miércoles, 28 de junio de 2017

Kant, Fundamentación metafísica de las costumbres

Capítulo primero -selección de fragmentos-

La Buena Voluntad

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción, y así parece constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices.


La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma.


La razón


Ahora bien; si en un ser que tiene razón y una voluntad, fuera el fin propio de la naturaleza su conservación, su bienandanza, en una palabra, su felicidad, la naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la criatura para encargarla de realizar aquel su propósito. Pues todas las acciones que en tal sentido tiene que realizar la criatura y la regla toda de su conducta se las habría prescrito con mucha mayor exactitud el instinto; y éste hubiera podido conseguir aquel fin con mucha mayor seguridad que la razón puede nunca alcanzar.


Otro y mucho más digno propósito y fin de la existencia, para el cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la razón.


Resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma.



El deber

Estriba el valor del carácter moral (...) en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.


Para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber.


Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. 


También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber (...) sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación (inmediata) le empuja a ello. En efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. 


Por ejemplo: es, desde luego, conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto (....) sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía (...) Así, pues, la acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.


Estriba el valor del carácter moral (...) en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber. Una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito (meta) que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer.




El imperativo categórico


La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, la formularía yo de esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. 


Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? 


No queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general -que debe ser el único principio de la voluntad-; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal.


Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? Fácilmente hago aquí la diferencia que puede comportar la significación de la pregunta: de si es prudente o de si es conforme al deber hacer una falsa promesa. Veo muy bien que no es bastante el librarme, por medio de ese recurso, de una perplejidad presente, sino que hay que considerar detenidamente si no podrá ocasionarme luego esa mentira muchos más graves contratiempos que estos que ahora consigo eludir (...) Ahora bien; es cosa muy distinta ser veraz por deber de serlo o serlo por temor a las consecuencias perjudiciales (...) para resolver de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo:

"¿me daría yo por satisfecho si mi máxima -salir de apuros por medio de una promesa mentirosa- debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo?"

Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento, o si, por precipitación lo hicieren, pagaríanme con la misma moneda; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma.


Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno (...) bástame preguntar: ¿puedes creer que tu máxima se convierta en ley universal?



El deber Vs. las inclinaciones


¡Qué magnífica es la inocencia! Pero ¡qué desgracia que no se pueda conservar bien y se deje fácilmente seducir!

El hombre siente en sí mismo una poderosa fuerza contraria a todos los mandamientos del deber, que la razón le presenta tan dignos de respeto.

Consiste esa fuerza contraria en sus necesidades y sus inclinaciones, cuya satisfacción total comprende bajo el nombre de felicidad.

Ahora bien; la razón ordena sus preceptos, sin prometer con ello nada a las inclinaciones




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