martes, 1 de octubre de 2019

"No hay futuro"


¿Qué estás diciendo cuando escribes en tu pupitre «No hay futuro»?  Michel Onfray (2001), Antimanual de filosofía, EDAF, Cap. 6, La historia. 


Que os aburrís en clase, que os gustaría estar en otra parte, que no experimentáis gran placer en el momento actual, y que el futuro os da mala espina. De hecho, grabando ese texto sobre vuestro pupitre (evitadlo, eso no cambia nada, mejor aprended a soñar mirando por la ventana o rascad un trozo de pintura desconchada de la pared...) ilustráis -¿lo sabíais?- una concepción nihilista (en la que prima la nada) de la historia, habitual en los pensadores pesimistas, para quienes lo real se repite indefinidamente y reitera las realidades ya conocidas, ya vividas, sin originalidad, siendo lo peor siempre seguro; no esperáis más que la catástrofe, lo real está marcado por la entropía (una degradación debida a la pérdida regular de energía en el movimiento).

Otros, más optimistas, creen, al contrario, que la historia cumple un plan, que tiene un sentido y obedece a leyes precisas susceptibles de ser descubiertas y fijadas por una ciencia. Según ellos, la historia tiene origen, un desarrollo, un presente, se dirige hacia una meta y todo acontecimiento contribuye a la realización de algo con sentido. El pasado del que provenimos, la realidad en la que nos encontramos, el futuro hacia el que nos dirigimos  proporcionan puntos que, después de ser enlazados, trazan una línea recta. Más aún, esta línea recta es ascendente: va de lo menos a lo más, de lo peor a lo mejor, de lo simple a lo elaborado, de la guerra a la paz, del vicio a la virtud, de lo negativo a lo positivo.

En nombre de Dios

Entre los que sostienen esta creencia, encontramos a Agustín (354-430) y Tomás de Aquino (1225-1274), el par de santos de vuestro programa oficial de autores, pero también a Bossuet (1627-1704), los contrarrevolucionarios Joseph Maistre (1753-1821), Louis de Bonald (1754-1840)... Los cristianos son, en cierta manera, los inventores de esta lectura lineal del tiempo histórico. Para ellos, el motor de la historia, sin ningún genero de duda, es Dios: él quiere lo que adviene, decide todo, hasta el mínimo detalle. Cada fragmento de la historia proviene de su voluntad, incluso si, a priori, puede parecer impermeable o difícil de descodificar. Los caminos del Señor son impenetrables. Tengámosle confianza, él sabe lo que quiere y no ignora dónde va. Dios es omnipotente (lo puede todo), omnipresente (está en todas partes) y omnisciente (lo sabe todo): nada, así, puede escapársele. Demasiado al corriente de todo, demasiado enterado de todo...

Pero las guerras, las masacres, el odio, ¿también Dios lo querría así? Sí, incluso si el espíritu humano es demasiado limitado o estrecho para comprender lo que Dios tiene en la cabeza, lo negativo desempeña un papel, tiene su utilidad. En principio, porque el mundo, como criatura de un creador perfecto, no puedo ser más que perfecto. Ahora bien, para serlo, le hace falta poseerlo todo. Un mundo al que faltara alguna cosa sería incompleto, por lo tanto, imperfecto. En consecuencia, no podría ser la digna criatura de un creador perfecto. El mal tiene así su lugar: muestra que, en lo real, todo manifiesta la excelencia de la voluntad divina.

Por otro lado, de un mal puede provenir un bien, de lo negativo puede surgir lo positivo: ¿y si el espectáculo de las miserias del mundo, de la miseria del hombre sin Dios, hiciera desear otro mundo, ese mundo de Dios? ¿Y si la sombra de la Ciudad Terrestre presentara la utilidad de hacer parecer luminosa la Cuidad Celeste? ¿Y si la sangre vertida sobre la tierra preparara el advenimiento de Dios, su tiempo, su reino, como reemplazo del mundo de los hombres, en verdad demasiado imperfecto? No olvidemos el pecado original: Dios ha creado al hombre libre, pero este, pecando, ha hecho un mal uso de su libre arbitrio. El mal no es tanto una invención de Dios como la consecuencia de la elección de los hombres. En la historia, el mal depende de los hombres, en cambio, la salvación procede de Dios -pero fuera de la historia del tiempo humano.

Esta concepción teológica de la historia como escatología (anuncio de un tiempo mejor por venir, más tarde, con el final de la historia) se encuentra en los que sostienen una concepción laica -Condorcet (1743-1794), Kant (1724-1804), Hegel (1770-1831), Marx (1818-1893), Engels (1820-1895), Lenin (1870-1924), Mao (1893-1976), principalmente-, marcada también por el anuncio de tiempos futuros felices. El sentido de la historia, el advenimiento de un mundo maravilloso, la identificación de un único motor de lo real, he ahí las ideas defendidas por los filósofos de la historia de la Revolución Francesa (xvni), de la revolución industrial (xix) y de las revoluciones proletarias (xx). Para ellos, la historia progresa indefinidamente. Ciertamente, no lo percibimos con claridad, no siempre comprendemos por qué pasan las cosas, pero esa falta remite al espíritu limitado de los hombres.

¿Millares de personas son guillotinadas en nombre de los derechos del hombre durante la Revolución Francesa? ¿Se deporta a los pobres, a las clases desvalidas y explotadas a los gulags en nombre de la anunciada felicidad? Es por el progreso de la humanidad. Son peripecias sin importancia en comparación con el movimiento general de la historia que, lejos de todos esos detalles, conduce hacia una sociedad ideal y perfecta. En cada momento lo negativo desempeña un papel accesorio dentro de un movimiento general esencial y positivo. Algunos muertos no pueden entorpecer el curso ideal de la historia... Se habla entonces de una concepción dialéctica de la historia: el sentido de la totalidad prima sobre lo que compone lo real en un momento concreto.

¿Flecha o círculo?

Los partidarios de Dios o de la razón, que se encarnan en lo real, ilustran una versión optimista de la filosofía de la historia. Al escribir «no future» en vuestros pupitres -si estáis en ellos-, ilustráis su versión pesimista, lo que supone una concepción del tiempo no en flecha ascendente, sino en círculo cerrado sobre sí mismo. Como los budistas que en Oriente creen en el eterno retorno de las cosas, en la repetición sin fin del acontecimiento una vez ha tenido lugar, vosotros os inscribís en esa lectura trágica de la historia: lo que es, ya ha tenido lugar, y lo que tuvo lugar una vez se repetirá hasta el fin de los tiempos. Siempre hay, ha habido y habrá guerras, sangre, masacres, explotadores y explotados, dominantes y dominados, dueños y esclavos, y nada puede interrumpir ese movimiento perpetuo.

De la piedra tallada al teléfono móvil, el progreso técnico parece incuestionable; de la impotencia de los hombres ante la enfermedad a las opera clones quirúrgicas asistidas por ordenador, de una esperanza de vida irrisoria en el pasado a la de las sociedades modernas, se constata una evidente mejora de las cosas. Los niños ya no trabajan en las minas, al menos en Occidente, las mujeres son ciudadanas, ya no se encadena a la población de color a la que hasta hace poco tiempo incluso se le denegaba el derecho de tener un alma, los judíos ya no son marginados de la sociedad, y su ataque suscita la protesta de la mayoría, los homosexuales no son quemados en la plaza pública, sino que ahora tienen la posibilidad de constituir una pareja de hecho2, la explotación de los obreros ha dejado de ser considerada normal y defendible: la pulsión de vida ha ganado terreno. Sin embargo, la historia no está solo labrada por la pulsión de vida.

También está habitada por la pulsión de muerte, que no ha retrocedido demasiado. Debéis evitar el imaginar su hipotética y definitiva desaparición del planeta. Seamos lúcidos, es una componente que no se puede desarraigar de la naturaleza humana, pero se ha hecho más evidente. Freud (1856-1939) mostró que existe y agita los movimientos históricos en superficie y en profundidad: la conocemos, la vemos, podemos conjurarla, contenerla, luchar violentamente contra ella, precavernos. Los optimistas ven la historia como un constante progreso; los pesimistas como una constante regresión; los trágicos tratan de ver lo real como es: una mezcla inextricable de pulsión de vida y pulsión de muerte.





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