El filósofo italiano Emanuele Coccia nos propone una hipótesis en la que cuestiona a la humanidad como producto originario y autónomo para pensar toda existencia en la clave de una multiplicidad en constante devenir. Nuestra vida es la prolongación y la metamorfosis de una vida anterior; nacer, alimentarse y morir son la experiencia de pasar al cuerpo de otrxs, o de incorporar el cuerpo de lxs otrxs. Esta visión rompe con la idea del “yo” autónomo e independiente, lo descentraliza y lo pluraliza: nosotros venimos desde otra parte y vamos hacia otros destinos, hacia otras formas de vida. En este sentido, nuestra vida no es nuestra, ni tiene un comienzo, ni tiene una final. A continuación, el primer capítulo de este maravilloso libro.
La fascinante continuidad de la vida
En el comienzo
éramos todas y todos el mismo viviente. Hemos compartido el mismo cuerpo y la
misma experiencia. Las cosas no han cambiado tanto desde entonces. Hemos
multiplicado las formas y las maneras de existir, pero todavía hoy somos la
misma vida. Desde hace millones de años, esta vida se transmite de cuerpo en
cuerpo, de individuo en individuos, de especie en especies, de reino en reino.
Desde luego, ella se desplaza, se transforma. Pero la vida de cualquier ser
vivo no comienza con su propio nacimiento: es mucho más antigua.
Consideremos
nuestras existencias. Nuestra vida, lo que imaginamos como lo que hay de más
íntimo e incomunicable en nosotrxs, no viene de nosotrxs, no tiene nada de
exclusivo ni de personal: nos fue transmitida por otrx, animó otros cuerpos,
otras parcelas de materia distinta a la que nos alberga. Durante nueve meses,
la inapropiabilidad e inasignabilidad de la vida que nos anima y nos despierta
fueron una evidencia física, material. Fuimos el mismo cuerpo, los mismos
humores, los mismos átomos que nuestra madre. Somos esa vida, que comparte el
cuerpo de otrx, prolongada y dirigida a otra parte.
El
aliento de otrx se prolonga en el nuestro, la sangre de otrx circula en
nuestras venas, el adn que otrx nos dió esculpe y cincela nuestro cuerpo. Si
nuestra vida comienza mucho antes de nuestro nacimiento, también se termina
mucho después de nuestra muerte. Nuestro aliento no se agota en nuestro
cadáver: alimentará a todxs lxs que encuentren en él una Cena sagrada.
Nuestra
humanidad tampoco es un producto originario y autónomo. También es la
prolongación y la metamorfosis de una vida anterior. Más precisamente, es una
invención que algunos primates –otra forma de vida– supieron extraer de su
propio cuerpo –de su aliento, de su adn, de su manera de vivir– para hacer
existir de otra manera la vida que los habitaba y los animaba. Son ellas y
ellos quienes nos transmitieron esta forma –y quienes a través de la forma
humana continúan viviendo en nosotrxs–. Los primates mismos, de hecho, también
son una experimentación, una apuesta lanzada por otras especies, por otras
formas de vida. La evolución es una mascarada que se despliega en el tiempo y
no en el espacio; que permite a cualquier especie, de era en era, portar una
máscara nueva en relación a la especie que la engendró, y a las hijas e hijos,
no dejarse reconocer por ni reconocer más a sus padres. Y, sin embargo, a pesar
de ese cambio de máscara, especiesmadres y especies-hijas son una metamorfosis
de la misma vida. Cada especie es un mosaico de pedazos sacados de otras
especies. Nosotrxs, las especies vivientes, jamás hemos dejado de intercambiar
piezas, líneas, órganos, y lo que cada unx de nosotrxs es, lo que llamamos
“especie”, es solo el conjunto de las técnicas que cada ser vivo tomó prestado
de lxs otrxs. A causa de esta continuidad en la transformación, toda especie
comparte con centenares de otras una infinidad de rasgos. El hecho de tener
ojos, orejas, pulmones, una nariz, sangre caliente, lo compartimos con millones
de otros individuos, con miles de otras especies –y en todas esas formas somos
humanos solo parcialmente–. Cada especie es la metamorfosis de todas las que la
precedieron. Una misma vida que se improvisa un cuerpo nuevo y una forma nueva
con el fin de existir de manera diferente.
Es
la significación más profunda de la teoría darwiniana de la evolución, aquella
que la biología y el discurso público no quieren oír: las especies no son
sustancias, no son entidades reales. Son “juegos de vida” (en el mismo sentido
en que para el discurso se habla de “juegos de lenguaje”), configuraciones
inestables y necesariamente efímeras de
una vida que ama transitar y circular de una forma a la otra. Todavía no hemos
extraído todas las consecuencias de la intuición darwiniana: afirmar que las
especies están vinculadas por una relación genealógica no significa simplemente
que los vivientes constituyen una gran
familia o un clan. Significa, sobre todo, establecer que la identidad de cada
especie es puramente relativa: si los monos son los padres y los hombres los
hijos, solo somos humanos por y de cara a los monos, así como cada unx de
nosotrxs no es hija o hijo en sentido absoluto, sino solamente en relación con
su madre y su padre. Toda identidad específica define exclusivamente la fórmula
de la continuidad –y de la metamorfosis– con las otras especies.
Estas
consideraciones se aplican también al conjunto de los vivientes. No hay ninguna
oposición entre lo viviente y lo no-viviente. Todo viviente está en continuidad
no solamente con lo no-viviente, sino que también es su prolongación, su
metamorfosis, su expresión más extrema.
La
vida es siempre la reencarnación de lo no-viviente, el bricolaje del mineral, el
carnaval de la sustancia telúrica de un planeta –Gaia, la Tierra– que no cesa
de multiplicar sus rostros y sus modos de ser en la partícula mínima de su
cuerpo dispar, heteróclito. Cada yo es un vehículo para la Tierra, un navío que
permite que el planeta viaje sin desplazarse.
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