¿Qué estás diciendo cuando escribes en tu pupitre «No hay futuro»? Michel Onfray (2001), Antimanual de filosofía, EDAF, Cap.
6, La historia.
Que os aburrís en clase, que
os gustaría estar en otra parte, que no experimentáis gran placer en el momento
actual, y que el futuro os da mala espina. De hecho, grabando ese texto sobre
vuestro pupitre (evitadlo, eso no cambia nada, mejor aprended a soñar mirando
por la ventana o rascad un trozo de pintura desconchada de la pared...)
ilustráis -¿lo sabíais?- una concepción nihilista (en la que prima la nada) de
la historia, habitual en los pensadores pesimistas, para quienes lo real se
repite indefinidamente y reitera las realidades ya conocidas, ya vividas, sin
originalidad, siendo lo peor siempre seguro; no esperáis más que la catástrofe,
lo real está marcado por la entropía (una degradación debida a la pérdida
regular de energía en el movimiento).
Otros, más optimistas, creen,
al contrario, que la historia cumple un plan, que tiene un sentido y obedece a
leyes precisas susceptibles de ser descubiertas y fijadas por una ciencia.
Según ellos, la historia tiene origen, un desarrollo, un presente, se dirige
hacia una meta y todo acontecimiento contribuye a la realización de algo con
sentido. El pasado del que provenimos, la realidad en la que nos encontramos,
el futuro hacia el que nos dirigimos proporcionan
puntos que, después de ser enlazados, trazan una línea recta. Más aún, esta
línea recta es ascendente: va de lo menos a lo más, de lo peor a lo mejor, de
lo simple a lo elaborado, de la guerra a la paz, del vicio a la virtud, de lo
negativo a lo positivo.
En nombre de Dios
Entre los que sostienen esta
creencia, encontramos a Agustín (354-430) y Tomás de Aquino (1225-1274), el par
de santos de vuestro programa oficial de autores, pero también a Bossuet
(1627-1704), los contrarrevolucionarios Joseph Maistre (1753-1821), Louis de
Bonald (1754-1840)... Los cristianos son, en cierta manera, los inventores de
esta lectura lineal del tiempo histórico. Para ellos, el motor de la historia,
sin ningún genero de duda, es Dios: él quiere lo que adviene, decide todo,
hasta el mínimo detalle. Cada fragmento de la historia proviene de su voluntad,
incluso si, a priori, puede parecer impermeable o difícil de descodificar. Los
caminos del Señor son impenetrables. Tengámosle confianza, él sabe lo que
quiere y no ignora dónde va. Dios es omnipotente (lo puede todo), omnipresente
(está en todas partes) y omnisciente (lo sabe todo): nada, así, puede
escapársele. Demasiado al corriente de todo, demasiado enterado de todo...
Pero las guerras, las
masacres, el odio, ¿también Dios lo querría así? Sí, incluso si el espíritu
humano es demasiado limitado o estrecho para comprender lo que Dios tiene en la
cabeza, lo negativo desempeña un papel, tiene su utilidad. En principio, porque
el mundo, como criatura de un creador perfecto, no puedo ser más que perfecto.
Ahora bien, para serlo, le hace falta poseerlo todo. Un mundo al que faltara
alguna cosa sería incompleto, por lo tanto, imperfecto. En consecuencia, no
podría ser la digna criatura de un creador perfecto. El mal tiene así su lugar:
muestra que, en lo real, todo manifiesta la excelencia de la voluntad divina.
Por otro lado, de un mal puede
provenir un bien, de lo negativo puede surgir lo positivo: ¿y si el espectáculo
de las miserias del mundo, de la miseria del hombre sin Dios, hiciera desear
otro mundo, ese mundo de Dios? ¿Y si la sombra de la Ciudad Terrestre
presentara la utilidad de hacer parecer luminosa la Cuidad Celeste? ¿Y si la
sangre vertida sobre la tierra preparara el advenimiento de Dios, su tiempo, su
reino, como reemplazo del mundo de los hombres, en verdad demasiado imperfecto?
No olvidemos el pecado original: Dios ha creado al hombre libre, pero este,
pecando, ha hecho un mal uso de su libre arbitrio. El mal no es tanto una
invención de Dios como la consecuencia de la elección de los hombres. En la
historia, el mal depende de los hombres, en cambio, la salvación procede de
Dios -pero fuera de la historia del tiempo humano.
Esta concepción teológica de
la historia como escatología (anuncio de un tiempo mejor por venir, más tarde,
con el final de la historia) se encuentra en los que sostienen una concepción
laica -Condorcet (1743-1794), Kant (1724-1804), Hegel (1770-1831), Marx
(1818-1893), Engels (1820-1895), Lenin (1870-1924), Mao (1893-1976),
principalmente-, marcada también por el anuncio de tiempos futuros felices. El
sentido de la historia, el advenimiento de un mundo maravilloso, la
identificación de un único motor de lo real, he ahí las ideas defendidas por
los filósofos de la historia de la Revolución Francesa (xvni), de la revolución
industrial (xix) y de las revoluciones proletarias (xx). Para ellos, la
historia progresa indefinidamente. Ciertamente, no lo percibimos con claridad,
no siempre comprendemos por qué pasan las cosas, pero esa falta remite al
espíritu limitado de los hombres.
¿Millares de personas son
guillotinadas en nombre de los derechos del hombre durante la Revolución
Francesa? ¿Se deporta a los pobres, a las clases desvalidas y explotadas a los
gulags en nombre de la anunciada felicidad? Es por el progreso de la humanidad.
Son peripecias sin importancia en comparación con el movimiento general de la
historia que, lejos de todos esos detalles, conduce hacia una sociedad ideal y
perfecta. En cada momento lo negativo desempeña un papel accesorio dentro de un
movimiento general esencial y positivo. Algunos muertos no pueden entorpecer el
curso ideal de la historia... Se habla entonces de una concepción dialéctica de
la historia: el sentido de la totalidad prima sobre lo que compone lo real en
un momento concreto.
¿Flecha o círculo?
Los partidarios de Dios o de
la razón, que se encarnan en lo real, ilustran una versión optimista de la
filosofía de la historia. Al escribir «no future» en vuestros pupitres -si
estáis en ellos-, ilustráis su versión pesimista, lo que supone una concepción
del tiempo no en flecha ascendente, sino en círculo cerrado sobre sí mismo.
Como los budistas que en Oriente creen en el eterno retorno de las cosas, en la
repetición sin fin del acontecimiento una vez ha tenido lugar, vosotros os
inscribís en esa lectura trágica de la historia: lo que es, ya ha tenido lugar,
y lo que tuvo lugar una vez se repetirá hasta el fin de los tiempos. Siempre
hay, ha habido y habrá guerras, sangre, masacres, explotadores y explotados,
dominantes y dominados, dueños y esclavos, y nada puede interrumpir ese
movimiento perpetuo.
De la piedra tallada al
teléfono móvil, el progreso técnico parece incuestionable; de la impotencia de
los hombres ante la enfermedad a las opera clones quirúrgicas asistidas por
ordenador, de una esperanza de vida irrisoria en el pasado a la de las
sociedades modernas, se constata una evidente mejora de las cosas. Los niños ya
no trabajan en las minas, al menos en Occidente, las mujeres son ciudadanas, ya
no se encadena a la población de color a la que hasta hace poco tiempo incluso
se le denegaba el derecho de tener un alma, los judíos ya no son marginados de
la sociedad, y su ataque suscita la protesta de la mayoría, los homosexuales no
son quemados en la plaza pública, sino que ahora tienen la posibilidad de
constituir una pareja de hecho2, la explotación de los obreros ha dejado de ser
considerada normal y defendible: la pulsión de vida ha ganado terreno. Sin
embargo, la historia no está solo labrada por la pulsión de vida.
También está habitada por la
pulsión de muerte, que no ha retrocedido demasiado. Debéis evitar el imaginar
su hipotética y definitiva desaparición del planeta. Seamos lúcidos, es una
componente que no se puede desarraigar de la naturaleza humana, pero se ha
hecho más evidente. Freud (1856-1939) mostró que existe y agita los movimientos
históricos en superficie y en profundidad: la conocemos, la vemos, podemos
conjurarla, contenerla, luchar violentamente contra ella, precavernos. Los
optimistas ven la historia como un constante progreso; los pesimistas como una
constante regresión; los trágicos tratan de ver lo real como es: una mezcla
inextricable de pulsión de vida y pulsión de muerte.
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