domingo, 13 de octubre de 2019

Los espíritus libres


Si la moral cristiana fue criticada duramente por Nietzsche es porque este entiende que es una moral de esclavos, de gente que es incapaz de mandarse a sí misma y solo desea obedecer. Pero ante la muerte de Dios se abre un nuevo panorama, ya no hay valores absolutos, ya no hay garantía de lo que está bien o lo que esta mal, somos nosotros los creadores de tales conceptos. Por eso tenemos dos opciones: o somos los creadores de los nuevos valores, o somos un animal de rebaño que sigue a la manada y obedece a los valores de otros. Por eso Nietzsche sostiene que hay dos clases de hombres; los espíritus libres, aventureros, destructores, capaces de sobrevolar por encima del bien y del mal y de crear nuevos valores; y los espíritus siervos, que solo son capaces de obedecer y que se aferran al pasado y los valores de su época, conservadores por excelencia, temeros y reaccionarios de todo lo nuevo, de todo lo que busca un cambio.

Lógicamente no se nace espíritu libre o espíritu siervo, sino que se llega a serlo. En un fragmento de Humano demasiado humano dice:


«Llamamos espíritu libre al que piensa de otro modo al que pudiera esperarse de su origen, de sus relaciones, de su situación y de su empleo o de las opiniones reinantes en su tiempo. El espíritu libre es la excepción, los espíritus siervos son la regla» (Nietzsche Humano demasiado humano)
Como vemos las categorías de espíritus libres y espíritus siervos no son determinantes ni definitivas. Todos somos en principio espíritus siervos, el mismo Nietzsche confiesa el proceso de su liberación en su libro Humano demasiado humano, proceso que es descrito apasionadamente, lleno de contradicciones y que trae como última consecuencia la soledad. 

"La gran transformación llega para siervos de esta especie como un terremoto: el alma joven se siente en un sólo instante conmovida, desasida, arrancada de todo lo que antes amaba; ni aun se da cuenta de lo que le pasa. Extraña investigación, desconocida fuerza impulsiva la dominan y se apoderan de ella, hasta imponérsele como una orden; se despierta el deseo, la voluntad de ir adelante, no importa adónde, a toda costa; violenta y peligrosa curiosidad de un mundo no descubierto brilla y flamea en todos sus sentidos. «Antes morir que vivir aquí» – le dice la imperiosa voz de seducción: – y este «aquí», este «en nuestra casa», ¡es todo lo que amó hasta esa hora! Miedo, desconfianza repentina de todo lo que amaba, relámpagos de desprecio por todo lo que para ella significaba «deber», deseo sedicioso, voluntarioso, irresistible como un volcán, de viajar, de alejamiento, de expatriación, de refrigerio, de salir de la embriaguez, de tornarse de hielo; odio para el amor; a veces un paso y una mirada sacrílega hacia atrás, hacia allá, hacia donde hasta entonces se había orado y amado; quizá una sensación de vergüenza por lo que se acaba de hacer, y un grito de alegría al mismo tiempo por haberlo hecho; angustia y embriaguez de placer en que se revela una victoria –¿una victoria? ¿sobre qué? ¿sobre quién?– victoria enigmática, problemática, sujeta a caución, pero que es, en fin, la primera victoria: tales son los males y los dolores que componen la historia de la gran transformación" (Nietzsche, Humano demasiado humano)

El proceso de liberación es largo, no basta con desprenderse de ciertas cadenas para ser libre. Nietzsche diferencia dos momentos del proceso de liberación: un primer momento donde se es "libre de" y un segundo momento donde se es "libre para". Así lo distingue en su Zaratustra, precisamente en el discurso titulado "Del camino del creador":

«¿Libre te llamas a ti mismo? Quiero oír tu pensamiento dominante, y no que has escapado de un yugo. ¿Eres tú alguien al que le sea lícito escapar de un yugo? Más de uno hay que arrojó de sí su último valor al arrojar su servidumbre. ¿Libre de qué?   ¡Qué importa eso a Zaratustra!  Tus ojos deben anunciarme con claridad: ¿libre para qué?»   (Así habló Zaratustra, Del camino del creador)

Este proceso es también descrito a través del discurso "Las tres transformaciones del espíritu", donde muestra cómo el espíritu puede pasar de siervo-camello, a león-reaccionario (que lucha en la soledad del desierto para liberarse y se enfrenta al gran dragón), para finalmente convertirse en niño (quien ya no lucha ni escapa, y es libre para crear)

Los espíritus libres, que ya han recorrido el camino de la libertad, que han dejado atrás su pasado y han olvidado, aquellos son capaces de crear nuevos valores, sobrepasando las barreras morales que impone la sociedad, respondiendo únicamente a su propia voluntad, son, en el fondo, los que conducen a la humanidad, quienes permiten que esta se supere. Nietzsche otorga un nuevo nombre para aquellos:  los superhombres, los superadores de la humanidad; genios, subversivos, solitarios, capaces de grandes cosas, generalmente incomprendidos. ¿Dónde están hoy los superhombres? ¿O es que aún no han llegado?



El árbol de la montaña

A continuación compartimos un diálogo que tiene Zaratustra con un joven que está atravesando su propia transformación:

El ojo de Zaratustra había visto que un joven lo evitaba. Y cuando una tarde caminaba solo por los montes que rodean la ciudad llamada «La Vaca Multicolor»: he aquí que encontró en su camino a aquel joven, sentado junto a un árbol en el que se apoyaba y mirando al valle con mirada cansada. Zaratustra agarró el árbol junto al cual estaba sentado el joven y dijo: Si yo quisiera sacudir este árbol con mis manos, no podría. Pero el viento, que nosotros no vemos, lo maltrata y lo do​bla hacia donde quiere. Manos invisibles son las que peor nos doblan y maltratan. Entonces el joven se levantó consternado y dijo: «Oigo a Zaratustra, y en él estaba precisamente pensando.» Zaratustra re​plicó: «¿Y por eso te has asustado? Al hombre le ocurre lo mis​mo que al árbol. Cuanto más quiere elevarse hacia la altura y hacia la luz, tanto más fuertemente tienden sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, lo profundo; hacia el mal.» «¡Sí, hacia el mal!, exclamó el joven. ¿Cómo es posible que tú hayas descubierto mi alma?» Zaratustra sonrió y dijo: «A ciertas almas no se las descubrirá nunca a no ser que antes se las invente». «¡Sí, hacia el mal!, volvió a exclamar el joven. Tú has dicho la verdad, Zaratustra. Desde que quiero elevarme hacia la altura ya no tengo confianza en mí mismo, y ya nadie tiene confianza en mí; ¿cómo ocurrió esto? Me transformo demasiado rápidamente: mi hoy refuta a mi ayer. A menudo salto los escalones cuando subo; esto no me lo perdona ningún escalón. Cuando estoy arriba, siempre me encuentro solo. Nadie habla conmigo, el frío de la soledad me hace estremecer. ¿Qué es lo que quiero yo en la altura? Mi desprecio y mi anhelo crecen juntos; cuanto más alto subo, tanto más desprecio al que sube. ¿Qué es lo que quiere éste en la altura? ¡Cómo me avergüenzo de mi subir y tropezar! ¡Cómo me burlo de mi violento jadear! ¡Cómo odio al que vuela! ¡Qué cansado estoy en la altura!» Aquí el joven calló. Y Zaratustra miró detenidamente el ár​bol junto al que se hallaban y dijo: «Este árbol se encuentra solitario aquí en la montaña; ha crecido muy por encima del hombre y del animal. Y si quisiera hablar, no tendría a nadie que lo comprendie​se: tan alto ha crecido. Ahora él aguarda y aguarda; ¿a qué aguarda, pues? Habita demasiado cerca del asiento de las nubes: ¿acaso aguarda el primer rayo?». Cuando Zaratustra hubo dicho esto el joven exclamó con ademanes violentos: «Sí, Zaratustra, tú dices verdad. Cuando yo quería ascender a la altura, anhelaba mi caída, ¡y tú eres el rayo que yo aguardaba! Mira, ¿qué soy yo desde que tú nos has aparecido? ¡La envidia de ti es lo que me ha destruido!», Así dijo el joven, y lloró amargamente. Mas Zaratustra lo rodeó con su brazo y se lo llevó consigo. Y cuando habían caminado un rato juntos, Zaratustra co​menzó a hablar así: Mi corazón está desgarrado. Aún mejor que tus palabras es tu ojo el que me dice todo el peligro que corres. Todavía no eres libre, todavía buscas la libertad. Tu búsqueda te ha vuelto insomne y te ha desvelado demasiado. Quieres subir a la altura libre, tu alma tiene sed de estrellas. Pero también tus malos instintos tienen sed de libertad. Tus perros salvajes quieren libertad; ladran de placer en su cueva cuando tu espíritu se propone abrir todas las prisio​nes. Para mí eres todavía un prisionero que se imagina la libertad: ay, el alma de tales prisioneros se torna inteligente, pero también astuta y mala. El liberado del espíritu tiene que purificarse todavía. Muchos restos de cárcel y de moho quedan aún en él: su ojo tiene que volverse todavía puro. Sí, yo conozco tu peligro. Mas por mi amor y mi esperanza te conjuro: ¡no arrojes de ti tu amor y tu esperanza! Todavía te sientes noble, y noble te sienten todavía también los otros, que te detestan y te lanzan miradas malvadas. Sabe que un noble les es a todos un obstáculo en su camino. También a los buenos un noble les es un obstáculo en su camino: y aunque lo llamen bueno, con ello lo que quieren es apartarlo a un lado. El noble quiere crear cosas nuevas y una nueva virtud. El bueno quiere las cosas viejas, y que se conserven. Pero el peligro del noble no es volverse bueno, sino insolen​te, burlón, destructor. Ay, yo he conocido nobles que perdieron su más alta esperanza. Y desde entonces calumniaron todas las esperanzas elevadas. Desde entonces han vivido insolentemente en medio de breves placeres, y apenas se trazaron metas de más de un día. “El espíritu es también voluptuosidad”, así dijeron. Y entonces se le quebraron las alas a su espíritu: éste se arrastra ahora de un sitio para otro y mancha todo lo que roe. En otro tiempo pensaron convertirse en héroes: ahora son libertinos. Pesadumbre y horror es para ellos el héroe. Mas por mi amor y mi esperanza te conjuro: ¡no arrojes al héroe que hay en tu alma! ¡Conserva santa tu más alta esperanza!, Así habló Zaratustra.



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