Rudiger Safransky; Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía. SEGUNDO ESCENARIO FILOSÓFICO: DE DESCARTES A KANT.
¿Qué luz es la que persigue Schopenhauer, qué sol
ha amanecido para él en ese momento en el cielo de la filosofía? Su primer
maestro de filosofía, el escéptico kantiano Gottlob Ernst Schulze, le ha
señalado dos estrellas: Platón y Kant. Schulze es un hombre astuto y sabio que
sabe contrapesar escépticamente posturas contra-puestas. En Platón podemos
encontrar la vieja y autosuficiente me-tafísica; en Kant topamos, por doquier,
con el temor a que ésta tras-pase los límites del conocimiento.
Platón y Kant —entre estos dos polos se mueve
efectivamente el espíritu filosófico de la época, que aspira a una metafísica
renovada, más allá de Kant, y que quiere construir la totalidad —Dios y el
mundo— a partir de leyes que, precisamente con ayuda de Kant, habían sido
descubiertas en el sujeto. Kant, mezcla de rococó y pietismo, había dejado que
las más venerables verdades filosóficas —inmortalidad del alma, libertad,
existencia de Dios, comienzo y fin del mundo— se balanceasen sobre un frívolo
péndulo: eran válidas y no eran válidas al mismo tiempo. Los problemas de la
metafísica, enseñaba, no se pueden resolver, y, aunque tengamos que plantearlos
de nuevo continua-mente, lo mejor es no tomar demasiado en serio las sucesivas
respuestas que se les da. Si una de ellas ayuda a vivir, habrá que tomarla en
el sentido del 'como si'. Este es el
guiño de ojos que hace Kant, su epicureísmo rococó.
Pero las verdades no pueden sostenerse en vilo
sobre este frívolo péndulo del 'como si' por mucho tiempo. Tendrán que
derrumbarse y ser tomadas de nuevo en serio. Fichte, Schelling y Hegel no
aceptarán el 'como si' y filosofarán de nuevo con la renovada autosuficiencia
del absoluto. Pero la nueva absolutez —y hasta ahí por lo menos llega el
influjo de Kant— es la absolutez del sujeto.
Arthur Schopenhauer había captado el refinamiento y
la frivolidad de Kant en relación con el tema de las cuestiones últimas,
incluso antes de haber juzgado correctamente su filosofía. «Epicuro es el Kant
de la filosofía práctica, como Kant es el Epicuro de la especulativa» (HN, I,
12), se lee en una nota marginal escrita por Schopenhauer en 1810.
Epicuro, como es bien sabido, se había despreocupado de la
existencia de los dioses y había desgajado la moralidad práctica de toda
obligación y de toda promesa celestial. En lugar de éstas, en el punto central
de una sabiduría pragmática de la vida, había situado el ansia de felicidad,
completamente terrenal, junto con la evitación del sufrimiento y del dolor. Los
valores absolutos no tenían para él más validez que la del 'como si». Si juegan
un papel al servicio de la felicidad, cabe servirse de ellos; se trata entonces
de ficciones que apoyan la vida y que ganan realidad en la medida en que
contribuyen a hacer posible la felicidad.
Al designar a Kant como 'Epicuro de la filosofía
especulativa' Schopenhauer demuestra que algo ha entendido de él. La incognoscibilidad
de la 'cosa en sí' juega efectivamente en Kant un papel semejante al que tenían
los dioses en Epicuro, a los que el antiguo maestro de la vida también
pretendía dejar en paz.
Kant representa la gran censura a finales del siglo
XVIII. Después de su aparición, el pensamiento occidental no volvería ya nunca
a ser como antes, algo de lo que él mismo era consciente. «Hasta ahora se
suponía», escribe, «que todos nuestros conocimientos tenían que regirse por los
objetos... Pero hay que probar... si no avanzaremos más suponiendo que los
objetos tienen que regirse por nuestro conocimiento... Hay aquí cierto parecido
con el primer pensamiento de Copérnico, quien, al no poder proseguir con la
explicación de los movimientos celestes bajo el supuesto de que toda la legión
de estrellas girase alrededor del espectador, trató de ver si no se podría
explicar todo mejor suponiendo que era el espectador el que se movía y dejando
a las estrellas en paz.»
Kant había comenzado sus investigaciones, siguiendo el método de la antigua
metafísica, en busca de las aprioridades del pensamiento, es decir, de certezas que, al ser
dadas con anterioridad a cualquier experiencia (Physis), pueden, según pretendía
la tradición, fundar una metafísica. Kant, de hecho, señaló tales certezas anteriores
a cualquier experiencia, pero mostró que las mismas sólo sirven para la
experiencia y son ya incapaces por tanto de fundar la metafísica. Con esta
declaración solemne, el 'a priori'
desciende de los cielos: a partir de ahora, deja de servir como anclaje
vertical y lo único que proporciona es una orientación horizontal. Para medir
el nuevo impulso hacia la modernidad y la secularización
que se produce con Kant hay que volver la vista atrás hacia Descartes.
Con Descartes,
la razón había elevado ya su orgullosa cabeza y el Dios revelado había perdido fuerza. Necesitaba de apoyo, por tanto.
Descartes, a partir de la autorreflexión de la razón, muestra las razones por
las que tiene que existir un Dios tanto como existe el mundo. Kant, a partir de
la autorreflexión de la razón, muestra las razones por las que tiene que
existir la ficción de un Dios. Es el abismo que separa a los dos. En Descartes,
Dios había sufrido ya una degradación al convertirse en un ser
fundado en la razón. En Kant, sufre una nueva y dramática reducción: se
convierte en Idea «regulativa».
Con anterioridad a Kant, Descartes había iniciado la búsqueda de una certeza metafísica
última cuyo principio y cuyo fin fuese garantizado por la autorreflexión de la razón. En Descartes, actuaba ya el
espíritu de la modernidad, pues, naturalmente, lo que se torna dudoso para él
no es la existencia del mundo —aunque él pretenda lo contrario—, sino la
existencia de Dios. Por eso, de su famoso «cogito ergo sum» no extrae una
demostración del mundo (que es absolutamente superflua), sino una demostración
de Dios. Pero al demostrar racionalmente la existencia de Dios, Descartes
entraba en terreno peligroso, pues sus investigaciones estaban liberando al
espíritu autónomo del análisis que acabaría disolviendo incluso la más poderosa
de todas las síntesis, es decir, al propio Dios. Esa no será empero la obra de
Descartes, sino de sus continuadores. (…)
El cartesianismo, universo de la racionalidad,
brota en el punto de Arquímedes del retraimiento y del sosiego. Las certezas
racionales de Descartes están encerradas en los recodos interminables de la
meditación, por mucho que se hable de «mathesis» del orden y de «deducciones».
Por eso es tan insensato identificar sin más el 'cogito' cartesiano con el
flaco concepto de razón de la racionalidad moderna. De hecho, las meditaciones
de Descartes son un diálogo con Dios. Su posición podría expresarse del modo
siguiente: la razón, mediante la que se puede conocer a Dios, me convierte en
propiedad de Dios. No soy yo el que me apropio de Dios con mi razón sino al
contrario: Dios se apropia de mí en mi razón. Pero esta relación se apoya en un
equilibrio inestable; basta un movimiento minúsculo y todo habrá cambiado: el
Dios basado en la razón se convertirá en la
divina razón.
La «mathesis universalis» cartesiana, y en mayor
medida todavía la meditación sosegada del ensimismado Spinoza, así como las
expediciones ávidas de experiencia del empirismo inglés (Locke, Hume), habían
puesto en acción la actividad racional y el afianza-miento de la sensibilidad
para explicar el mundo y la acción, sin que la orgullosa razón tuviese que
quedar por ello en desamparo metafísico. Los reparos escépticos o espirituales
de Montaigne y Pascal no pudieron detener el ostentoso avance de la razón. En
Leibniz, y luego en Christian Wolff, la totalidad, Dios y el mundo, queda
unificada de nuevo en una síntesis grandiosa. El tránsito fronterizo entre el
cielo y el mejor de todos los mundos se realiza sin problemas, ya sea por la
vía deductiva, ya por la inductiva. Todo
forma un continuo, la naturaleza no da saltos; las «perceptions petites»
(percepciones inconscientes) y el cálculo infinitesimal dan cuenta de las transiciones.
Podemos expresarlo exactamente de este modo: Leibniz enseña a su siglo a
calcular con el infinito, apoyado por el genio musical del maestro de cálculo
Johann Sebastián Bach, quien sublima la «mathesis Universalis» convirtiéndola
en culto a Dios.
Kant, siguiendo el método de la metafísica anterior,
busca aprioridades del pensamiento y encuentra más que nadie. Nos ofrece todo
un muestrario de las mismas: las formas de la intuición, espacio y tiempo; un
complicado mecanismo de categorías del entendimiento; y ese batán de la
«apercepción» que pulveriza el material de la experiencia reduciéndolo a lo que
finalmente podemos percibir y entender conceptualmente. Todas estas
aprioridades son meros dispositivos de los que estamos provistos, en cuanto
sujetos, antes de que llegue a nosotros el material de la experiencia. Pero las
mismas, como señala Kant, no nos conectan con el cielo. Existen antes de
cualquier experiencia, más acá y no más allá de ella, por tanto; no remiten
hacia lo transcendente: son meramente transcendentales. Son las condiciones, la
mera forma de cualquier experiencia posible: carecen, pues, de interés
metafísico; interesan exclusivamente desde el punto de vista epistemológico. Si
las examinamos de cerca, transcendemos la experiencia en dirección a las
condiciones de su posibilidad: horizontal y no verticalmente por tanto. El
'trascendental' kantiano es en cierto modo lo contrario de lo 'trascendente',
pues el análisis trascendental consiste precisamente en mostrar que no podemos,
y por qué no podemos, tener conocimiento de lo trascendente. Ningún atajo lleva
de lo trascendental hacia la trascendencia. Por ejemplo: nuestro entendimiento
ordena el material de la experiencia siguiendo principios de causalidad. Frente
al sensualista David Hume, que considera la causalidad como una hipótesis
probable derivada de la experiencia y establecida a posteriori por tanto, Kant
indica que la noción de causalidad no la obtenemos de la experiencia sino que,
por el contrario, nos dirigimos a la experiencia provistos con ella; es decir,
la aplicamos a priori a los objetos de nuestra experiencia. La causalidad no
es, pues, para Kant un esquema del mundo exterior, sino un esquema de nuestra
cabeza que nosotros proyectamos sobre
el mundo exterior. El a priori de la casualidad existe, pero sólo para el
ámbito de la experiencia. Querer hacer de Dios la causa primera, utilizando el
principio de causalidad, es sobrepasar el ámbito de toda experiencia posible y
significa hacer uso inadecuado de una categoría del entendimiento. Con esta
observación de Kant, se quiebran todas las cadenas argumentativas de la prueba
racional de Dios, tan majestuosamente trabadas a lo largo de los dos siglos
anteriores. Kant destruyó la metafísica tradicional y fundó la moderna teoría
del conocimiento. Trató de imponer disciplina al pensamiento y mostró con
perspicacia en qué ocasiones y con qué pretextos la razón se salta las barreras
y se pierde en campos de ensueño en los que nada hay que buscar. (…)
(…) Kant toma conciencia de lo urgente que resulta
llevar a cabo una empresa filosófica que no se ocupe tanto «de objetos, cuanto
de la manera en la que son conocidos los objetos». Contra el delirio de la
iniciación a lo trascendente quiere establecer la cordura de lo trascendental.
(…) Todo el mecanismo de relojería de nuestra
facultad perceptiva y cognoscitiva, construido por Kant al estilo rococó, con
sus cuatro tipos de juicios, a los que se fijan las tenazas de sus respectivas
tres categorías: por ejemplo, en la cualidad del juicio, las categorías de
'realidad, negación, limitación' y así sucesivamente (Kant quería instalar
incluso engranajes más finos, o por lo menos así lo insinuó al decir que podría
«diseñar a su arbitrio todo el árbol genealógico de la razón pura») —todo este
aparato, decimos, es algo completamente diferente de un «árbol»; para trabajar
y poder descomponer y reconstruir de nuevo el material de la experiencia se necesita de energía viviente. La caracterización de
esa energía es un punto central de la filosofía kantiana. La denomina —y eso
tendría que sorprender hoy a todos aquellos que no ven en Kant más que al
ingeniero del entendimiento— «imaginación
productiva». «Que la imaginación sea un ingrediente necesario de la
percepción», escribe, «es algo en lo que ningún psicólogo ha caído todavía».
La entronización de la imaginación no fue obra
exclusiva del movimiento Sturm und Drang y el Romanticismo. También Kant
contribuyó a ello y, si tenemos en cuenta su enorme influencia, podemos
considerarlo a él como el más efectivo entronizador de la misma. Por otra
parte, recibió una valiosa sugerencia al leer el Emile de Rousseau: tan
impresionado se sintió esa tarde que prescindió incluso de su puntual paseo de
cada día.
Rousseau había introducido un ensayo filosófico, con el
título «Confesión de fe de un vicario savoyano», en el cuarto libro de su
novela educativa Emile (1762), en el que presumía de querer «constatar» el
único punto evidente para él en el océano de las opiniones. Rousseau se
enfrenta con las concepciones epistemológicas de los sensualistas ingleses.
Estos, según él, entienden al hombre percipiente y cognoscente como un medio
meramente pasivo en el que se reproducen de un modo u otro las impresiones
sensibles. Contra tal concepción, desarrolla su teoría, tan rica en
consecuencias, de la espontaneidad,
es decir, de la parte activa en el
conocimiento y la percepción. A partir del análisis de la facultad de
juicio va extrayendo, con auténtico virtuosismo, la aportación del yo.
Un ser
meramente sensitivo no podría captar la identidad de un objeto al que ve y toca
al mismo tiempo. Lo visto y lo
tocado se convertirían para él en dos 'objetos' diferentes. Es el 'yo' el que los pone en conexión.
La unidad del yo garantiza por tanto la unidad de los objetos exteriores.
Rousseau va todavía más lejos: compara el
sentimiento del 'yo' y la 'sensación' del mundo exterior y llega a la
conclusión de que sólo puedo «tener» la sensación cuando ésta forma parte del
sentimiento del yo; y puesto que las sensaciones introducen en mí el ser
exterior y a su vez sólo existen en el ámbito del sentimiento del yo, sin éste
no puede haber ser. O, dicho de otra manera:
la percepción del yo produce el ser. Pero la percepción del yo no es más
que la certeza de que soy. Rousseau se opone también a Descartes en este punto,
e invirtiendo el clásico enunciado 'pienso, luego existo', proclama: 'Existo,
luego pienso'. Los pensamientos no se pueden pensar ellos mismos. Y por muy
constrictiva que sea la relación que la lógica impone entre dos
representaciones, para que surja tal relación,
es preciso que yo la quiera establecer.
Entre dos puntos no hay línea si yo no
la trazo.
Para Descartes,
la voluntad es la fuente del error, pero el pensamiento 'puro' es un
pensamiento que se puede pensar sin el impulso de la voluntad. Rousseau muestra
que incluso el acto de pensamiento
más elemental sólo se puede llevar a
cabo por la fuerza de un yo existente y por tanto volente.
Esta fuente fundamental de actividad que pone en
marcha a la percepción y al conocimiento, descubierta por Rousseau, es lo que Kant llama «imaginación». Desarrolla también conceptos mucho más complejos para
explicar esta actividad básica del yo. Habla, por ejemplo, de la «síntesis
trascendental de la apercepción»
(sin que tal atentado lingüístico le produzca mayor rubor); o, simplemente, de
la «consciencia pura». Dice de ésta que es «el punto más alto al que tiene que
llegar todo uso del entendimiento, incluso toda la lógica y, por último, la
filosofía trascendental».
Hoy, puede parecer sorprendente la enorme sutileza
desplegada para extraer de los intrincados vericuetos del pensamiento lo que,
en apariencia, resulta más evidente, es decir, el 'yo soy'. Tiene que
resultarnos sorprendente si queremos percatarnos realmente de cuál fue el punto
de partida de la autoconsciencia, en el momento de su nacimiento filosófico, y
de los sentimientos de euforia que acompañaron a ese nacimiento. Pues, en la
crítica que se hace habitualmente de la razón, se pasa por alto con frecuencia
tales factores: el placer, la intensidad, el vitalismo que estuvieron asociados
al descubrimiento de un yo capaz de instaurar el mundo. Lo simple era tan
difícil que había que hacer largos recorridos hasta llegar allí. Sólo se puede
entender la euforia de la llegada cuando uno tiene consciencia de lo vasto que
era el encubrimiento del yo en la época premoderna. Las acciones de pensar, creer, sentir, como nos ha enseñado
Foucault, tenían entonces otras
connotaciones. El pensamiento
desaparecía en lo pensado, la sensación en lo sentido, la voluntad en lo
querido, y la creencia en lo creído. El sujeto introdujo en sus propias
obras a una furia de las desapariciones y la mantuvo firmemente sujeta allí. Y
ahora, de pronto, el escenario da la vuelta, el creador se separa de sus obras,
las pone delante de sí y exclama: ¡mira, yo he hecho todo eso!
Cuando sucedió tal cosa por primera vez —es la
época de Rousseau y Kant— fue vivenciada como un amanecer que abría todas las
esperanzas.
El ser humano, que descubre súbitamente que él
mismo es el director del teatro del que hasta ahora se sentía espectador,
vuelve a recoger en su mano todas las riquezas dispersas por el cielo,
descubriendo que son cosas realizadas por uno mismo. Pero aunque esto puede
embelesar por un momento, acaba decepcionando. El descubrimiento de la propia
obra en los viejos tesoros de la metafísica les hace perder su encanto y sus
promesas. Pierden brillo y se tornan triviales. La escapatoria será la
siguiente: si uno es el hacedor, hay que hacer cuanto sea posible; habrá que
buscar el futuro mediante acumulaciones frenéticas. Las verdades estarán ahí
sólo para ser 'realizadas'. Eso pondrá en marcha la religión secularizada del
crecimiento y del progreso. Finalmente, llega un tiempo en el que uno se siente
cercado por lo hecho y aspira hacia lo devenido, un tiempo en el que la
'apropiación' de lo 'propio' se convierte en problema; se hablará entonces de
'enajenación' dentro de un mundo construido por uno mismo: lo hecho desborda al
hacedor. La imaginación descubre una nueva utopía: la posibilidad de llegar a
dominar lo hecho. Pero cuando estas utopías pierden fuerza, surge el cerco de
un nuevo tipo de temor: el temor ante una historia construida por uno mismo.
Al principio, naturalmente, nadie pensó ni previo
todo esto. Lo que imperaba era la euforia ante una tierra recién conquistada.
Así, al menos, festeja Kant el acontecimiento de la autofundamentación y el
hallazgo de uno mismo en un mar de pérdidas e incertezas. «El país de la razón
pura... es una isla envuelta por la misma naturaleza con límites invariables.
Es el país de la verdad... rodeado por un amplio y tempestuoso océano.» Kant
trató de crear y fortificar un punto de apoyo desde el que fuera posible
contemplar, con cierta tranquilidad, el piélago de lo desconocido. A este algo
'desconocido' le dio un curioso nombre: la «cosa en sí». La «cosa en sí» es
desconocida de una manera mucho más radical de lo que pueda serlo algo que
simplemente todavía no se conoce. La
«cosa en sí» es el nombre para algo desconocido que, paradójicamente, queda
constituido por nosotros mismos al mismo tiempo que conocemos algo; es la sombra que proyectamos al conocer.
Podemos captar cualquier cosa sólo en lo que es para nosotros. Lo que sean las
cosas 'en sí', independientemente de los 'órganos' con las que nos las
representamos, es algo que se nos escapará siempre. El ser es 'ser
representado'. Con la «cosa en sí», un nuevo tipo de trascendencia asoma en el
horizonte: no la trascendencia del antiguo más allá sino una trascendencia que
no es más, pero tampoco menos, que la parte invisible de todas las
representaciones.
Por lo que respecta al propio Kant, cabe señalar
que se despreocupó tranquilamente de la «cosa en sí» epistemológica, exterior a
nosotros, dejándola estar ahí sin más. En un primer momento, le inquietó desde
luego la curiosidad de saber lo que sea el mundo más allá de nuestras
representaciones. Pero después aplacó esta inquietud con un agudo análisis de
las contradicciones («antinomias») de nuestra razón. «La razón humana», así
empieza el prólogo de su Crítica de la rascón pura, «tiene el singular
destino... de ser asediada por preguntas que no puede desechar, pues le son
planteadas por la misma naturaleza de la razón, pero que tampoco puede
responder, puesto que superan la capacidad de la razón humana.» Esta
contradicción no se puede resolver: hay que enfrentarse a ella. Pero es posible
hacer esto tanto mejor cuanto que, con nuestra razón, podemos desenvolvernos en
un mundo que nos es, en última instancia, desconocido. La experiencia y el
saber no nos proporcionan ciertamente una verdad absoluta. Pero si nos
confiamos a ellos sabemos lo suficiente como para afianzarnos en el mundo. Hoy
lo diríamos de otra manera: nuestras formas de experiencia y de conocimiento no
nos dan conocimientos absolutos pero sí rituales de adaptación al mundo de la
vida.
La «cosa en sí» kantiana iba a hacer una carrera
singular. Kant dejó tras de sí un edificio bien repleto de conocimiento
racional, pero la «cosa en sí» actuaba como un orificio a través del que
soplaba un viento inquietante. Los sucesores de Kant, por su parte, no estaban
dispuestos a despreocuparse de esta «cosa en sí» con la misma serenidad con la
que lo había hecho el sabio soltero de Könisgberg. Querían com-prenderla a toda
costa. Una curiosidad irrefrenable pretenderá ahora penetrar en el supuesto
corazón de las cosas. Da lo mismo que sea éste el 'yo' de Fichte, el 'sujeto de
la naturaleza' de Schelling, el 'espíritu objetivo´de Hegel, el 'cuerpo' de
Feuerbach o el 'proletaria-do' de Marx; todos querrán despertar al mundo de su
sueño y, si no existe una palabra mágica, habrá que inventarla; y si no existe
una última verdad por descubrir, habrá que 'hacer' la verdad. O más
exactamente: se esperará de la historia, hecha por uno mismo, que traiga la
verdad. La huella ensangrentada de la historia más reciente es la rúbrica de
esa verdad. Habrá que acechar a la verdad como a un enemigo. «Nos falta algo»,
grita el Danton de Büchner, «no tengo ningún nombre para darle, pero no podemos
encontrarlo hurgando en las entrañas; ¿para qué debemos pues reventarnos? ¡Va,
somos miserables alquimistas!»
Tampoco el joven Schopenhauer se dio por satisfecho
con la serenidad escéptica de Kant. También él quiso alcanzar el corazón de las
cosas. (…)
Al final de su época de estudios en Gotinga y,
sobre todo en Berlín, Arthur Schopenhauer descubrirá de nuevo a Kant y
encontrará entonces la dimensión de un filosofar existencial que ahora
inútilmente busca en él. Entenderá entonces por fin al Kant del que no hemos
hablado todavía, a saber, al gran teórico de la libertad humana.
Kant se acercó al misterio de la libertad de tal
suerte que su influencia sobre la época no fue menor en este aspecto que la que
había ejercido con su teoría del conocimiento. En cuanto teórico de la
libertad, fue el Sartre de principios del siglo XIX.
(…) Acordémonos: Kant entendía la «cosa en sí» como
el reverso de todas nuestras representaciones. Por lo demás, se despreocupó
después de tal «cosa en sí», fuera de nosotros, de esa manera frívolo-escéptica
que ya hemos descrito. Pero, al mismo tiempo, instaló ese reverso con osadía, y
consecuentemente a la vez, en nosotros mismos.
Nosotros, además de ser una «cosa en sí», somos
también una representación para nosotros mismos. Por una parte, reflejamos como
un espejo; pero somos, por otra, el reverso del espejo. Somos un ojo —eso es lo
que hace del mundo algo visible—, pero un ojo que no puede verse a sí mismo
mientras ve. Así, la trascendencia, algo sublime antaño, se transforma en el
punto ciego de nuestra existencia, en la «oscuridad del instante vivido»
(Bloch). Actuamos ahora y podremos
encontrar siempre más tarde una necesidad, una causalidad para nuestra
acción. En el instante de la acción empero estamos 'indeterminados'. Yo me experimento como un ser que no está
ligado a una cadena causal sino como un ser con el que comienza, de la nada en
cierto modo, una nueva cadena causal. El universo del ser necesario queda
escindido en cada instante. Kant ilustra esto con un ejemplo trivial: «Cuando
ahora..., completamente libre y sin el influjo necesario determinante de las
causas naturales, me levanto de una silla, este acontecimiento da inicio a una
nueva serie causal con todos sus efectos naturales hasta el infinito. Después,
cuando ya esté levantado, seré presa de explicaciones causales en lo que
respecta a este suceso; en ese momento se hará evidente la necesidad, pero sólo
porque el suceso del levantarse ya acabó. Cada instante me sitúa ante la elección
y me pone en manos de la libertad.»
'Necesidad', 'causalidad' —se trata de categorías
de nuestro entendimiento al servicio de la representación y, por tanto, del
mundo como se nos aparece. Yo mismo soy
un fenómeno para mí en la medida en que me convierto en objeto de mi propia
consideración y reflexiono sobre mis acciones. Pero, al mismo tiempo, me
experimento en libertad. El hombre vive
en dos mundos. Por una parte es, en terminología kantiana, un
«phainomenon», una célula del mundo sensible cuya existencia se somete a las
leyes del mismo; por otra parte es un «noumenon», una «cosa en sí» —sin
necesidad, sin causalidad—, un algo que ya es incluso antes de que yo pueda
comprenderlo y explicarlo; y que es diferente e infinitamente más de lo que yo
puedo entender.[1]
(…) En la caracterización que hace Kant del hecho
de la libertad como comienzo 'incondicionado' de una cadena causal, escuchamos
de nuevo a Rousseau. Este había
respondido con osadía a la cuestión de si es pensable de algún modo un comienzo
del mundo: tal comienzo es pensable porque nosotros mismos podemos comenzar de
nuevo en cada instante. «Tú me preguntarás», se dice en el Emile, «cómo sé que
hay movimientos que parten del propio impulso; tengo que decirte que lo sé
porque lo siento. Quiero mover mi brazo y lo muevo sin que ese movimiento tenga
ninguna otra causa inmediata más que mí voluntad.»
Así pues,
Rousseau había considerado a la
'voluntad' como la fuerza de la libertad. Pero debemos señalar que Kant sigue otro camino en este punto.
Para él, el 'deber' se
convierte en la quinta-esencia de la libertad. Le lleva ahí una complicada
argumentación que se reduce en último término a un pensamiento simple: la
'voluntad' es la naturaleza en nosotros. Lo que la naturaleza quiere en
nosotros es precisamente la necesidad natural y no la libertad. Así pues, somos
libres cuando tenemos la fuerza de romper las cadenas que, en cuanto seres
naturales, nos sujetan. Libertad es el
triunfo sobre nuestra naturaleza pulsional. En cuanto seres naturales, pertenecemos al reino de los fenómenos; pero
a pesar de ello podemos escapar del mundo fenoménico, con sus necesidades,
cuando escuchamos la voz de la conciencia; cuando somos capaces de superarnos
en cuanto seres naturales; en la medida en que somos capaces de hacer algo a lo
que no nos obliga ninguna necesidad natural sino sólo la voz de la conciencia.
Cuando nos hemos decidido por un determinado 'deber', en un acto fundamentante,
estamos actuando 'incondicionadamente'. Y cuando este 'deber' tiene la fuerza
de producir un 'querer', entonces triunfa en nosotros la «cosa en sí» que somos
en definitiva en cuanto seres morales. Una acción tal es lo que Kant llama
«moral». Moral es, pues, lo que no recibe sus leyes del mundo de los fenómenos;
somos morales en la medida en que superamos nuestra naturaleza. Nuestra
moralidad nos introduce en el corazón recóndito del mundo.
Al llegar a este punto, la «cosa en sí»,
moralizada, recibe la herencia de la vieja metafísica. «Cosa en sí», «libertad»
y «ley moral» quedan enlazadas por la «razón práctica», la cual compensa el
vacío del cielo exterior con un cielo de moralidad en la cabeza.
(…) la fuerza de la libertad no es en Kant la
'voluntad' rousseauniana (demasiado naturalista para él), sino el 'deber', un
deber que tiene fuerza suficiente, es decir, autonomía, para extraer de sí
mismo un querer.
La razón práctica, que brota del misterio de la
«cosa en sí», tiene la fuerza, según Kant, de producir acciones que sólo
acontecen porque son razonables y no necesita apoyarse en el impulso de la
inclinación o del miedo. Más aún, tiene incluso que rechazar tales impulsos:
«hay almas que son por naturaleza tan generosas», escribe Kant, «que encuentran
un placer interior en expandir felicidad en torno suyo y pueden regocijarse en
la satisfacción de los demás cuando es fruto de las propias obras. Pero yo
afirmo que tal clase de acciones.... por muy respetables que sean, no tienen un
verdadero valor moral.»
(…) Los imperativos de la razón práctica, en Kant,
no prometen recompensa alguna ni es posible seguirlos en cuanto medios para
conseguir otros fines. Es la pura obligación por mor de sí misma. Están en el
límite de todas las series pensables de medios. Captamos el deber en la ley
moral interior. Es como si la vieja metafísica, destronada de los amplios
espacios del cosmos, hubiese reunido todas las fuerzas que le restaban y se
hubiese instalado en la conciencia del sujeto secularizado, lugar desde el que
ahora le hostiga y le espolea sin cesar.
(pag-146-166)
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