Michel Onfray, La potencia de existir. Manifiesto hedonista.Tercera parte: una erótica solar- selección de fragmentos-
La mitología de la falta.
Veinte siglos de judeocristianismo –al por mayor– dejan
huellas en el formateado del cuerpo occidental. (…) Occidente inventa el mito del
deseo como falta. Desde el discurso sobre el andrógino que pronuncia
Aristófanes en el Banquete de Platón hasta los Escritos de Jacques Lacan,
pasando por el corpus paulino, la ficción dura y perdura.
(…) En efecto, esa ficción peligrosa conduce a buscar lo inexistente,
y por lo tanto a encontrar la frustración. La búsqueda del Príncipe Azul –o la
de su fórmula femenina produce decepciones: lo real nunca soporta las
comparaciones con el ideal. La voluntad de completud genera el dolor de la incompletitud,
salvo que se pongan en marcha los mecanismos de defensa, como la negación, que
impiden la manifestación de lo evidente en la conciencia. La decepción termina
siempre por salir a luz cuando comparamos lo real con lo imaginario que transmite
la moral dominante, con la ayuda de la ideología, la política y la religión,
que actúan conjuntamente para reproducir y conservar la mitología primitiva.
Ahora bien, el deseo no es falta, sino exceso que amenaza
con desbordarse; el placer no define la completitud supuestamente realizada,
sino el desborde por el desahogo.
La codificación ascética
Como la renuncia a los placeres de la carne es un punto de vista
espiritual, después de colocar bien alto el listón con el fin de culpabilizar
al pobre tipo incapaz de elevarse hasta la altura ideal, la propuesta de una
alternativa da la apariencia de magnanimidad y comprensión. Si el sacrificio
total del cuerpo resulta imposible, bien se puede tolerar, señal de
generosidad, un sacrificio parcial: basta con la castidad familiar. El
matrimonio la permite. Véanse todas la elucubraciones de Pablo de Tarso en sus
diferentes Epístolas. (…)
Con el tiempo, la llama de la pasión original se consume y luego
desaparece. El aburrimiento, la repetición, la sujeción del deseo (libertario y
nómada, por esencia) en la forma limitada de un placer repetitivo y sedentario
extingue la libido. En la familia en la que la mayor parte del tiempo está
puesta al servicio de los niños y del marido, la mujer muere cuando triunfan la
madre y la esposa, que gastan y consumen casi toda su energía.
Escrita en la lengua de la costumbre y de la eterna
cantinela, la sexualidad conyugal coloca la libido en los compartimentos apolíneos
de una vida familiar reglamentada, en la que el individuo desaparece en
provecho del sujeto. Dionisos muere y se instala la miseria sexual. Tanto es
así que, a fuerza de determinismos sociales y propagandas ideológicas
moralizadoras de todo tipo, la servidumbre se vuelve voluntaria, y –definición de
la alienación– la víctima incluso acaba por encontrar su placer en la renuncia
de sí misma.
El eros liviano.
Para eliminar la miseria sexual, acabemos con los
razonamientos perversos que la hacen posible: el deseo como falta; el placer
asociado a colmar esa supuesta falta a través de la pareja fusionada; la
familia apartada de su necesidad natural y transformada en solución de la
libido considerada como problema; la promoción de la pareja monógama, fiel, que
comparte el mismo hogar cada día; el sacrificio de las mujeres y de lo femenino
en ellas; y los niños convertidos en verdad ontológica del amor de sus padres.
El afán de superar esas ficciones socialmente útiles y necesarias, pero fatales
para los individuos, contribuye a la construcción de un eros liviano.
Para empezar, separemos amor, sexualidad y procreación. La confusión
de las tres instancias por la moral cristiana obliga a amar a la pareja de la relación
sexual con la finalidad de tener hijos. Digamos que esa persona no puede ser
una relación pasajera, sino un marido debidamente casado con esa mujer y una
dama desposada de modo definitivo con ese hombre. De no ser así, es pecado.
(…) No querer comprometerse de por vida en una historia de
larga duración no impide la presencia del amor.
(…) La construcción de situaciones eróticas livianas define
el primer grado de un arte de amar digno
de ese nombre.
La máquina célibe.
Mi definición de soltero no incluye la acepción usual del
estado civil. Para mí, el soltero no vive necesariamente solo, sin compañero ni
compañía, sin marido o mujer, o sin pareja oficial. Define más bien a aquel
que, aun comprometido en una historia digamos amorosa, conserva las prerrogativas
y el ejercicio de su libertad. Esta figura aprecia su independencia y goza de
su soberana autonomía. (…)
Las combinaciones lúdicas
(…) Esa riqueza erótica incluye a múltiples personajes:
lección cardinal. Ningún ser puede por sí solo llenar todas esas funciones y
alcanzar la perfección de una encarnación ideal en el momento previsto. La
pareja tradicional cree que el otro concentra todas las potencialidades: a la
vez niño y amo, padre e hijo, fuerte y frágil, protector y vulnerable, amigo y
amante, educador y hermano, marido y confidente..., e igualmente para lo
femenino. ¿Cómo podría un solo individuo desempeñar el papel apropiado, el
papel justo, en el instante adecuado? Tonterías...
La posibilidad de combinaciones lúdicas supone la diversidad
de parejas. Nadie puede por sí solo actuar según las virtudes de Dios:
ubicuidad, eficacia múltiple, plasticidad pasional, polimorfismo sentimental...
Cada cual da lo que puede: dulzura, belleza, inteligencia, disponibilidad,
ternura, devoción, paciencia, complicidad, erotismo, sexualidad, un conjunto o
una serie de configuraciones improbables, y otras figuras retóricas nominalistas.
Esas microsociedades electivas, eróticas, no ganan nada si
son transparentes y se exponen a la opinión pública. Discretas cuando no
secretas, ganan tanto más en eficacia cuando no se arriesgan al juicio
moralizante de los que, carentes de coraje, calidad y temperamento, faltos de
imaginación y audacia, aspiran a esa diversidad erótica, no la obtienen y,
según un principio tan viejo como el mundo, desprecian lo que no pueden ni
saben alcanzar. No hay necesidad de darles la oportunidad de un falso moralismo
que oculta un auténtico resentimiento.
La discreción ofrece otra ventaja, pues impide que los celos
–esa prueba de nuestra indiscutible pertenencia al reino animal, esa
demostración evidente de la verdad etológica– destruyan las relaciones en las
que un poco de cultura permite mucho erotismo. En una relación tradicional,
ninguno puede tolerar la alegría del otro si la alegría no pasa también por él,
porque da la impresión de que el excluido carece de medios para alcanzar esa alegría
obtenida con un tercero. Para evitar los celos más vale no meterse en
situaciones que podrían llevar a padecerlos... La discreción para sí obliga a
rechazar la indiscreción para el otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario