martes, 15 de octubre de 2019

El amor liviano.

Michel Onfray, La potencia de existir. Manifiesto hedonista.Tercera parte: una erótica solar- selección de fragmentos-


 La mitología de la falta.

Veinte siglos de judeocristianismo –al por mayor– dejan huellas en el formateado del cuerpo occidental. (…) Occidente inventa el mito del deseo como falta. Desde el discurso sobre el andrógino que pronuncia Aristófanes en el Banquete de Platón hasta los Escritos de Jacques Lacan, pasando por el corpus paulino, la ficción dura y perdura.

(…) En efecto, esa ficción peligrosa conduce a buscar lo inexistente, y por lo tanto a encontrar la frustración. La búsqueda del Príncipe Azul –o la de su fórmula femenina produce decepciones: lo real nunca soporta las comparaciones con el ideal. La voluntad de completud genera el dolor de la incompletitud, salvo que se pongan en marcha los mecanismos de defensa, como la negación, que impiden la manifestación de lo evidente en la conciencia. La decepción termina siempre por salir a luz cuando comparamos lo real con lo imaginario que transmite la moral dominante, con la ayuda de la ideología, la política y la religión, que actúan conjuntamente para reproducir y conservar la mitología primitiva.

Ahora bien, el deseo no es falta, sino exceso que amenaza con desbordarse; el placer no define la completitud supuestamente realizada, sino el desborde por el desahogo.


La codificación ascética

Como la renuncia a los placeres de la carne es un punto de vista espiritual, después de colocar bien alto el listón con el fin de culpabilizar al pobre tipo incapaz de elevarse hasta la altura ideal, la propuesta de una alternativa da la apariencia de magnanimidad y comprensión. Si el sacrificio total del cuerpo resulta imposible, bien se puede tolerar, señal de generosidad, un sacrificio parcial: basta con la castidad familiar. El matrimonio la permite. Véanse todas la elucubraciones de Pablo de Tarso en sus diferentes Epístolas. (…)

Con el tiempo, la llama de la pasión original se consume y luego desaparece. El aburrimiento, la repetición, la sujeción del deseo (libertario y nómada, por esencia) en la forma limitada de un placer repetitivo y sedentario extingue la libido. En la familia en la que la mayor parte del tiempo está puesta al servicio de los niños y del marido, la mujer muere cuando triunfan la madre y la esposa, que gastan y consumen casi toda su energía.

Escrita en la lengua de la costumbre y de la eterna cantinela, la sexualidad conyugal coloca la libido en los compartimentos apolíneos de una vida familiar reglamentada, en la que el individuo desaparece en provecho del sujeto. Dionisos muere y se instala la miseria sexual. Tanto es así que, a fuerza de determinismos sociales y propagandas ideológicas moralizadoras de todo tipo, la servidumbre se vuelve voluntaria, y –definición de la alienación– la víctima incluso acaba por encontrar su placer en la renuncia de sí misma.


El eros liviano.

Para eliminar la miseria sexual, acabemos con los razonamientos perversos que la hacen posible: el deseo como falta; el placer asociado a colmar esa supuesta falta a través de la pareja fusionada; la familia apartada de su necesidad natural y transformada en solución de la libido considerada como problema; la promoción de la pareja monógama, fiel, que comparte el mismo hogar cada día; el sacrificio de las mujeres y de lo femenino en ellas; y los niños convertidos en verdad ontológica del amor de sus padres. El afán de superar esas ficciones socialmente útiles y necesarias, pero fatales para los individuos, contribuye a la construcción de un eros liviano.

Para empezar, separemos amor, sexualidad y procreación. La confusión de las tres instancias por la moral cristiana obliga a amar a la pareja de la relación sexual con la finalidad de tener hijos. Digamos que esa persona no puede ser una relación pasajera, sino un marido debidamente casado con esa mujer y una dama desposada de modo definitivo con ese hombre. De no ser así, es pecado.

(…) No querer comprometerse de por vida en una historia de larga duración no impide la presencia del amor.

(…) La construcción de situaciones eróticas livianas define el  primer grado de un arte de amar digno de ese nombre.


La máquina célibe.

Mi definición de soltero no incluye la acepción usual del estado civil. Para mí, el soltero no vive necesariamente solo, sin compañero ni compañía, sin marido o mujer, o sin pareja oficial. Define más bien a aquel que, aun comprometido en una historia digamos amorosa, conserva las prerrogativas y el ejercicio de su libertad. Esta figura aprecia su independencia y goza de su soberana autonomía. (…)


Las combinaciones lúdicas

(…) Esa riqueza erótica incluye a múltiples personajes: lección cardinal. Ningún ser puede por sí solo llenar todas esas funciones y alcanzar la perfección de una encarnación ideal en el momento previsto. La pareja tradicional cree que el otro concentra todas las potencialidades: a la vez niño y amo, padre e hijo, fuerte y frágil, protector y vulnerable, amigo y amante, educador y hermano, marido y confidente..., e igualmente para lo femenino. ¿Cómo podría un solo individuo desempeñar el papel apropiado, el papel justo, en el instante adecuado? Tonterías...

La posibilidad de combinaciones lúdicas supone la diversidad de parejas. Nadie puede por sí solo actuar según las virtudes de Dios: ubicuidad, eficacia múltiple, plasticidad pasional, polimorfismo sentimental... Cada cual da lo que puede: dulzura, belleza, inteligencia, disponibilidad, ternura, devoción, paciencia, complicidad, erotismo, sexualidad, un conjunto o una serie de configuraciones improbables, y otras figuras retóricas nominalistas.

Esas microsociedades electivas, eróticas, no ganan nada si son transparentes y se exponen a la opinión pública. Discretas cuando no secretas, ganan tanto más en eficacia cuando no se arriesgan al juicio moralizante de los que, carentes de coraje, calidad y temperamento, faltos de imaginación y audacia, aspiran a esa diversidad erótica, no la obtienen y, según un principio tan viejo como el mundo, desprecian lo que no pueden ni saben alcanzar. No hay necesidad de darles la oportunidad de un falso moralismo que oculta un auténtico resentimiento.

La discreción ofrece otra ventaja, pues impide que los celos –esa prueba de nuestra indiscutible pertenencia al reino animal, esa demostración evidente de la verdad etológica– destruyan las relaciones en las que un poco de cultura permite mucho erotismo. En una relación tradicional, ninguno puede tolerar la alegría del otro si la alegría no pasa también por él, porque da la impresión de que el excluido carece de medios para alcanzar esa alegría obtenida con un tercero. Para evitar los celos más vale no meterse en situaciones que podrían llevar a padecerlos... La discreción para sí obliga a rechazar la indiscreción para el otro.

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