En el espejo de la muerte
Mi primera experiencia de la muerte se produjo cuando yo tenía unos siete años. Nos disponíamos a dejar las tierras altas del Este para viajar al Tíbet central. Samten, uno de los asistentes personales de mi maestro, era un monje maravilloso que fue muy bueno conmigo durante mi niñez. Tenía una cara resplandeciente, rolliza y redondeada, siempre a punto de esbozar una sonrisa. Debido a su buen carácter, era el favorito de todos en el monasterio. Mi maestro daba cada día enseñanzas e iniciaciones, y dirigía prácticas y rituales. Al terminar la jornada, yo solía reunir a mis amigos y organizaba una pequeña representación teatral en la que ponía en escena los acontecimientos de la mañana, y era Samten quien me prestaba siempre las vestiduras que había utilizado mi maestro durante el día. Jamás me negaba nada.
Pero entonces Samten cayó enfermo repentinamente, y pronto se hizo evidente que no iba a vivir. Tuvimos que aplazar la partida. Nunca olvidaré las dos semanas que siguieron. El rancio olor de la muerte lo cubría todo como una nube, y cada vez que pienso en aquellos días vuelvo a sentir ese olor. El monasterio estaba saturado de una intensa conciencia de la muerte. Sin embargo, la atmósfera no era en absoluto morbosa ni de temor; en presencia de mi maestro la muerte de Samten cobraba un significado especial. Se convertía en una enseñanza para todos nosotros.
Samten permanecía acostado junto a la ventana de un pequeño templo situado en la residencia de mi maestro. Yo sabía que estaba muriéndose. De vez en cuando iba a verlo y me sentaba un rato a su lado. Por entonces Samten ya no podía hablar, y me impresionaba el cambio que había experimentado su rostro, ya macilento y demacrado. Comprendí que iba a dejarnos y que no volveríamos a verlo más. Me sentía profundamente triste y solitario.
La muerte de Samten no fue fácil. El sonido de su laboriosa respiración nos seguía por todas partes, y podíamos oler la descomposición de su cuerpo. El monasterio se hallaba sumido en un silencio abrumador, roto únicamente por sus estertores. Todo estaba centrado en Samten. Sin embargo, aunque había tanto sufrimiento en su prolongada agonía, todos nos dábamos cuenta de que en lo más hondo tenía paz y confianza interior. Al principio no podía explicármelo, pero en seguida comprendí de dónde procedía esa sensación: de su fe y su preparación, y de la presencia de nuestro maestro. Y aunque seguí estando triste, supe entonces que si nuestro maestro estaba allí, todo acabaría siendo para bien, pues él podría guiar a Samten hacia la liberación. Más tarde llegué a saber que todo practicante sueña con morir ante su maestro y con tener la buena fortuna de ser guiado por él en el trance de la muerte.
Mientras Jamyang Khyentse guiaba serenamente a Samten en su muerte, le iba explicando una por una todas las fases del proceso por el que estaba pasando. Me asombraban la precisión de sus conocimientos y su confianza y serenidad. Cuando estaba presente, su serena confianza tranquilizaba aun a la persona más angustiada. En aquellos momentos, Jamyang Khyentse nos revelaba su intrepidez ante la muerte. No es que se tomara jamás la muerte a la ligera: a menudo nos decía que él le tenía miedo y nos recomendaba que no nos la tomáramos de un modo ingenuo o complaciente. ¿Qué era, entonces, lo que le permitía afrontar la muerte de una manera tan solemne y al mismo tiempo tan libre de cuidados, tan práctica pero tan misteriosamente despreocupada? Esta pregunta me fascinaba y me absorbía.
La muerte de Samten fue una conmoción para mí. A los siete años de edad, vislumbré por primera vez el enorme poder de la tradición en que se me estaba instruyendo y empecé a comprender el sentido de las prácticas espirituales. La práctica había conferido a Samten la aceptación de la muerte, así como una clara comprensión de que el sufrimiento y el dolor pueden formar parte de un profundo proceso natural de purificación. La práctica había conferido a mi maestro un conocimiento completo de lo que es la muerte, y una tecnología precisa para guiar a las personas en ese trance.
La Muerte en el Mundo Moderno
Cuando llegué a Occidente, me sorprendió el contraste entre las actitudes hacia la muerte con que me había criado y las que entonces encontré. A pesar de sus éxitos tecnológicos, la sociedad occidental carece de una verdadera comprensión de la muerte y de lo que ocurre durante la muerte y después de ella.
Descubrí que a la gente de hoy se le enseña a negar la muerte, y se les enseña que no significa otra cosa que aniquilación y pérdida.
Eso quiere decir que la mayor parte del mundo vive o bien negando la muerte o bien aterrorizado por ella. El mero hecho de hablar sobre la muerte se considera morboso, y muchas personas creen que el solo hecho de mencionarla es correr el riesgo de atraérsela. Otros contemplan la muerte con un buen humor ingenuo e irreflexivo, pensando que, por alguna causa desconocida, la muerte les irá bien y que no hay por qué preocuparse. Cuando pienso en estas personas recuerdo lo que dice un maestro tibetano: «La gente suele cometer el error de tomarse la muerte con frivolidad y pensar "Bueno, morirse es algo que le pasa a todo el mundo; no es nada grave, es un hecho natural. Todo irá bien". Esa una teoría muy bonita hasta que llega el momento de la muerte».
De estas dos actitudes hacia la muerte, una la considera algo de lo que hay que escabullirse y la otra algo que se resolverá por sí solo. ¡Qué lejos están las dos de comprender la verdadera importancia de la muerte!
Las grandes tradiciones espirituales del mundo, incluyendo por descontado el cristianismo, siempre han dicho claramente que la muerte no es el final. Todas transmiten la visión de alguna clase de vida venidera, que infunde un sentido sagrado a esta vida que estamos llevando ahora. Pero, a pesar de sus enseñanzas, la sociedad moderna es en gran medida un desierto espiritual en el que la mayor parte de la gente imagina que esta vida es lo único que existe. Carentes de toda fe auténtica en una vida posterior, son mayoría las personas que llevan una vida en último término desprovista de sentido.
He pensado a menudo en la manera en que algunos maestros budistas que conozco formulan una pregunta sencilla a quienes los abordan buscando sus enseñanzas: ¿Cree usted que hay una vida después de ésta? No se les pregunta si lo aceptan en cuanto proposición filosófica, sino más bien si lo sienten en lo profundo del corazón. El maestro sabe que si alguien cree en una vida después de ésta, toda su actitud ante la vida será distinta y tendrá un claro sentido de la moralidad y la responsabilidad personal. Lo que los maestros deben sospechar es que existe el peligro de que la gente que carece de una intensa creencia en una vida venidera acabe creando una sociedad centrada únicamente en los resultados a corto plazo, sin pararse a reflexionar en las consecuencias de sus actos. ¿Podría ser éste el motivo principal de que hayamos creado un mundo tan brutal como el que ahora ocupamos, un mundo en el que hay tan poca compasión?
La impermanencia
“No hay lugar en la tierra donde la muerte no pueda encontrarnos, por mucho que volvamos constantemente la cabeza en todas direcciones como si nos halláramos en una tierra extraña y sospechosa. [...] Si hubiese alguna manera de resguardarse de los golpes de la muerte, no soy yo aquel que no lo haría. [...] Pero es una locura pensar que se pueda conseguir eso. [...]
Los hombres vienen y van, trotan y danzan, y de la muerte ni una palabra. Todo muy bien. Sin embargo, cuando llega la muerte, a ellos, a sus esposas, sus hijos, sus amigos, y los sorprende desprevenidos, ¡qué tormentas de pasión los abruman entonces, qué llantos, qué furor, qué desesperación! [...]
Para empezar a privar a la muerte de su mayor ventaja sobre nosotros, adoptemos una actitud del todo opuesta a la común; privemos a la muerte de su extrañeza, frecuentémosla, acostumbrémonos a ella; no tengamos nada más presente en nuestros pensamientos que la muerte. [...] No sabemos dónde nos espera la muerte: así pues, esperémosla en todas partes. Practicar la muerte es practicar la libertad. El hombre que ha aprendido a morir ha desaprendido a ser esclavo”
Montaigne
¿Por qué exactamente nos asusta tanto la muerte que nos negamos en redondo a contemplarla?
¿Por qué vivimos en tal terror a la muerte?
Quizá la razón más profunda de que temamos a la muerte es que ignoramos quiénes somos. Creemos en una identidad personal, única e independiente, pero, si nos atrevemos a examinarla, comprobamos que esta identidad depende por completo de una interminable colección de cosas que la sostienen: nuestro nombre, nuestra «biografía», nuestras parejas y familiares, el hogar, los amigos, las tarjetas de crédito... Es de este frágil y efímero sostén de lo que depende nuestra seguridad. Así que, cuando se nos quite todo eso, ¿tendremos idea de quiénes somos en realidad?
Sin nuestras propiedades conocidas, quedamos cara a cara con nosotros mismos: una persona a la que no conocemos, un extraño inquietante con quien hemos vivido siempre pero al que en el fondo nunca hemos querido tratar. ¿Acaso no es ese el motivo de que tratemos de llenar cada instante de ruido y actividad, por aburrida y trivial que sea, para evitar quedarnos a solas y en silencio con ese desconocido?
¿Y no apunta eso hacia algo fundamentalmente trágico en nuestro estilo de vida? Vivimos bajo una identidad asumida en un neurótico mundo de cuento de hadas que no tiene más realidad que la Tortuga de Alicia en el País de las Maravillas. Hipnotizados por el entusiasmo de construir, hemos edificado la casa de nuestra vida sobre cimientos de arena. Este mundo puede parecer maravillosamente convincente hasta que la muerte nos destruye la ilusión y nos saca de nuestro escondite. ¿Qué será entonces de nosotros si no tenemos la menor idea de ninguna realidad más profunda?
Cuando muramos lo dejaremos todo atrás, sobre todo este cuerpo al que tanto hemos apreciado, en el que tan ciegamente hemos confiado y al que con tantos esfuerzos hemos procurado mantener vivo. Pero la mente no es más fiable que el cuerpo. Fíjese unos minutos en su mente. Comprobará que es como una pulga, que no cesa de saltar de un lado a otro. Verá que los pensamientos surgen sin ningún motivo, sin ninguna relación.
Arrastrados por el caos de cada instante, somos víctimas de la volubilidad de nuestra mente. Si éste es el único estado consciente con el que estamos familiarizados, confiar en nuestra mente en el momento de la muerte es una apuesta absurda.
El gran Engaño
La mayoría vivimos así; vivimos según un plan preestablecido. Pasamos la juventud educándonos. Luego buscamos un trabajo, conocemos a alguien, nos casamos y tenemos hijos. Compramos una casa, procuramos que nuestro negocio tenga éxito, intentamos realizar sueños, como tener una casa de campo o un segundo automóvil. Nos vamos de vacaciones con nuestras amistades. Hacemos proyectos para la jubilación. Los mayores dilemas que algunos de nosotros hemos de enfrentar son dónde pasar las próximas vacaciones o a quién invitar por Navidad.
Nuestra vida es monótona, mezquina y repetitiva, desperdiciada en la persecución de lo banal, porque al parecer no conocemos nada mejor.
El ritmo de nuestra vida es tan acelerado que lo último en que se nos ocurriría pensar es en la muerte. Sofocamos nuestro miedo secreto a la impermanencia rodeándonos de más y más bienes, de más y más cosas, de más y más comodidades, hasta que nos vemos convertidos en sus esclavos. Necesitamos todo nuestro tiempo y toda nuestra energía simplemente para mantenerlos. Nuestra única finalidad en la vida pronto se convierte en conservarlo todo tan seguro y a salvo como sea posible. Cuando se produce algún cambio, buscamos el remedio más rápido, alguna solución ingeniosa y provisional. Y así, a la deriva, va pasando nuestra vida hasta que una enfermedad grave u otra calamidad nos saca de nuestro estupor.
Por otra parte, no es que dediquemos mucho tiempo ni mucha reflexión a esta vida, tampoco. Piense en esas personas que trabajan durante años y luego tienen que retirarse, sólo para descubrir que no saben qué hacer con su vida a medida que envejecen y se acerca la muerte. Aunque mucho hablamos de ser prácticos, ser práctico en Occidente significa ser miopes, muchas veces necia o egoístamente. Nuestra miope concentración en esta vida, y sólo en esta vida, es el gran engaño, el origen del sombrío y destructivo materialismo del mundo moderno. No se habla de la muerte ni se habla de la vida tras la muerte porque se hace creer a la gente que hablar de estas cosas sólo sirve para estorbar nuestro «progreso» en el mundo. Sin embargo, si nuestro deseo más profundo es vivir y seguir viviendo, ¿por qué insistimos ciegamente en que la muerte es el fin? ¿Por qué no intentamos al menos explorar la posibilidad de que exista una vida más allá? ¿Por qué, si somos tan pragmáticos como pretendemos, no empezamos a preguntarnos seriamente dónde está nuestro futuro real? Después de todo, nadie vive más de cien años. Y después de eso se extiende toda la eternidad, sin ser tenida en cuenta...
Desvalidos, vemos cómo se nos llenan los días de llamadas telefónicas y proyectos triviales, de responsabilidades y responsabilidades...
¿O no deberíamos llamarlas «irresponsabilidades»? Parece que nuestra vida nos vive, que posee su propio impulso imprevisible, que se nos lleva; en último término, nos parece que no tenemos elección ni control sobre ella. Naturalmente, esto a veces nos hace sentir mal, tenemos pesadillas y despertamos sudorosos, preguntándonos: «¿Qué estoy haciendo de mi vida?». Pero nuestros temores sólo duran hasta la hora del desayuno; aparece el maletín y volvemos a estar donde empezamos.
El viaje por la Vida y la Muerte
Desde el punto de vista budista, la vida y la muerte son un todo único, en el cual la muerte es el comienzo de otro capítulo de la vida. La muerte es un espejo en el que se refleja todo el sentido de la vida.
En esta enseñanza maravillosa, encontramos la totalidad de la vida y la muerte presentada conjuntamente como una serie de realidades transitorias y en constante cambio llamadas bardos. La palabra bardo se utiliza corrientemente para designar el estado intermedio entre la muerte y el renacimiento (…) son coyunturas en las que se intensifica la posibilidad de liberación o Iluminación.
Yo me figuro un bardo como el momento en que se avanza hacia el borde del precipicio; un momento así, por ejemplo, ocurre cuando un maestro le expone a un discípulo la naturaleza esencial, original e íntima de su propia mente. De estos momentos, no obstante, el mayor y el más cargado es el de la muerte.
Así pues, según el punto de vista del budismo tibetano, podemos dividir toda nuestra existencia en cuatro realidades
continuamente entrelazadas: l) la vida, 2) el morir y la muerte, 3) después de la muerte y 4) el renacimiento. Se las conoce como los cuatro bardos: l) el bardo natural de esta vida, 2) el bardo doloroso del morir, 3) el bardo luminoso de dharmata y 4) el bardo kármico del devenir.
¿Desde qué fuente, con qué autoridad puede escribirse entonces un libro como éste? La «ciencia interior» del budismo se basa, como lo expresa un estudioso de Estados Unidos, «en un completo y cabal conocimiento de la realidad, en una profunda y ya experimentada comprensión del yo y el entorno; es decir, en la Iluminación completa de Buda»
Las enseñanzas sobre el bardo explican con precisión lo que ocurrirá si nos preparamos para la muerte y lo que ocurrirá si no lo hacemos. La elección no podría estar más clara. Si nos negamos a aceptar la muerte ahora, cuando aún estamos vivos, lo pagaremos muy caro durante toda nuestra vida, en el momento de la muerte y después de ella. Los efectos de tal negativa repercutirán sobre esta vida y sobre todas las vidas por venir.
No podremos vivir plenamente; quedaremos aprisionados justamente en aquel aspecto de nosotros mismos que debe morir.
Sin embargo, el mensaje fundamental de las enseñanzas budistas es que, si estamos preparados, existe una enorme esperanza, tanto en la vida como en la muerte. Para la persona que se ha preparado y ha practicado, la muerte llega no como una derrota, sino como un triunfo, el momento más glorioso que corona toda la vida.
SOGYAL RIMPOCHÉ
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