martes, 21 de julio de 2015

El Eterno Retorno

¿Elegirías vivir tu vida otra vez, tal cual la viviste, con cada uno de sus detalles? 
¿Qué harías si te dijera que tras la muerte volverás a vivir tu vida tal cual fue, sin poder cambiar nada, infinitas veces?

Existe una idea muy antigua, cultivada por muchos pueblos, que afirma que el universo algún día llegará a su fin. Pero este mismo día volverá a comenzar, y todo, absolutamente todo sucederá de la misma manera. 




Nietzsche retoma esta idea para pensar en la posibilidad de que nuestras vidas se repetirán, junto con todas las cosas. En la Gaya Ciencia pregunta: 

"¿Qué ocurriría si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: «Esta vida, como tú ahora la vives y como la has vivido, deberías vivirla aún otra vez e innumerables veces, y no habrá en ella nada nuevo; sino que cada dolor y cada placer, y cada pensamiento, y cada suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión -y así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo?- El eterno reloj de arena de la existencia se invierte siempre, y tu con él, granito de polvo entre el polvo."

No es la certeza absoluta del retorno de todas las cosas lo que le interesa a Nietzsche, sino la pregunta: ¿qué harías? ¿qué pasaría si te enteraras que tu vida se repetirá al infinito? ¿Qué actitud tendrías? Ante esta pregunta crucial se abren dos caminos, la negación de la vida (no quiero vivir mi vida dos veces) o la afirmación (así lo quiero, así lo quise y así o querré)

Por medio de esta idea Nietzsche se postula como el opositor más grande del cristianismo. Pues, este último propone un desenlace del drama de la vida, donde las opciones son irreductiblemente dos: el cielo o el infierno. Según la visión cristiana del mundo, cuando el hombre muere, el alma es sometida a un juicio (el juicio final) y el veredicto determina su eternidad. La vida es entonces un tránsito hacia algo más grande, más importante. El fin del hombre en la vida es seguir las normas prefijadas por el creador para retornar al cielo, pagar por el pecado de de vivir y, con dolor y sacrificio, redimirse de todos los pecados, ganando el perdón divino.

Pero Pretender una eternidad o un futuro sin sufrimientos, es según Nietzsche un desprecio hacia la vida, porque la vida es dolor; el dolor es parte de la vida. Por eso Nietzsche califica al cristianismo como una negación de la vida. El cristiano no quiere vivir, quiere dejar de sufrir, pretende un desenlace al drama de la vida, y eso es la muerte.

El más allá que propone el cristianismo, la promesa del paraíso, el deseo de una vida sin sufrimiento, sin dolor, es un síntoma de debilidad y desprecio hacia la vida.

Por el contrario, para Nietzsche la vida es trágica. La tragedia a diferencia del drama, no tiene resolución. En el drama siempre encontramos un fin, un desenlace. Pero en la tragedia no, quien se encuentra dentro de lo trágico no encuentra salida. La vida es trágica en el sentido de que es inevitable escapar al dolor, al sufrimiento, a la injusticia. Todas estas cosas que el hombre padece, así como la muerte, son parte de la vida, hacen a la vida. Por lo tanto, quien desee la vida debe aceptarla por lo tanto con todo lo que ella tiene de bueno y de malo, con todo lo que tiene de horrendo y doloroso. 







http://es.slideshare.net/black1377/el-eterno-retorno-de-nietzsche-presentation-943076




El eterno retorno en el cine

Mr. Nobody

 "¿Qué harías si te dijera que tras la muerte volverás a vivir tu vida tal cual fue, sin poder cambiar nada, infinitas veces? "

La película titulada Mr. Nobody nos hace reflexionar sobre las posibilidades que tenemos cada uno de nosotros según las decisiones que tomamos, explica el miedo que sienten las personas al estar frente a ellas, la importancia que tiene el tiempo y la felicidad, vivir cada día como si fuera el ultimo, disfrutando lo máximo posible. "






Groundhog Day

¿Qué pasaría si un día despertaras y te dieras cuenta que tu día es exactamente igual al de ayer? ¿Qué pasaría si quedaras atrapado en ese día y lo revivieras una y otra vez? Esto es exactamente lo que le pasa al protagonista de esta película, que en castellano se tradujo como "atrapado en el tiempo" 







K-Pax

La película estadounidense basada en la argentina de Eliseo Subiela ("Hombre mirando al sudeste") nos plantea la posibilidad de vivir de otra manera a través de su protagonista (¿humano? ¿extraterrestre? ¿loco? ¿sabio?) En una de las últimas escenas nos deja un consejo recurriendo a la teoría del eterno retorno.




"Quiero contarte una cosa Mark, algo que aún no sabes. Nosotros, los K-Paxianos, lo hemos descubierto porque llevamos mucho tiempo existiendo. El universo se expandirá y luego se cerrará en sí mismo. A continuación, volverá a expandirse y repetirá este proceso hasta el infinito. Lo que no sabes es que, cuando el universo vuelva a expandirse, todo será otra vez como ahora. Cualquier error que cometas esta vez, lo revivirás en la próxima ocasión. Todos los errores que cometas, los revivirás una y otra vez, eternamente. Por eso, mi consejo es que esta vez tomes la decisión correcta, porque, esta oportunidad es la única que tienes."

sábado, 18 de julio de 2015

Platón, el mito del carro alado y la teoría de la reminiscencia


En su obra Fedro o del Amor, Platón explica través de uno de sus mitos más conocidos , cómo el alma, que en un principio pertenecía a el mundo de las ideas, terminó por caer al mundo de las apariencias. El alma, encerrada en la cárcel del cuerpo, no hace más que vivir engañada. Pero si, sospechando de lo que le dicen los sentidos y apelando a su razón, podrá ir más allá de las apariencias de las cosas y recordar las esencias puras e inmutables que antiguamente había contemplado. 




Compartimos en primer lugar una breve explicación de Rafael Gambra, de su libro "Historia Sencilla de la filosofía", y luego dos fragmentos de Platón; uno del Fedro, donde se relata el mito del carro alado, y otro del Fedón, donde se explica la teoría de la reminiscencia (el conocimiento como recuerdo)


Rafael Gambra, Historia sencilla de la filosofía, Platón, el mito del carro alado

«El alma ‑dice Sócrates en el Fedro‑ es semejante a un carro alado del que tiran dos corceles ‑uno blanco y otro negro regidos por un auriga moderador.» El caballo blanco simboliza el ánimo o tendencia noble del alma; el negro, el apetito o pasión baja, bestial; el auriga, a la razón que debe regir y gobernar el conjunto. El alma así representada vivía en un lugar celeste o cielo empíreo, donde existió pura y bienaventurada antes de encamar en un cuerpo y descender a este mundo. En ese mundo o cielo de las Ideas el alma estaba como en su elemento, sin experimentar la contradicción entre la experiencia sensible y la inteligible porque sólo existía allí la visión intelectual. El alma, en este lugar celeste, contemplaba las Ideas.

En la vida celestial de algunas almas sobreviene, sin embargo, una caída. El caballo negro ‑la pasión‑, cuyo tirar es torcido y traidor, puede en un momento más que el blanco ‑el ánimo esforzado, noble‑ y da en tierra con coche y auriga. Hallamos aquí quizá un eco lejano de la revelación primitiva del pecado original, como se encuentra en muchos de los más viejos textos de la humanidad. A consecuencia de esta caída el alma desciende a este mundo (mundo sensible) y se une a un cuerpo, de ahí que Platón interprete al cuerpo como la cárcel del alma.

Al venir a este mundo, el alma pasa por “el rio del olvido” y se olvida de todo lo que conoció en el mundo inteligible.  Una vez en el mundo sensible, si el alma logra desprenderse de la sensibilidad del cuerpo, si logra abstraerse por medio de la razón llegará  a conocer, que para Platón no es otra cosa que recordar. ¿Por qué? Porque el conocimiento no es conocimiento de lo sensible, sino de lo inteligible, de lo universal, de las ideas, es decir, aquello que el alma había conocido en el mundo inteligible  y que había olvidado al descender al mundo sensible.

Pero si bien el alma olvida las ideas, algo de todo ello queda latente en el alma. Cuando esta contempla las cosas de este mundo se siente subyugada, llamada interiormente a la búsqueda de algo muy íntimo que aquellas cosas le sugieren. Experimenta algo así como “una extraña emoción que nos invade al encontramos en un lugar en que discurrió nuestra infancia y que, aunque olvidado, evoca en nuestro espíritu el recuerdo vago y la nostalgia del pasado”

Cuando vemos algo bello, por ejemplo, nos conmovemos. Al contemplarla vamos más allá de lo concreto. Contemplar quiere decir estar templado por, estar en cierta armonía, en un mismo orden. Y efectivamente, hay un vínculo entre aquellas cosas (lo bello, en este caso) y nuestra alma,  y es que pertenecen a otro mundo. De esta contemplación nace un esfuerzo por recordar, esfuerzo que consigue aflorar a la consciencia el recuerdo que estaba latente en nuestra alma de la belleza en sí, de la esencia de la belleza.




Platón; Fedro, 246 A- 248 C. 
El Alma como carro alado. 


»Sobre la inmortalidad, baste ya con lo dicho. Pero sobre su idea hay que añadir lo siguiente:  Cómo es el alma, requeriría toda una larga y divina explicación; pero decir a qué se parece, es ya asunto humano y, por supuesto, más breve. Podríamos entonces decir que se parece a una fuerza que, como si hubieran nacido juntos, lleva a una yunta alada y a su auriga. Pues bien, los caballos y los aurigas de los dioses son todos ellos buenos, y buena su casta, la de los otros es mezclada. Por lo que a nosotros se refiere, hay, en primer lugar, un conductor que guía un tronco de caballos y, después, estos caballos de los cuales uno es bueno y hermoso, y está hecho de esos mismos elementos, y el otro de todo lo contrario, como también su origen. Necesariamente, pues, nos resultará difícil y duro su manejo.

»Y ahora, precisamente, hay que intentar decir de dónde le viene al viviente la denominación de mortal e inmortal. Todo lo que es alma tiene a su cargo lo inanimad, y recorre el cielo entero, tomando unas veces una forma y otras otra. Si es perfecta y alada, surca las alturas, y gobierna todo el Cosmos. Pero la que ha perdido sus alas va a la deriva, hasta que se agarra a algo sólido, donde se asienta y se hace con cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo en virtud de la fuerza de aquélla. Este compuesto, cristalización de alma y cuerpo, se llama ser vivo, y recibe el sobrenombre de mortal (...)

»Consideremos la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es algo así como lo que sigue. 

»El poder natural del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses (...) Y lo divino es bello, sabio, bueno y otras cosas por el estilo. De esto se alimenta y con esto crece, sobre todo, el plumaje del alma; pero con lo torpe y lo malo y todo lo que le es contrario, se consume y acaba. Por cierto que Zeus, el poderoso señor de los cielos, conduciendo su alado carro, marcha en cabeza, ordenándolo todo y de todo ocupándose. Le sigue un tropel de dioses y démones ordenados en once filas. Pues Hestia se queda en la morada de los dioses, sola, mientras todos los otros, que han sido colocados en número de doce, como dioses jefes, van al frente de los órdenes a cada uno asignados. Son muchas, por cierto, las miríficas visiones que ofrece la intimidad de las sendas celestes, caminadas por el linaje de los felices dioses, haciendo cada uno lo que tienen que hacer, y seguidos por los que, en cualquier caso, quieran y puedan. Está lejos la envidia de los coros divinos. Y, sin embargo, cuando van a festejarse a sus banquetes, marchan hacia las empinadas cumbres, por lo más alto del arco que sostiene el cielo, donde precisamente los carros de los dioses, con el suave balanceo de sus firmes riendas, avanzan fácilmente, pero a los otros les cuesta trabajo. Porque el caballo entreverado de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya domesticado con esmero. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose fuera, se alzan sobre la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el movimiento circular en su órbita, y contemplan lo que está al otro lado del cielo.

»A ese lugar supraceleste, no lo ha cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece. Pero es algo como esto -ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, y sobre todo cuando es de ella de la que se habla-: porque, incolora, informe, intangible esa esencia cuyo ser es realmente ser, vista sólo por el entendimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, ocupa, precisamente, tal lugar. Como la mente de lo divino se alimenta de un entender y saber incontaminado, lo mismo que toda alma que tenga empeño en recibir lo que le conviene, viendo, al cabo del tiempo, el ser, se llena de contento, y en la contemplación de la verdad, encuentra su alimento y bienestar, hasta que el movimiento, en su ronda, la vuelva a su sitio. En este giro, tiene ante su vista a la misma justicia, tiene ante su vista a la sensatez, tiene ante su vista a la ciencia, y no aquella a la que le es propio la génesis, ni la que, de algún modo, es otra al ser en otro -en eso otro que nosotros llamamos entes-, sino esa ciencia que es de lo que verdaderamente es ser. Y habiendo visto, de la misma manera, todos los otros seres que de verdad son, y nutrida de ellos, se hunde de nuevo en el interior del cielo, y vuelve a su casa. Una vez que ha llegado, el auriga detiene los caballos ante el pesebre, les echa, de pienso, ambrosía, y los abreva con néctar. 

»Tal es, pues, la vida de los dioses. De las otras almas, la que mejor ha seguido al dios y más se le parece, levanta la cabeza del auriga hacia el lugar exterior, siguiendo, en su giro, el movimiento celeste, pero, soliviantada por los caballos, apenas si alcanza a ver los seres. Hay alguna que, a ratos, se alza, a ratos se hunde y, forzada por los caballos, ve unas cosas sí y otras no. Las hay que, deseosas todas de las alturas, siguen adelante, pero no lo consiguen y acaban sumergiéndose en ese movimiento que las arrastra, pateándose y amontonándose, al intentar ser unas más que otras. Confusión, pues, y porfías y supremas fatigas donde, por torpeza de los aurigas, se quedan muchas renqueantes, y a otras muchas se les parten muchas alas. Todas, en fin, después de tantas penas, tienen que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ido, les queda sólo la opinión por alimento. El porqué de todo este empeño por divisar dónde está la llenura de la Verdad , se debe a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma, de él se nutre.

»Así es, pues, el precepto de Adrastea. Cualquier alma que, en el séquito de lo divino, haya vislumbrado algo de lo verdadero, estará indemne hasta el próximo giro y, siempre que haga lo mismo, estará libre de daño. Pero cuando, por no haber podido seguirlo, no lo ha visto, y por cualquier azaroso suceso se va gravitando llena de olvido y dejadez, debido a este lastre, pierde las alas y cae a tierra.



Encontrá el libro completo en: https://larisadelser.wikispaces.com/file/view/fedro.pdf




Platón, Fedón, 74 E- 76 A
La teoría de la reminiscencia

73 E


¿No es algo semejante una reminiscencia? ¿Y en especial cuan do uno lo experimenta con referencia a aquellos objetos que, por el paso del tiempo o al perderlos de vista, ya los había tenido en el olvido?


74 A- B

-Examina ya -dijo él- si esto es de este modo. Decimos que existe algo igual. No me refiere a un madero igual a otro madero ni a una piedra con otra piedra ni a ninguna cosa de esa clase, sino a algo distinto, que subsiste al margen de todos esos objetos, lo igual en sí mismo. ¿Decimos que eso es algo, o nada? 

- Lo decimo s, ¡por Zeus! -dijo Simmias-, y de manera rotunda . 

-¿Acaso piedras que son iguales y leños que son los mismos no le parecen algunas veces a uno iguales, y a otro no? 

- En efecto. Así pasa. 

- ¿Qué? ¿Las cosas iguales en sí mismas es posible que se te muestren como desiguales. O la igualdad aparecerá como desigualdad? 

-Nunca jamás, Sócrates 

-¿De dónde, entonces, hemos obtenido ese conocimiento? ¿No, por descontado, de las cosas que ahora mismo mencionábamos, de haber visto maderos o piedras o algunos otros objetos iguales? 

(…) 

- Conque es necesario que nosotros previamente hayamos visto lo igual antes de aquel momento en el que al ver por primera vez las cosas iguales pensamos que todas ellas tienden a ser como igual pero que lo son insuficientemente. 

- Por consiguiente, antes de que empezáramos a ver, oír, y percibir todo lo demás, era necesario que hubiéramos obtenido captándolo en algún lugar el conocimiento de qué es lo igual en sí mismo, si es que a este punto íbamos a referir las igualdades aprehendidas por nuestros sentidos. Y que todas ellas se esfuerzan por ser tales como aquello, pero le resultan inferiores.



76 A


 - y si es que después de haberlos adquirido antes de nacer, pienso, al nacer los perdimos, y luego al utilizar nuestros sentidos respecto a esas mismas cosas recuperamos los conocimientos que en un tiempo anterior ya teníamos, ¿acaso lo que llamamos aprender no sería recuperar un conocimiento ya familiar? 

(...) quienes decimos que aprenden no hacen nada más que acordarse, y el aprender seria reminiscencia.


viernes, 17 de julio de 2015

La vida después de la muerte

en la Grecia antigua




Muchas religiones actuales consideran que el hombre puede acce­der, después de la muerte, a un premio o a un castigo eterno, según su comportamiento en la vida terrenal. 

Esta idea hubiera sonado muy extraña a los oídos de los griegos pues, para ellos, sólo la vida tenía valor. Cuando el hombre moría, se transformaba en una sombra que debía vagar eternamente por el rei­no de Hades. Salvo unas pocas excepciones, no recibía el hombre un premio o un castigo. 

Por eso, la religión olímpica no exigía que se conservasen los cadáveres por medios artificiales, como hacían los egipcios a través de la momificación. Los griegos cremaban a los difuntos, porque el muerto pertenecía a otro reino, y su alma deseaba romper los lazos que lo unían al mundo de los vivos. La cremación apresuraba esta ruptura y lo liberaba. Ni siquiera los dioses, salvo los subterráneos, tenían poder sobre los muertos.
Mitos clasificados I

                           Hades, el mundo de los muertos


El mundo de los muertos de los griegos era el Hades y se representaba como un reino bajo la tierra, aunque según algunas fuentes se encontraba en la zona más alejada de Occidente, en el confín del mundo. Tras la muerte, las almas de los muertos llevaban una existencia apesadumbrada e incómoda como espíritus o sombras no corpóreas. Primero llegaban hasta el límite de este reino con Hermes, el mensajero de los dioses, en su tarea de «guía de las almas»-

Los fallecidos entraban al inframundo cruzando el río Aqueronte, eran llevados por el barquero Caronte, quien cobraba por el pasaje un óbolo, pequeña moneda que ponían sobre los labios del difunto sus piadosos familiares. Los indigentes y los que no tenían amigos ni familias vagaban por la tierra sin descanso. El otro lado del río era vigilado por Cerbero, el perro de tres cabezas que fue derrotado por Heracles.





Al llegar al antepatio del palacio de Hades  los muertos se sometían al juicio de los tres jueces del inframundo: Minos y Radamantis, antiguos reyes de Creta, y Eaco, antiguo rey de Egina.

Después de esto la mayoría de los muertos quedaban despo­seídos de su cuerpo, su sangre y sus emociones, sin conciencia humana en este nuevo lugar para ellos. Una vez que habían bebido el agua del pozo de Letos, que significa «olvido», perdían la memoria de su existencia terrenal.

Aunque la existencia en este mundo no fuese una tortura, se trataba de una estancia tediosa, como atestiguó Aquiles al asegurarle a Odiseo, tras su visita al Hades:
"Preferiría, estando en la tierra, trabajar a sueldo para otro, para un hombre sin suerte, que no tuviera muchos recursos, más que reinar entre todos los muertos, que han perecido...” (2014: XI, 482-491).


En pocas palabras, es mejor ser sirviente en una casa pobre antes que ser rey de todas las almas del mundo de los muertos.

Había excepciones: aquellos que se hubiesen distinguido por sus virtudes y su justicia podían vivir en un lugar más confortable, los Campos Elíseos. Se trataba de un privilegio para unos pocos. Según Homero, Menelao, esposo de Helena, pudo permanecer allí tras su muerte.

El Tártaro estaba en la zona más oscura y profunda del Hades. Allí quedaron confinados los titanes y aquellos que habían cometido crímenes horrendos, como Sísifo, que debía hacer rodar una roca hacia lo alto de una colina para empezar inmediatamente des­pués de que se cayese. No había escape posible del Hades, y cualquiera que intentase huir se convertía en presa del terrible perro de tres cabezas Cerbero.





El Libro Tibetano de la Vida y la Muerte



En el espejo de la muerte

Mi primera experiencia de la muerte se produjo cuando yo tenía unos siete años. Nos disponíamos a dejar las tierras altas del Este para viajar al Tíbet central. Samten, uno de los asistentes personales de mi maestro, era un monje maravilloso que fue muy bueno conmigo durante mi niñez. Tenía una cara resplandeciente, rolliza y redondeada, siempre a punto de esbozar una sonrisa. Debido a su buen carácter, era el favorito de todos en el monasterio. Mi maestro daba cada día enseñanzas e iniciaciones, y dirigía prácticas y rituales. Al terminar la jornada, yo solía reunir a mis amigos y organizaba una pequeña representación teatral en la que ponía en escena los acontecimientos de la mañana, y era Samten quien me prestaba siempre las vestiduras que había utilizado mi maestro durante el día. Jamás me negaba nada.

Pero entonces Samten cayó enfermo repentinamente, y pronto se hizo evidente que no iba a vivir. Tuvimos que aplazar la partida. Nunca olvidaré las dos semanas que siguieron. El rancio olor de la muerte lo cubría todo como una nube, y cada vez que pienso en aquellos días vuelvo a sentir ese olor. El monasterio estaba saturado de una intensa conciencia de la muerte. Sin embargo, la atmósfera no era en absoluto morbosa ni de temor; en presencia de mi maestro la muerte de Samten cobraba un significado especial. Se convertía en una enseñanza para todos nosotros.

Samten permanecía acostado junto a la ventana de un pequeño templo situado en la residencia de mi maestro. Yo sabía que estaba muriéndose. De vez en cuando iba a verlo y me sentaba un rato a su lado. Por entonces Samten ya no podía hablar, y me impresionaba el cambio que había experimentado su rostro, ya macilento y demacrado. Comprendí que iba a dejarnos y que no volveríamos a verlo más. Me sentía profundamente triste y solitario.

La muerte de Samten no fue fácil. El sonido de su laboriosa respiración nos seguía por todas partes, y podíamos oler la descomposición de su cuerpo. El monasterio se hallaba sumido en un silencio abrumador, roto únicamente por sus estertores. Todo estaba centrado en Samten. Sin embargo, aunque había tanto sufrimiento en su prolongada agonía, todos nos dábamos cuenta de que en lo más hondo tenía paz y confianza interior. Al principio no podía explicármelo, pero en seguida comprendí de dónde procedía esa sensación: de su fe y su preparación, y de la presencia de nuestro maestro. Y aunque seguí estando triste, supe entonces que si nuestro maestro estaba allí, todo acabaría siendo para bien, pues él podría guiar a Samten hacia la liberación. Más tarde llegué a saber que todo practicante sueña con morir ante su maestro y con tener la buena fortuna de ser guiado por él en el trance de la muerte.

Mientras Jamyang Khyentse guiaba serenamente a Samten en su muerte, le iba explicando una por una todas las fases del proceso por el que estaba pasando. Me asombraban la precisión de sus conocimientos y su confianza y serenidad. Cuando estaba presente, su serena confianza tranquilizaba aun a la persona más angustiada. En aquellos momentos, Jamyang Khyentse nos revelaba su intrepidez ante la muerte. No es que se tomara jamás la muerte a la ligera: a menudo nos decía que él le tenía miedo y nos recomendaba que no nos la tomáramos de un modo ingenuo o complaciente. ¿Qué era, entonces, lo que le permitía afrontar la muerte de una manera tan solemne y al mismo tiempo tan libre de cuidados, tan práctica pero tan misteriosamente despreocupada? Esta pregunta me fascinaba y me absorbía.

La muerte de Samten fue una conmoción para mí. A los siete años de edad, vislumbré por primera vez el enorme poder de la tradición en que se me estaba instruyendo y empecé a comprender el sentido de las prácticas espirituales. La práctica había conferido a Samten la aceptación de la muerte, así como una clara comprensión de que el sufrimiento y el dolor pueden formar parte de un profundo proceso natural de purificación. La práctica había conferido a mi maestro un conocimiento completo de lo que es la muerte, y una tecnología precisa para guiar a las personas en ese trance.




La Muerte en el Mundo Moderno


Cuando llegué a Occidente, me sorprendió el contraste entre las actitudes hacia la muerte con que me había criado y las que entonces encontré. A pesar de sus éxitos tecnológicos, la sociedad occidental carece de una verdadera comprensión de la muerte y de lo que ocurre durante la muerte y después de ella.

Descubrí que a la gente de hoy se le enseña a negar la muerte, y se les enseña que no significa otra cosa que aniquilación y pérdida. 

Eso quiere decir que la mayor parte del mundo vive o bien negando la muerte o bien aterrorizado por ella. El mero hecho de hablar sobre la muerte se considera morboso, y muchas personas creen que el solo hecho de mencionarla es correr el riesgo de atraérsela. Otros contemplan la muerte con un buen humor ingenuo e irreflexivo, pensando que, por alguna causa desconocida, la muerte les irá bien y que no hay por qué preocuparse. Cuando pienso en estas personas recuerdo lo que dice un maestro tibetano: «La gente suele cometer el error de tomarse la muerte con frivolidad y pensar "Bueno, morirse es algo que le pasa a todo el mundo; no es nada grave, es un hecho natural. Todo irá bien". Esa una teoría muy bonita hasta que llega el momento de la muerte».

De estas dos actitudes hacia la muerte, una la considera algo de lo que hay que escabullirse y la otra algo que se resolverá por sí solo. ¡Qué lejos están las dos de comprender la verdadera importancia de la muerte!

Las grandes tradiciones espirituales del mundo, incluyendo por descontado el cristianismo, siempre han dicho claramente que la muerte no es el final. Todas transmiten la visión de alguna clase de vida venidera, que infunde un sentido sagrado a esta vida que estamos llevando ahora. Pero, a pesar de sus enseñanzas, la sociedad moderna es en gran medida un desierto espiritual en el que la mayor parte de la gente imagina que esta vida es lo único que existe. Carentes de toda fe auténtica en una vida posterior, son mayoría las personas que llevan una vida en último término desprovista de sentido.

He pensado a menudo en la manera en que algunos maestros budistas que conozco formulan una pregunta sencilla a quienes los abordan buscando sus enseñanzas: ¿Cree usted que hay una vida después de ésta? No se les pregunta si lo aceptan en cuanto proposición filosófica, sino más bien si lo sienten en lo profundo del corazón. El maestro sabe que si alguien cree en una vida después de ésta, toda su actitud ante la vida será distinta y tendrá un claro sentido de la moralidad y la responsabilidad personal. Lo que los maestros deben sospechar es que existe el peligro de que la gente que carece de una intensa creencia en una vida venidera acabe creando una sociedad centrada únicamente en los resultados a corto plazo, sin pararse a reflexionar en las consecuencias de sus actos. ¿Podría ser éste el motivo principal de que hayamos creado un mundo tan brutal como el que ahora ocupamos, un mundo en el que hay tan poca compasión?


La impermanencia


“No hay lugar en la tierra donde la muerte no pueda encontrarnos, por mucho que volvamos constantemente la cabeza en todas direcciones como si nos halláramos en una tierra extraña y sospechosa. [...] Si hubiese alguna manera de resguardarse de los golpes de la muerte, no soy yo aquel que no lo haría. [...] Pero es una locura pensar que se pueda conseguir eso. [...]
Los hombres vienen y van, trotan y danzan, y de la muerte ni una palabra. Todo muy bien. Sin embargo, cuando llega la muerte, a ellos, a sus esposas, sus hijos, sus amigos, y los sorprende desprevenidos, ¡qué tormentas de pasión los abruman entonces, qué llantos, qué furor, qué desesperación! [...]
Para empezar a privar a la muerte de su mayor ventaja sobre nosotros, adoptemos una actitud del todo opuesta a la común; privemos a la muerte de su extrañeza, frecuentémosla, acostumbrémonos a ella; no tengamos nada más presente en nuestros pensamientos que la muerte. [...] No sabemos dónde nos espera la muerte: así pues, esperémosla en todas partes. Practicar la muerte es practicar la libertad. El hombre que ha aprendido a morir ha desaprendido a ser esclavo” 

                                                                                                                 Montaigne

¿Por qué exactamente nos asusta tanto la muerte que nos negamos en redondo a contemplarla?
¿Por qué vivimos en tal terror a la muerte?




Quizá la razón más profunda de que temamos a la muerte es que ignoramos quiénes somos. Creemos en una identidad personal, única e independiente, pero, si nos atrevemos a examinarla, comprobamos que esta identidad depende por completo de una interminable colección de cosas que la sostienen: nuestro nombre, nuestra «biografía», nuestras parejas y familiares, el hogar, los amigos, las tarjetas de crédito... Es de este frágil y efímero sostén de lo que depende nuestra seguridad. Así que, cuando se nos quite todo eso, ¿tendremos idea de quiénes somos en realidad?

Sin nuestras propiedades conocidas, quedamos cara a cara con nosotros mismos: una persona a la que no conocemos, un extraño inquietante con quien hemos vivido siempre pero al que en el fondo nunca hemos querido tratar. ¿Acaso no es ese el motivo de que tratemos de llenar cada instante de ruido y actividad, por aburrida y trivial que sea, para evitar quedarnos a solas y en silencio con ese desconocido?

¿Y no apunta eso hacia algo fundamentalmente trágico en nuestro estilo de vida? Vivimos bajo una identidad asumida en un neurótico mundo de cuento de hadas que no tiene más realidad que la Tortuga de Alicia en el País de las Maravillas. Hipnotizados por el entusiasmo de construir, hemos edificado la casa de nuestra vida sobre cimientos de arena. Este mundo puede parecer maravillosamente convincente hasta que la muerte nos destruye la ilusión y nos saca de nuestro escondite. ¿Qué será entonces de nosotros si no tenemos la menor idea de ninguna realidad más profunda?

Cuando muramos lo dejaremos todo atrás, sobre todo este cuerpo al que tanto hemos apreciado, en el que tan ciegamente hemos confiado y al que con tantos esfuerzos hemos procurado mantener vivo. Pero la mente no es más fiable que el cuerpo. Fíjese unos minutos en su mente. Comprobará que es como una pulga, que no cesa de saltar de un lado a otro. Verá que los pensamientos surgen sin ningún motivo, sin ninguna relación.

Arrastrados por el caos de cada instante, somos víctimas de la volubilidad de nuestra mente. Si éste es el único estado consciente con el que estamos familiarizados, confiar en nuestra mente en el momento de la muerte es una apuesta absurda.


El gran Engaño

La mayoría vivimos así; vivimos según un plan preestablecido. Pasamos la juventud educándonos. Luego buscamos un trabajo, conocemos a alguien, nos casamos y tenemos hijos. Compramos una casa, procuramos que nuestro negocio tenga éxito, intentamos realizar sueños, como tener una casa de campo o un segundo automóvil. Nos vamos de vacaciones con nuestras amistades. Hacemos proyectos para la jubilación. Los mayores dilemas que algunos de nosotros hemos de enfrentar son dónde pasar las próximas vacaciones o a quién invitar por Navidad.

Nuestra vida es monótona, mezquina y repetitiva, desperdiciada en la persecución de lo banal, porque al parecer no conocemos nada mejor.

El ritmo de nuestra vida es tan acelerado que lo último en que se nos ocurriría pensar es en la muerte. Sofocamos nuestro miedo secreto a la impermanencia rodeándonos de más y más bienes, de más y más cosas, de más y más comodidades, hasta que nos vemos convertidos en sus esclavos. Necesitamos todo nuestro tiempo y toda nuestra energía simplemente para mantenerlos. Nuestra única finalidad en la vida pronto se convierte en conservarlo todo tan seguro y a salvo como sea posible. Cuando se produce algún cambio, buscamos el remedio más rápido, alguna solución ingeniosa y provisional. Y así, a la deriva, va pasando nuestra vida hasta que una enfermedad grave u otra calamidad nos saca de nuestro estupor.

Por otra parte, no es que dediquemos mucho tiempo ni mucha reflexión a esta vida, tampoco. Piense en esas personas que trabajan durante años y luego tienen que retirarse, sólo para descubrir que no saben qué hacer con su vida a medida que envejecen y se acerca la muerte. Aunque mucho hablamos de ser prácticos, ser práctico en Occidente significa ser miopes, muchas veces necia o egoístamente. Nuestra miope concentración en esta vida, y sólo en esta vida, es el gran engaño, el origen del sombrío y destructivo materialismo del mundo moderno. No se habla de la muerte ni se habla de la vida tras la muerte porque se hace creer a la gente que hablar de estas cosas sólo sirve para estorbar nuestro «progreso» en el mundo. Sin embargo, si nuestro deseo más profundo es vivir y seguir viviendo, ¿por qué insistimos ciegamente en que la muerte es el fin? ¿Por qué no intentamos al menos explorar la posibilidad de que exista una vida más allá? ¿Por qué, si somos tan pragmáticos como pretendemos, no empezamos a preguntarnos seriamente dónde está nuestro futuro real? Después de todo, nadie vive más de cien años. Y después de eso se extiende toda la eternidad, sin ser tenida en cuenta...

Desvalidos, vemos cómo se nos llenan los días de llamadas telefónicas y proyectos triviales, de responsabilidades y responsabilidades...

¿O no deberíamos llamarlas «irresponsabilidades»? Parece que nuestra vida nos vive, que posee su propio impulso imprevisible, que se nos lleva; en último término, nos parece que no tenemos elección ni control sobre ella. Naturalmente, esto a veces nos hace sentir mal, tenemos pesadillas y despertamos sudorosos, preguntándonos: «¿Qué estoy haciendo de mi vida?». Pero nuestros temores sólo duran hasta la hora del desayuno; aparece el maletín y volvemos a estar donde empezamos. 



El viaje por la Vida y la Muerte


Desde el punto de vista budista, la vida y la muerte son un todo único, en el cual la muerte es el comienzo de otro capítulo de la vida. La muerte es un espejo en el que se refleja todo el sentido de la vida.

En esta enseñanza maravillosa, encontramos la totalidad de la vida y la muerte presentada conjuntamente como una serie de realidades transitorias y en constante cambio llamadas bardos. La palabra bardo se utiliza corrientemente para designar el estado intermedio entre la muerte y el renacimiento (…) son coyunturas en las que se intensifica la posibilidad de liberación o Iluminación.

Yo me figuro un bardo como el momento en que se avanza hacia el borde del precipicio; un momento así, por ejemplo, ocurre cuando un maestro le expone a un discípulo la naturaleza esencial, original e íntima de su propia mente. De estos momentos, no obstante, el mayor y el más cargado es el de la muerte.

Así pues, según el punto de vista del budismo tibetano, podemos dividir toda nuestra existencia en cuatro realidades

continuamente entrelazadas: l) la vida, 2) el morir y la muerte, 3) después de la muerte y 4) el renacimiento. Se las conoce como los cuatro bardos: l) el bardo natural de esta vida, 2) el bardo doloroso del morir, 3) el bardo luminoso de dharmata y 4) el bardo kármico del devenir.

¿Desde qué fuente, con qué autoridad puede escribirse entonces un libro como éste? La «ciencia interior» del budismo se basa, como lo expresa un estudioso de Estados Unidos, «en un completo y cabal conocimiento de la realidad, en una profunda y ya experimentada comprensión del yo y el entorno; es decir, en la Iluminación completa de Buda»

Las enseñanzas sobre el bardo explican con precisión lo que ocurrirá si nos preparamos para la muerte y lo que ocurrirá si no lo hacemos. La elección no podría estar más clara. Si nos negamos a aceptar la muerte ahora, cuando aún estamos vivos, lo pagaremos muy caro durante toda nuestra vida, en el momento de la muerte y después de ella. Los efectos de tal negativa repercutirán sobre esta vida y sobre todas las vidas por venir.

No podremos vivir plenamente; quedaremos aprisionados justamente en aquel aspecto de nosotros mismos que debe morir.

Sin embargo, el mensaje fundamental de las enseñanzas budistas es que, si estamos preparados, existe una enorme esperanza, tanto en la vida como en la muerte. Para la persona que se ha preparado y ha practicado, la muerte llega no como una derrota, sino como un triunfo, el momento más glorioso que corona toda la vida.


                                           SOGYAL RIMPOCHÉ






http://www.formarse.com.ar/libros_gratis/inspiradores/EL%20LIBRO%20TIBETANO%20DE%20LA%20VIDA%20Y%20LA%20MUERTE%20(Sogyal%20Rimpoche).pdf

El temor a la muerte


         
  Goldmundo, pintura de Cristina Alejos Cañada

"Deciase que tal vez la raíz de todo arte y quizás también de todo espíritu fuera el temor a la muerte. La tememos, nos horroriza la transitoriedad, vemos con tristeza como las flores se mustian y las hojas caen una y otra vez, y en el propio corazón sentimos la certidumbre de que nosotros somos transitorios y de que no tardaremos en marchitarnos. Y si como artistas creamos imágenes o como pensadores buscamos leyes y formulamos pensamientos, únicamente lo hacemos para salvar algo de la gran danza de la muerte, para asentar algo que dure más que nosotros" 

                                                                        -Hermann Hesse, Narciso y Goldmundo-


   Woody Allen,  Hannah y sus hermanas. 






-¿Te das cuenta de que todos pendemos de un hilo?
-Te has librado, deberíamos festejarlo.
-¿No ves que nada tiene sentido? Nuestras vidas, el programa (de tv) el mundo entero, nada tiene sentido...
-Pero no te estas muriendo.
-No ahora (...) No voy a morirme hoy, ni mañana, pero algún día estaré en esa situación.
- Y ahora te das cuenta?
-No, siempre lo he sabido. Pero intentaba no pensar en ello.


Vida y muerte, caras de una misma moneda


La vida es una continua resistencia al vacío de la muerte. Vivir es resistir. Si lo otro de la vida es la muerte, cada fragmento de vida es una pequeña batalla ganada a la muerte. Nuestra singularidad surge de la multiplicidad de nuestras muertes. Vencemos la muerte del niño que fuimos, de las relaciones que ya no son, de la lozanía, de la belleza, de la plenitud. El negativo de mi vida es todas mis muertes.

                                                                           -Esther Diaz, La Filosofía de Foucault




La muerte y la carnalidad 

En su opinión, el amor y el goce carnal eran lo único que podía dar calor y valor a la vida. Desconocía la ambición y para él era lo mismo ser obispo que mendigo; el lucro y la posesión de bienes no le atraían, los despreciaba, no hubiese hecho por ellos el menor sacrificio y despilfarraba sin cuidado el dinero que a veces ganaba en abundancia. El amor de las mujeres y el juego de los sexos estaba, para él, por encima de todo, y su propensión a la tristeza y al hastío provenía, en el fondo, del conocimiento del carácter huidizo y transitorio de la carnalidad. El rápido, fugaz, maravilloso entendimiento del deleite amoroso, su fuego breve y abrasador, su rápido apagarse... Todo esto le parecía contener la raíz de toda experiencia, todo esto se convirtió para él en símbolo de toda la alegría y de todo el dolor de la vida. Podía entregarse a aquella tristeza y a aquel espanto de la transitoriedad con el mismo fervor que al amor, y esa melancolía era también amor, era también carnalidad. Así como el goce erótico, en el instante de su máxima y más dichosa tensión, sabe que inmediatamente después se desvanecerá y morirá de nuevo, así también la íntima soledad y la melancolía sabían que serían tragados súbitamente por el deseo, por una nueva entrega a la faceta luminosa de la vida. La muerte y la carnalidad eran la misma cosa.
                                                                  
                                                                  -Hermann Hesse, Narciso y Goldmundo-



   Mi vida sin mi
¿Qué harías si supieras que te quedan pocos días de vida?





No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía.

                                                                                       -Camus, EL Mito de Sisifo -


Si el hombre no tuviese conciencia eterna; si un poder salvaje y efervescente productor de todo, lo grandioso y lo fútil, en el torbellino de las oscuras pasiones, no fuese el fondo de todas las cosas; si bajo ellas se ocultase el vacío infinito que nada puede colmar, ¿qué sería la vida sino desesperación?

                                                                                       -Kierkegaard, Temor y Temblor-


 El grito, Edvard Munch



En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes.
                                                                                             -Borges, El Inmortal-



 Fernando Savater;

 las preguntas de la vida, cap. I,

 La Muerte Para Empezar



Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!, ¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal 

A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los mayores: repentinamente se me reveló la primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di cuenta entonces de que cuando llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el darme cuenta de que iba a morirme -yo, yo mismo- también parte de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí mismo y a nadie más?


                                                                            §                                                             

Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que ejemplifica la necesidad misma («necesario» es etimológicamente aquello que no cesa, que no cede, con lo que no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una de ellas es que resulta absolutamente personal e intransferible: nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposible que nadie con su propia muerte pueda evitar a otro definitivamente el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas, sólo le reemplazó ante los verdugos pero no ante la muerte misma. Con su heroico sacrificio le concedió un plazo más largo de vida y no la inmortalidad. En una tragedia de Eurípides, la sumisa Alcestis se ofrece para descender al Hades -es decir, para morir- en lugar de su marido Admeto, un egoísta de mucho cuidado. Al final tendrá que ser Hércules el que baje a rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera logrado que Admeto escapase para siempre a su destino mortal, sólo habría podido retrasarlo: la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada cual con su propia vida, no con otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como comer o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de todo, alguien puede consumir mi ración en el banquete al que debería haber asistido o hacer el amor a la persona a la que yo hubiera podido y querido amar también, incluso me podrían alimentar por la fuerza o hacerme renuncia de la muerte es muy seguro (a ella se refieren algunos de los conocimientos más indudables que tenemos) pero no nos la hacen más familiar ni menos inescrutable. En el fondo, la muerte sigue siendo lo más desconocido. Sabemos cuándo alguien está muerto pero ignoramos qué es morirse visto desde dentro. Creo saber más o menos lo que es morirse, pero no lo que es morirme. Algunas grandes obras literarias -como el incomparable relato de León Tolstói La muerte de Iván Illich o la tragicomedia de Eugéne Ionesco El rey se muere- pueden aproximarnos a una comprensión mejor del asunto, aunque dejando siempre abiertos los interrogantes fundamentales. Por lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muerte muchas leyendas, muchas promesas y amenazas, muchos cotilleos. Relatos muy antiguos -tan antiguos verosímilmente como la especie humana, es decir, como esos animales que se hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muerte- y que forman la base universal de las religiones. Bien mirado, todos los dioses del santoral antropológico son dioses de la muerte, dioses que se ocupan del significado de la muerte, dioses que reparten premios, castigos o reencarnación, dioses que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales. Ante todo, los dioses son inmortales: nunca mueren y cuando juegan a morirse luego resucitan o se convierten en otra cosa, pasan por una metamorfosis. En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido para dar sentido a la muerte. Si la muerte no existiese, no habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente...

Las leyendas más antiguas no pretenden consolarnos de la muerte sino sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran epopeya que se conserva, la historia del héroe Gilgamesh, se compuso en Sumeria aproximadamente 2.700 años a. de C. Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y cazadores, se enfrentan a la diosa Is-thar, que da muerte a Enkidu. Entonces Gilgamesh emprende la búsqueda del remedio de la muerte, una hierba mágica que renueva la juventud para siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla. Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo los sombríos secretos del reino de los muertos, al cual Gilgamesh se resigna a acudir cuando llegue su hora. Ese reino de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la vida que conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el Hades de los antiguos griegos. En la Odisea de Hornero, Ulises convoca los espíritus de los muertos y entre ellos acude su antiguo compañero Aquiles. Aunque su sombra sigue siendo tan majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras religiones posteriores, como la cristiana, prometen una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas torturas a los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera. La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos. Una eterna bienaventuranza o una eterna condena son formas inacabables de congelación en el mismo gesto pero no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida humana, que nuestra vida.


Fernando Savater, Las Preguntas de la Vida.













            




Filosofía Aquí y ahora: 
Heidegger y el ser para la muerte


                     


Mentira la Verdad: la Muerte

                     


Otras reflexiones:

miércoles, 15 de julio de 2015

Las distintas posturas filosóficas frente a la existencia de Dios

El Monoteísmo y el politeísmo




El monoteísmo es la creencia en la existencia de un solo Dios. El término proviene de dos palabras griegas: μόνος monos que significa "solo" y θέος theos que significa "Dios".

El monoteísmo contrasta con el politeísmo
que es la creencia en la existencia de varios dioses. La mayoría de los pueblos primitivos han tenido religiones politeístas, y muchas de ellas respetaban o incluso adoraban a los dioses de otros pueblos. En cambio, las religiones monoteístas suelen oponerse abiertamente a la creencia en cualquier otra deidad. Dios es solo uno, no hay otro, porque es perfecto y eterno.

El léxico filosófico presenta el monoteísmo como afirmación de la existencia de un solo Dios, trascendente, creador del mundo y todas las cosas. El mundo no puede concebirse ni existir sin Dios; pero en cambio Dios no necesita del mundo. La creación del mundo es un acto libre de la voluntad divina, un acto único, ya que crea tanto lo que existe actualmente, como lo que fue y será.

Otro de los atributos de Dios es que es un ser bondadoso, omnipresente (que está en todas partes y al mismo tiempo) inteligente e infinito.


EL    Panteísmo



El universo entero, la naturaleza y Dios son lo mismo.

El panteísmo es el sistema de creencia de quienes sostienen que la totalidad del universo es el único Dios. Esta cosmovisión y doctrina filosófica afirma que el universo entero, la naturaleza y Dios son lo mismo. Cada criatura existente, según el panteísmo, es una manifestación de Dios, que adopta forma humana, animal, vegetal, etc.

El panteísmo, de todas formas, no suele ser considerado como una religión, sino más bien como una  concepción del mundo o una filosofía, en el que el mundo es lo divino o una manifestación o emanación de Dios.

Varios de los principales pensadores de la historia de la humanidad son considerados panteístas. Heráclito, por ejemplo, sostenía que lo divino se encuentra presente en la totalidad de las cosas. Para Plotino, Dios es el principio del todo, aunque no el todo. En el estoicismo adquiere el carácter de logos o razón del universo, inmanente a la naturaleza, que contiene las raíces de todo y hacia donde retornan los diversos entes por inexorable necesidad. Dios es utilizado también como sinónimo de Destino. Giordano Bruno, por su parte, sostenía la existencia del alma del mundo, que es la forma general del universo. Para Baruch de Spinoza, por último, nada puede ser ni concebirse fuera de Dios:

«Por Dios entiendo el absolutamente infinito, es decir, la sustancia que consiste en una infinitud de atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita (...) fuera de Dios no puede existir ni puede concebirse ninguna sustancia».

No deja de asombrar que uno de los grandes científicos modernos, Albert Einstein, haya declarado que tiene la misma concepción de Dios que Spinoza. De ahí su empeño en separar el concepto de Dios del de religión.  En una escrito confiesa:

"No puedo imaginarme a un dios que premia y castiga a los objetos de su creación, cuyos propósitos han sido modelados bajo el suyo propio; un dios que no es más que el reflejo de la debilidad humana. Tampoco creo que el individuo sobreviva a la muerte de su cuerpo: esos no son más que pensamientos de miedo o egoísmo de lo mas ridículo."
"El Dios judío es una tentativa de fundar sobre el miedo una ley moral, es una tentativa lamentable y deshonrosa".



Fuentes: 
http://definicion.de/panteismo/  
http://www.taringa.net/post/ciencia-educacion/13371223/Que-pensaba-Albert-Einstein-sobre-Dios-la-religion-y.html
              

El panteísmo tiene una fuerte presencia en la ficción, dado que aparece de forma implícita o explícita en diversas obras de variada importancia a nivel internacional. Uno de los ejemplos más sobresalientes es la saga de películas Star Wars, que habla de La Fuerza, entendida como la energía que reside en todos los seres vivos del universo y que los conecta entre sí.

Por otro lado se encuentra Avatar, una de las películas más exitosas de los últimos tiempos, en la cual los extraterrestres tan característicos de esta obra maestra de James Cameron poseen una forma de entender la vida absolutamente panteísta. Earth Girl Arjuna, por su parte, es una serie japonesa de anime que también tiene una visión que gira en torno al panteísmo, dado que aborda la conexión que hay entre todos los elementos que forman parte del Planeta.




                                      Deísmo

"Es verdad, que un poco de filosofía inclina a la mente del hombre al ateísmo; pero la profundidad en la filosofía lleva a la mente del hombre a la religión."

Francis Bacon


Los deístas, en general,  creen en la existencia de algún ser superior, pero no practican ninguna religión, ni van a la Iglesia, ni rezan. También tienden a rechazar los eventos sobrenaturales (milagros, profecías, etc.) y a afirmar que Dios no interfiere en la vida de los humanos y las leyes del universo. Los hombres habitamos un mundo en el que la sucesión de los acontecimientos es tan precisa como el funcionamiento de un reloj. 

Dios es como un gran relojero, que creó al mundo con sus leyes, y luego lo dejó andando.

El Deísmo es una postura filosófica que postula la existencia de Dios, pero no por una cuestión de fe, sino de razones. El deísmo se popularizó en el siglo de las luces (iluminismo, s.XVIII) en el cual la ciencia creció a pasos agigantados y existía una gran confianza en la razón. No es de extrañar que uno de los grandes científicos , como Newton, haya dicho:

«este bellísimo sistema del sol, los planetas y los cometas solo podría proceder del consejo y el dominio de un Ser inteligente y  poderoso»

Los grandes descubrimientos científicos mostraban que el universo era como una máquina perfecta, regida por leyes sumamente rigurosas. La razón (y no la revelación, la fe o la tradición) puede conocerlas, y del mismo modo puede deducir la existencia de un ser superior, creador inteligente de este mundo con su orden. Sin embargo este ser superior no es el Dios antropomórfico de la fe cristiana.

El orden de la naturaleza es completamente uniforme y no está subordinado a milagros ni intervenciones divinas. Uno de los principales postulados de esta doctrina está basado en la creencia de que Dios existe y creó el universo físico, pero no interfiere con él.




Fideísmo



El Fideísmo consiste en la doctrina profesada por algunos religiosos, de que a Dios no se puede llegar por la razón, sino sólo por la fe. En la teología cristiana, el fideísmo es una de muchas perspectivas. Un sentido más amplio del término es que el fideísmo; al contrario del Deísmo, esencialmente enseña que el razonamiento es más o menos irrelevante a la creencia religiosa. Específicamente, el fideísmo enseña que los argumentos sobre la existencia de Dios son falaces e irrelevantes, y no tienen nada que ver con la teología cristiana.

Sus argumentos resumidamente son:

• La teología cristiana enseña que la gente es salvada por fe.
• Pero, si la existencia de Dios puede ser probada, tanto por empirismo como por uso de la lógica, la fe sería irrelevante.
• Ergo, si la teología cristiana es verdadera, ninguna prueba de la existencia de Dios es posible.

En general, entre los protestantes es donde se encuentran más frecuentemente actitudes fideístas. En relación a la Iglesia Católica, ésta considera equivocada esta postura, que menosprecia la capacidad de la razón, pero en la práctica se encuentran católicos que parecen sostenerla.


                                      Agnosticismo




           Cristo de San Juan de la Cruz, Salvador Dalí 


El agnosticismo es aquella postura filosófica o personal que considera inaccesible para el ser humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende o va más allá de lo experimentado o experimentable. El agnosticismo es una doctrina basada en observaciones y experiencias, y por lo tanto declara como inaccesible todo fenómeno que escape de la experimentación o reproducibilidad. En otras palabras, para un agnóstico, el valor de verdad de ciertas afirmaciones (particularmente las metafísicas respecto a la teología, el más allá, la existencia de Dios, dioses, deidades, o una realidad última) es incognoscible o, dependiendo de la variante de agnosticismo, imposible de adquirir su conocimiento debido a la naturaleza subjetiva de la experiencia.
En general, los agnósticos consideran que las religiones no son una parte esencial de la condición humana, pero sí de la cultura y de la historia humana.
Quienes profesan el agnosticismo no son necesariamente antirreligiosos, siendo el tipo ideal de agnóstico respetuoso con todas las creencias que proceden de una reflexión individual y honesta. El agnóstico entiende las creencias sobrenaturales solo como una opción personal de cada individuo, que él no comparte.
Los servicios de investigación demográfica normalmente incluyen a los agnósticos en la misma categoría que los ateos y personas no religiosas, aunque esto puede ser engañoso dependiendo del número de agnósticos teístas que se identifican primero como agnósticos y en segundo lugar como seguidores de una religión particular.
De esta forma, el agnóstico no niega la existencia de un dios, pero insiste en que ésta no es demostrable o que no se ajusta a los supuestos establecidos en las diversas religiones oficiales.
                             

                                      Ateísmo


El Ateísmo es, en un sentido amplio, la no creencia en deidades u otros seres sobrenaturales. En un sentido más estricto el ateísmo es la posición que sostiene la inexistencia de deidades. Algunos la definen como una doctrina o posición que rechaza el teísmo, que en su forma más general es la creencia en la existencia de, al menos, una deidad.

En un sentido amplio podría incluirse dentro de la definición de ateísmo, tanto las personas ateas, quienes explicitan la no existencia de dioses, como aquellas que, sin creer en su existencia, no tienen evidencia ni convicción para su refutación. En un sentido estricto se excluyen a estos últimos, denominados agnósticos, de la definición de ateos. Los agnósticos rechazan reconocerse como ateos o ateístas ya que consideran inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende la experiencia o simplemente irrelevante.

El término ateísmo incluye a aquellas personas que declaran no creer en ningún dios ni fuerza ni espíritu divino. Existen religiones, como el budismo que no mencionan la existencia de dios alguno y que, por consiguiente, son ateas o más correctamente no teístas.

Fuente original de fideismo, deismo , ateismo y agnosticismo: 

Nietzsche y su valoración del politeísmo





Nietzsche es un gran crítico del cristianismo, y de todas las religiones en general, ya que no son más que creaciones ficticias del hombre para dominar y domesticar a las bestias. Sin embargo valora de manera especial la creación de los dioses olímpicos por parte de los antiguos griegos. Desde su punto de vista, estas creaciones evidenciaba el tremendo afecto que le tenían estos hombres exuberantes a la vida, a diferencia del cristianismo que según sus propias palabras "desprecia la vida":

"Cristianismo ha sido desde un principio, esencial y fundamentalmente, asco y cansancio de la vida en la misma vida que se disfrazaba  bajo la fe en "otra" vida mejor."

Así interpreta Nietzsche el origen del cristianismo en su primer libro, El Origen de la Tragedia (Intento de Autocrítica) 

En el mismo se pregunta refiriéndose a los dioses griegos: "¿Cuál fue la enorme necesidad de que surgiera un grupo tan resplandeciente de seres olímpicos?" Y su respuesta es contundente: no es la debilidad, el dolor, el sufrimiento lo que llevó a estos hombres a crear sus divinidades, sino todo lo contrario; el amor a la vida, el exceso de fuerzas, la aceptación de esta vida, con sus alegrías y sus miserias. 

Cito textualmente un fragmento del Origen de la Tragedia, af. 3


"Quien se acerque a estos olímpicos llevando en su corazón una religión distinta y busque en ellos altura Ética, más aún, santidad, espiritualización incorpórea, misericordiosas miradas de amor, pronto tendrá que volverles las espaldas, disgustado y decepcionado. Aquí nada recuerda la ascética, la espiritualidad y el deber: aquí nos habla tan solo una existencia exuberante, más aún, triunfal, en la que está divinizado todo lo existente, lo mismo si es bueno que si es malo."