegante está en una barca, confiando en la débil embarcación; así está tranquilo, en medio de un mundo de tormentos, el hombre individual, apoyado y confiando en el principium individuationis [principio de individuación]».

(…) En ese mismo pasaje nos ha descrito Schopenhauer el enorme espanto que se apodera del ser humano cuando a éste le dejan súbitamente perplejo las formas de conocimiento de la apariencia, por parecer que el principio de razón sufre, en alguna de sus configuraciones, una excepción. Si a ese espanto le añadimos el éxtasis delicioso que, cuando se produce esa misma infracción del principium individuationis, asciende desde el fondo más íntimo del ser humano, y aun de la misma naturaleza, habremos echado una mirada a la esencia de lo dionisíaco, a lo cual la analogía de la embriaguez es la que más lo aproxima a nosotros. Bien por el influjo de la bebida narcótica, de la que todos los hombres y pueblos originarios hablan con himnos, bien con la aproximación poderosa de la primavera, que impregna placenteramente la naturaleza toda, despiértanse aquellas emociones dionisíacas en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta llegar al completo olvido de sí. También en la Edad Media alemana iban rodando de un lugar para otro, cantando y bailando bajo el influjo de esa misma violencia dionisíaca, muchedumbres cada vez mayores: en esos danzantes de san Juan y san Vito reconocemos nosotros los coros báquicos de los griegos, con su prehistoria en Asia Menor, que se remontan hasta Babilonia y hasta los saces orgiásticos. Hay hombres que, por falta de experiencia o por embotamiento de espíritu, se apartan de esos fenómenos como de «enfermedades populares», burlándose de ellos o lamentándolos, apoyados en el sentimiento de su propia salud: los pobres no sospechan, desde luego, qué color cadavérico y qué aire fantasmal ostenta precisamente esa «salud» suya cuan­do a su lado pasa rugiendo la vida ardiente de los entusiastas dionisíacos.

Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, y pacíficamente se acercan los animales rapaces de las rocas y del desierto. De flores y guirnaldas está recubierto el carro de Dioniso: bajo su yugo avanzan la pantera y el tigre. Transfórmese el himno A la alegría de Beethoven en una pintura y no se quede nadie rezagado con la imaginación cuando los millones se postran estremecidos en el polvo: así será posible aproximarse a lo dionisíaco. Ahora el esclavo es hombre libre, ahora quedan rotas todas las rígidas, hostiles delimitaciones que la necesidad, la arbitrariedad o la «moda insolente» han establecido entre los hombres. Ahora, en el evangelio de la armonía universal, cada uno se siente no sólo reunido, reconciliado, fundido con su prójimo, sino uno con él, cual si el velo de Maya estuviese desgarrado y ahora sólo ondease de un lado para otro, en jirones, ante lo misterioso Uno primordial44. Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando.»

« Apolo simboliza el instinto figurativo; es el dios de la claridad, de la luz, de la medida, de la forma, de la disposición bella; Dionisos es, en cambio, el dios de lo caótico y desmesurado, de lo informe, del oleaje hirviente de la vida, del frenesí sexual, el dios de la noche y, en contraposición a Apolo, que ama las figuras, el dios de la música; pero no de la música severa, refrenada, que no pasa de ser una «arquitectura dórica de sonidos», sino, más bien, de la música seductora, excitante, que desata todas las pasiones. (…) Pero —y esto constituye una visión profunda de Nietzsche— no pueden existir el uno sin el oro (…) Lo dionisíaco es la base sobre la que se apoya el mundo luminoso. La montaña mágica del Olimpo hunde sus raíces en el Tártaro. Detrás del mundo de la bella apariencia está la Gorgona. » 
E.Fink, la filosofía de Nietzsche

III

«Para comprender esto tenemos que desmontar piedra a piedra, por así decirlo, aquel primoroso edificio de la cultura apolínea, hasta ver los fundamentos sobre los que se asienta. Aquí descubrimos en primer lugar las magníficas figuras de los dioses olímpicos, que se yerguen en los frontones de ese edificio y cuyas hazañas, representadas en relieves de extraordinaria luminosidad, decoran sus frisos. El que entre ellos esté también Apolo como una divinidad particular junto a otras y sin la pretensión de ocupar el primer puesto, es algo que no debe inducirnos a error. Todo ese mundo olímpico ha nacido del mismo instinto que tenía su figura sensible en Apolo, y en este sentido nos es lícito considerar a Apolo como padre del mismo. ¿Cuál fue la enorme necesidad de que surgió un grupo tan resplandeciente de seres olímpicos? Quien se acerque a estos olímpicos llevando en su corazón una religión distinta y busque en ellos altura ética, más aún, santidad, espiritualización incorpórea, misericordiosas miradas de amor, pronto tendrá que volverles las espaldas, disgustado y decepcionado. Aquí nada recuerda la ascética, la espiritualidad y el deber: aquí nos habla tan sólo una existencia exuberante, más aún, triunfal, en la que está divinizado todo lo existente, lo mismo si es bueno que si es malo. Y así el espectador quedará sin duda atónito ante ese fantástico desbordamiento de vida y se preguntará qué bebedizo mágico tenían en su cuerpo esos hombres altaneros para gozar de la vida de tal modo, que a cualquier lugar a que mirasen tropezaban con la risa de Helena, imagen ideal de su existencia, «flotante en una dulce sensualidad». Pero a este espectador vuelto ya de espaldas tenemos que gritarle: No te vayas de aquí, sino oye primero lo que la sabiduría popular griega dice de esa misma vida que aquí se despliega ante ti con una jovialidad tan inexplicable. Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder cogerlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que, forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras,' en medio de una risa estridente:

 «Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti - morir pronto»

¿Qué relación mantiene el mundo de los dioses olímpicos con esta sabiduría popular? ¿Qué relación mantiene la visión extasiada del mártir torturado con sus suplicios? Ahora la montaña mágica del Olimpo se abre a nosotros, por así decirlo, y nos muestra sus raíces. El griego conoció y sintió los horrores y espantos de la existencia: para poder vivir tuvo que colocar delante de ellos la resplandeciente criatura onírica de los olímpicos. Aquella enorme desconfianza frente a los poderes titánicos de la naturaleza, aquella Moira [destino] que reinaba despiadada sobre todos los conocimientos, aquel buitre del gran amigo de los hombres, Pro­meteo, aquel destino horroroso del sabio Edipo, aquella maldición de la estirpe de los Atridas, que compele a Orestes a asesinar a su madre 56, en suma, toda aquella filosofía del dios de los bosques, junto con sus ejemplificaciones mí­ ticas, por la que perecieron los melancólicos etruscos, - fue superada constantemente, una y otra vez, por los griegos, o, en todo caso, encubierta y sustraída a la mirada, mediante aquel mundo intermedio artístico de los olímpicos. Para poder vivir tuvieron los griegos que crear, por una necesidad hondísima, estos dioses: esto hemos de imaginarlo sin duda como un proceso en el que aquel instinto apolíneo de belleza fue desarrollando en lentas transiciones, a partir de aquel originario orden divino titánico del horror, el orden divino de la alegría: a la manera como las rosas brotan de un arbusto espinoso. Aquel pueblo tan excitable en sus sentimientos, tan impetuoso en sus deseos, tan excepcionalmente capacitado para el sufrimiento, ¿de qué otro modo habría podido soportar la existencia, si en sus dioses ésta no se le hubiera mostrado circundada de una aureola superior? El mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y una consumación de la existencia destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el mundo olímpico, en el cual la «voluntad» helénica se puso delante un espejo transfigurados Viviéndola ellos mismos es como los dioses justifican la vida humana - ¡única teodicea satisfactoria! »

«Nosotros reconocemos también ya el efecto más poderoso de la cultura apolínea, la cual siempre tiene antes que abatir a un imperio de titanes, matar monstruos y enseñorearse, recurriendo a poderosos espejismos e ilusiones agradables, sobre la terrible  profundidad derivada de la mirada al mundo y la más excitable sensibilidad para el sufrimiento»




[1]   Estos son los versos finales de "Oración a la vida", un poema que Lou le regalo a Nietzsche y este incluye como canción de Zaratustra.