jueves, 16 de julio de 2020

Nietzsche. Los guerreros y los sacerdotes

           La genealogía de la moral. Un escrito polémico. 

                          -Selección de fragmentos-



Prólogo, 3.

Dada mi peculiar inclinación a cavilar sobre ciertos problemas, inclinación que yo confieso a disgusto -pues se refiere a la moral, a todo lo que hasta ahora se ha ensalzado en la tierra como moral- y que en mi vida apareció tan precoz, tan espontánea, tan incontenible, tan en contradicción con mi ambiente, con mi edad, con los ejemplos recibidos, con mi procedencia, que casi tendría derecho a llamarla mi a priori, - tanto mi curiosidad como mis sospechas tuvieron que detenerse tempranamente en la pregunta sobre qué origen tienen propiamente nuestro bien y nuestro mal. De hecho, siendo yo un muchacho de trece años me acosaba ya el problema del origen del mal: a él le dediqué, en una edad en que se tiene «el corazón dividido a partes iguales entre los juegos infantiles y Dios», mi primer juego literario de niño, mi primer ejercicio de caligrafía filosófica -y por lo que respecta a la «solución» que entonces di al problema, otorgué a Dios, como es justo, el honor e hice de él el Padre del Mal. (…)

 Un poco de aleccionamiento histórico y filológico, y además una innata capacidad selectiva en lo que respecta a las cuestiones psicológicas en general, transformaron pronto mi problema en este otro: ¿en qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras bueno y malvado?, ¿y qué valor tienen ellos mismos? ¿Han frenado o han estimulado hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo de indigencia, de empobrecimiento, de degeneración de la vida? ¿O, por el contrario, en ellos se manifiestan la plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida, su valor, su confianza, su futuro? (…)

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(…) Necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores -y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquéllos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron (la moral como consecuencia, como síntoma, como máscara, como tartufería, como enfermedad, como malentendido; pero también la moral como causa, como medicina, como estímulo, como freno, como veneno), un conocimiento que hasta ahora ni ha existido ni tampoco se lo ha siquiera deseado. (…)

Tratado primero: “Bueno y malvado”, “bueno y malo”

“El guerrero tiene las virtudes del cuerpo; el sacerdote inventa el espíritu».” Fink

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(…) Fueron «los buenos» mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos de la distancia es como se arrogaron el derecho de crear valo­res, de acuñar nombres de valores: ¡qué les importaba a ellos la utilidad! (…)
A este origen se debe el que, de an­temano, la palabra «bueno» no esté en modo alguno liga­da necesariamente a acciones «no egoístas»: como creen supersticiosamente aquellos genealogistas de la moral. Antes bien, sólo cuando los juicios aristocráticos de valor declinan es cuando la antítesis «egoísta» «no egoísta» se impone cada vez más a la conciencia humana, –– para ser­virme de mi vocabulario, es el instinto de rebaño el que con esa antítesis dice por fin su palabra (e incluso sus pa­labras). Pero aun entonces ha de pasar largo tiempo hasta que de tal manera predomine ese instinto, que la aprecia­ción de los valores morales quede realmente prendida y atascada en dicha antítesis (como ocurre, por ejemplo, en la Europa actual: hoy el prejuicio que considera que «mo­ral», «no egoísta», «désintéressé» son conceptos equiva­lentes domina ya con la violencia de una «idea fija» y de una enfermedad mental).

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(…) ¿Quién nos garantiza que la mo­derna democracia, el todavía más moderno anarquismo y, sobre todo, aquella tendencia hacia la commune [comuna], hacia la forma más primitiva de sociedad, tendencia hoy propia de todos los socialistas de Europa, no significan en lo esencial un gigantesco contragolpe ––y que la raza de los conquistadores y señores, la de los arios, no está sucum­biendo incluso fisiológicamente?

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–– La indicación de cuál es el camino correcto me la propor­cionó el problema referente a qué es lo que las designacio­nes de lo «bueno» acuñadas por las diversas lenguas pretenden propiamente significar en el aspecto etimológico: encontré aquí que todas ellas remiten a idéntica metamor­fosis conceptual, –– que, en todas partes, «noble», «aristo­crático» en el sentido estamental, es el concepto básico a partir del cual se desarrolló luego, por necesidad, «bueno» en el sentido de «anímicamente noble», de «aristocráti­co», de «anímicamente de índole elevada», «anímicamen­te privilegiado»: un desarrollo que marcha siempre para­lelo a aquel otro que hace que «vulgar», «plebeyo», «bajo», acaben por pasar al concepto «malo». El más elocuente ejemplo de esto último es la misma palabra alemana «malo» (schlechz): en sí es idéntica a «simple» (schlicht)
Creo estar autorizado a interpretar el latín bonus [bueno] en el sentido de «el gue­rrero» (5)

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–– Ya se habrá adivinado que la manera sacerdotal de valorar puede desviarse muy fácilmente de la caballeresco––aristo­crática y llegar luego a convertirse en su antítesis; en espe­cial impulsa a ello toda ocasión en que la casta de los sacer­dotes y la casta de los guerreros se enfrentan a causa de los celos y no quieren llegar a un acuerdo sobre el precio a pa­gar. Los juicios de valor caballeresco––aristocráticos tienen como presupuesto una constitución física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante, junto con lo que condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, la guerra, las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en gene­ral, todo lo que la actividad fuerte, libre, regocijada lleva consigo. La manera noble––sacerdotal de valorar tiene ––lo hemos visto–– otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando aparece la guerra! Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más malvados ––¿por qué? Porque son los más impotentes. A causa de esa impotencia el odio crece en ellos hasta convertirse en algo monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y más venenoso. Los máximos odiadores de la historia universal, también los odiadores más ricos de es­píritu, han sido siempre sacerdotes ––comparado con el espí­ritu de la venganza sacerdotal, apenas cuenta ningún otro espíritu. La historia humana sería una cosa demasiado estú­pida sin el espíritu que los impotentes han introducido en ella: –– tomemos en seguida el máximo ejemplo. Nada de lo que en la tierra se ha hecho contra «los nobles», «los violen­tos», «los señores», «los poderosos», merece ser menciona­do si se lo compara con lo que los judíos han hecho contra ellos: los judíos, ese pueblo sacerdotal, que no ha sabido to­mar satisfacción de sus enemigos y dominadores más que con una radical transvaloración 24 de los valores propios de éstos, es decir, por un acto de la más espiritual venganza. Esto es lo único que resultaba adecuado precisamente a un pueblo sacerdotal, al pueblo de la más refrenada ansia de venganza sacerdotal. Han sido los judíos los que, con una consecuencia lógica aterradora, se han atrevido a invertir la identificación aristocrática de los valores (bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han manteni­do con los dientes del odio más abismal (el odio de la impo­tencia) esa inversión, a saber, «¡los miserables son los bue­nos; los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los de­formes son también los únicos piadosos, los únicos bendi­tos de Dios, únicamente para ellos existe bienaventuranza, –– en cambio vosotros, vosotros los nobles y violentos, voso­tros sois, por toda la eternidad, los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis también eternamente los desventurados, los malditos y condenados!...» Se sabe quien ha recogido la herencia de esa transvaloración judía... A propósito de la iniciativa monstruosa y desmesuradamente funesta asumida por los judíos con esta declaración de guerra, la más radical de todas, recuerdo la frase que escribí en otra ocasión (Más allá del bien y del mal)25 ––a saber, que con los judíos comienza en la moral la rebelión de los esclavos: esa rebe­lión que tiene tras sí una historia bimilenaria y que hoy nosotros hemos perdido de vista tan sólo porque –– ha re­sultado vencedora...

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(…) Del tronco de aquel árbol de la venganza y del odio, del odio judío ––el odio más profundo y sublime, esto es, el odio creador de ideales, modificador de valores, que no ha tenido igual en la tierra––, brotó algo igualmente in­comparable, un amor nuevo, la más profunda y sublime de todas las especies de amor: –– ¿y de qué otro tronco habría podido brotar?...

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(…) «los escla­vos», o «la plebe», o «el rebaño», o como usted quiera lla­marlo–– ha vencido, y si esto ha ocurrido por medio de los judíos, ¡bien!, entonces jamás pueblo alguno tuvo misión más grande en la historia universal. «Los señores» están li­quidados; la moral del hombre vulgar ha vencido. (…)

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La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un “fuera”, a un “otro”, a un “no-yo”; y ese no es lo que constituye su acción creadora. (…)
Mientras que el hombre noble vive con confianza y franqueza frente a sí mismo (γενναϊος, «aristócrata de nacimiento», subraya la nuance [matiz] «franco» y también sin duda «ingenuo»), el hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni honesto y derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamen­te. Una raza de tales hombres del resentimiento acabará ne­cesariamente por ser más inteligente que cualquier raza no­ble, venerará también la inteligencia en una medida del todo distinta: a saber, como la más importante condición de existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteli­gencia fácilmente tiene un delicado dejo de lujo y refina­miento: –– en éstos precisamente no es la inteligencia ni mu­cho menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores o inclu­so una cierta falta de inteligencia, así por ejemplo el vale­roso lanzarse a ciegas, bien sea al peligro, bien sea al ene­migo, o aquella entusiasta subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos las almas no­bles. (…)

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(…) Allí disfru­tan la libertad de toda constricción social, en la selva se des­quitan de la tensión ocasionada por una prolongada reclu­sión y encierro en la paz de la comunidad, allí retornan a la inocencia propia de la conciencia de los animales rapaces, cual monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura estudiantil, convencidos de que de nuevo tendrán los poe­tas, por mucho tiempo, algo que cantar y que ensalzar. Re­sulta imposible no reconocer, a la base de todas estas razas nobles, el animal de rapiña, la magnífica bestia rubia, que vagabundea codiciosa de botín y de victoria; de cuando en cuando esa base oculta necesita desahogarse, el animal tie­ne que salir de nuevo fuera, tiene que retornar a la selva: –– las aristocracias romana, árabe, germánica, japonesa, los héroes homéricos, los vikingos escandinavos –– todos ellos coinciden en tal imperiosa necesidad. Son las razas nobles las que han dejado tras sí el concepto «bárbaro» por todos los lugares por donde han pasado (…)
Su indiferencia y su desprecio de la seguridad, del cuerpo, de la vida, del bienestar, su horrible jovialidad y el profundo placer que sienten en destruir, en todas las voluptuosidades del triunfo y de la crueldad –– todo esto se concentró, para quienes lo padecían, en la imagen del «bárbaro», del «enemigo malvado» (…)
(…) Durante siglos contempló Europa el furor de la rubia bestia germánica (aunque entre los antiguos germanos y nosotros los alemanes apenas sub­sista ya afinidad conceptual alguna y menos aún un paren­tesco de sangre).

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(…) Hoy no vemos nada que as­pire a ser más grande, barruntamos que descendemos cada vez más abajo, más abajo, hacia algo más débil, más manso, más prudente, más plácido, más mediocre, más indiferente, más chino, más cristiano ––el hombre, no hay duda, se vuelve cada vez «mejor» ... Justo en esto reside la fatalidad de Europa­al perder el miedo al hombre hemos perdido también el amor a él, el respeto a él, la esperanza en él, más aún, la voluntad de él. Actualmente la visión del hombre cansa –– ¿qué es hoy el ni­hilismo si no es eso?... Estamos cansados de el hombre...

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––Mas volvamos atrás: el problema del otro origen de lo “bueno” tal como se lo ha imaginado el hombre del resentimiento exige llegar a su final. ––El que los corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar (…) Cuando los oprimidos, los pisoteados, los violen­tados se dicen, movidos por la vengativa astucia propia de la impotencia: «¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos buenos! Y bueno es todo el que no violenta, el que no ofende a nadie, el que no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la venganza a Dios, el cual se mantiene en lo oculto igual que nosotros, y evita todo lo malvado, y exige poco de la vida, lo mismo que nosotros los pacientes, los hu­mildes, los justos» –– esto, escuchado con frialdad y sin nin­guna prevención, no significa en realidad más que lo si­guiente: «Nosotros los débiles somos desde luego débiles; conviene que no hagamos nada para lo cual no somos bas­tante fuertes» –– pero esta amarga realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango, poseída incluso por los insectos (los cuales, cuando el peligro es grande, se fingen muertos para no hacer nada «de más»), se ha vestido, gra­cias a ese arte de falsificación y a esa automendacidad pro­pias de la impotencia, con el esplendor de la virtud renun­ciadora, callada, expectante, como si la debilidad misma del débil ––es decir, su esencia, su obrar, su entera, única, inevitable, indeleble realidad–– fuese un logro voluntario, algo querido, elegido, una acción, un mérito.

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–– ¿Quiere alguien mirar un poco hacia abajo, al misterio de cómo se fabrican ideales en la tierra? ¿Quién tiene valor para ello?... ¡Bien! He aquí la mirada abierta a ese oscuro ta­ller. Espere usted un momento, señor Indiscreción y Teme­ridad: su ojo tiene que habituarse antes a esa falsa luz cam­biante... ¡Así! ¡Basta! ¡Hable usted ahora! ¿Qué ocurre allá abajo? Diga usted lo que ve, hombre de la más peligrosa cu­riosidad ––ahora soy yo el que escucha. ––
––«No veo nada, pero oigo tanto mejor. Es un chismorreo y un cuchicheo cauto, pérfido, quedo, procedente de todas las esquinas y rincones. Me parece que esa gente miente; una dulzona suavidad se pega a cada sonido. La debilidad debe ser mentirosamente transformada en mérito, no hay duda –– es como usted lo decía. » ––
––¡Siga!
––« ... y la impotencia, que no toma desquite, en ‘bondad’; la temerosa bajeza, en ‘humildad’; la sumisión a quienes se odia, en ‘obediencia’ (a saber, obediencia a alguien de quien dicen que ordena esa sumisión, –– Dios le llaman). Lo ino­fensivo del débil, la cobardía misma, de la que tiene mucha, su estar––aguardando––a––la––puerta, su inevitable tener––que­aguardar, recibe aquí un buen nombre, el de ‘paciencia’, y se llama también la virtud; el no––poder––vengarse se llama no­querer––vengarse, y tal vez incluso perdón (‘pues ellos no sa­ben lo que hacen 29 –– ¡únicamente nosotros sabemos lo que ellos hacen!). También habla esa gente del ‘amor a los pro­pios enemigos’ 30 ––y entre tanto suda.»
––¡Siga!
––«Son miserables, no hay duda, todos esos chismorreado­res y falsos monederos de las esquinas, aunque están acurru­cados calentándose unos junto a otros –– pero me dicen que su miseria es una elección y una distinción de Dios, que a los pe­rros que más se quiere se los azota; que quizás esa miseria sea también una preparación, una prueba, una ejercitación, y acaso algo más –– algo que alguna vez encontrará su compen­sación, y será pagado con enormes intereses en oro, ¡no!, en felicidad. A eso lo llaman ‘la bienaventuranza’.»
––¡Siga!
––«Ahora me dan a entender que ellos no sólo son mejo­res que los poderosos, que los señores de la tierra, cuyos esputos ellos tienen que lamer (no por temor, ¡de ninguna manera por temor!, sino porque Dios manda honrar toda autoridad) 31, –– que ellos no sólo son mejores, sino que tam­bién ‘les va mejor’, o, en todo caso, alguna vez les irá mejor. Pero ¡basta!, ¡basta! Ya no lo soporto más. ¡Aire viciado! ¡Aire viciado! Ese taller donde se fabrican ideales ––me pare­ce que apesta a mentiras.»
––¡No! ¡Un momento todavía! Aún no nos ha dicho usted nada de la obra maestra de esos nigromantes que con todo lo negro saben construir blancura, leche e inocencia: –– ¿no ha observado usted cuál es su perfección suma en el refina­miento, su audacísima, finísima, ingeniosísima, mendacísi­ma estratagema de artista? ¡Atienda! Esos animales de sóta­no, llenos de venganza y de odio ––¿qué hacen precisamente con la venganza y con el odio? ¿Ha oído usted alguna vez esas palabras? Si sólo se fiase usted de lo que ellos dicen, ¿barruntaría que se encuentra en medio de hombres del re­sentimiento?...
––«Comprendo, vuelvo a abrir los oídos (¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, y cierro la nariz). Sólo ahora oigo lo que ya antes decían con tanta frecuencia: ‘nosotros los buenos –– nosotros somos los justos’ –– a lo que ellos piden no lo llaman desquite, sino ‘el triunfo de la justicia’; a lo que ellos odian no es a su enemi­go, ¡no!, ellos odian la ‘injusticia’, el ‘ateísmo’; lo que ellos creen y esperan no es la esperanza de la venganza, la em­briaguez de la dulce venganza (–– ‘más dulce que la miel’, la llamaba ya Homero) 32, sino la victoria de Dios, del Dios jus­to sobre los ateos; lo que a ellos les queda para amar en la tie­rra no son sus hermanos en el odio, sino sus ‘hermanos en el amor’33, como ellos dicen, todos los buenos y justos de la tierra.»
––¿Y cómo llaman a aquello que les sirve de consuelo contra todos los sufrimientos de la vida –– su fantasmagoría de la anticipada bienaventuranza futura?
––«¿Cómo? ¿Oigo bien? A eso lo llaman ‘el juicio final’, la llegada de su reino, el de ellos, del ‘reino de Dios’ –– pero en­tre tanto viven ‘en la fe’, ‘en el amor’, ‘en la esperanza’ » . ––¡Basta! ¡Basta!

Tratado segundo: «Culpa », «mala conciencia» y similares

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En este punto no es posible esquivar ya el dar una primera expresión provisional a mi hipótesis propia sobre el origen de la «mala conciencia»: tal hipótesis no es fácil hacerla oír, y desea ser largo tiempo meditada, custodiada, consultada con la almohada. Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, de aquella modificación ocurri­da cuando el hombre se encontró definitivamente encerra­do en el sortilegio de la sociedad y de la paz. Lo mismo que tuvo que ocurrirles a los animales marinos cuando se vieron forzados, o bien a convertirse en animales terrestres, o bien a perecer, eso mismo les ocurrió a estos semianimales feliz­mente adaptados a la selva, a la guerra, al vagabundaje, a la aventura, –– de un golpe todos sus instintos quedaron desva­lorizados y «en suspenso». A partir de ahora debían cami­nar sobre los pies y «llevarse a cuestas a sí mismos», cuando hasta ese momento habían sido llevados por el agua: una es­pantosa pesadez gravitaba sobre ellos. Se sentían ineptos para las funciones más simples, no tenían ya, para este nue­vo mundo desconocido, sus viejos guías, los instintos regu­ladores e inconscientemente infalibles, –– ¡estaban reduci­dos, estos infelices, a pensar, a razonar, a calcular, a combi­nar causas y efectos, a su «conciencia», a su órgano más miserable y más expuesto a equivocarse! Yo creo que no ha habido nunca en la tierra tal sentimiento de miseria, tal plúmbeo malestar, –– ¡y, además, aquellos viejos instintos no habían dejado, de golpe, de reclamar sus exigencias! Sólo que resultaba dificil, y pocas veces posible, darles satisfac­ción: en lo principal, hubo que buscar apaciguamientos nuevos y, por así decirlo, subterráneos. Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro –– esto es lo que yo llamo la interiorización del hombre: única­mente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se deno­mina su «alma». Todo el mundo interior, originariamente delgado, como encerrado entre dos pieles, fue separándose y creciendo, fue adquiriendo profundidad, anchura, altura, en la medida en que el desahogo del hombre hacia fuera fue quedando inhibido. Aquellos terribles bastiones con que la organización estatal se protegía contra los viejos instintos de la libertad –– las penas sobre todo cuentan entre tales bas­tiones–– hicieron que todos aquellos instintos del hombre salvaje, libre, vagabundo, diesen vuelta atrás, se volviesen contra el hombre mismo. La enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el cambio, en la des­trucción –– todo esto vuelto contra el poseedor de tales ins­tintos: ése es el origen de la «mala conciencia». El hombre que, falto de enemigos y resistencias exteriores, encajonado en una opresora estrechez y regularidad de las costumbres, se desgarraba, se perseguía, se mordía, se roía, se sobresal­taba, se maltrataba impacientemente a sí mismo, este ani­mal al que se quiere «domesticar» y que se golpea furioso contra los barrotes de su jaula, este ser al que le falta algo, devorado por la nostalgia del desierto, que tuvo que crearse a base de sí mismo una aventura, una cámara de suplicios, una selva insegura y peligrosa ––este loco, este prisionero añorante y desesperado fue el inventor de la «mala concien­cia». Pero con ella se había introducido la dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humani­dad no se ha curado hasta hoy, el sufrimiento del hombre por el hombre, por sí mismo: resultado de una separación violenta de su pasado de animal, resultado de un salto y una caída, por así decirlo, en nuevas situaciones y en nuevas condiciones de existencia, resultado de una declaración de guerra contra los viejos instintos en los que hasta ese momento reposaban su fuerza, su placer y su fecundidad. Aña­damos en seguida que, por otro lado, con el hecho de un alma animal que se volvía contra sí misma, que tomaba partido contra sí misma, había aparecido en la tierra algo tan nuevo, profundo, inaudito, enigmático, contradictorio y lleno de futuro, que con ello el aspecto de la tierra se modi­ficó de manera esencial. De hecho hubo necesidad de es­pectadores divinos para apreciar en lo justo el espectáculo que entonces se inició y cuyo final es aún completamente imprevisible, –– un espectáculo demasiado delicado, dema­siado maravilloso, demasiado paradójico como para que pudiera representarse en cualquier ridículo astro sin que, cosa absurda, nadie lo presenciase. Desde entonces el hom­bre cuenta entre las más inesperadas y apasionantes jugadas de suerte que juega el «gran Niño»" de Heráclito, llámese Zeus o Azar, –– despierta un interés, una tensión, una espe­ranza, casi una certeza, como si con él se anunciase algo, se preparase algo, como si el hombre no fuera una meta, sino sólo un camino, un episodio intermedio, un puente, una gran promesa...


 Trad. Sánchez Pascual. Alianza Editorial


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