domingo, 28 de mayo de 2017

Fernando Savater, La gran invención griega

Después del éxito de "Ética para Amador", Fernando Savater decidió escribir un segundo libro para su hijo, "Política para Amador". Este puede leerse como una continuidad del primero. Tanto la ética como la política son formas de reflexionar sobre lo que uno debe hacer; en ambas se pone en juego la libertad, la responsabilidad y al fin y al cabo, un modelo de hombre. Ahora bien,  la ética tiene un carácter más bien individual, busca un acuerdo con uno mismo; en cambio la política tiene la mirada puesta en lo común, y por lo tanto busca un acuerdo con los otros. Ya no solo se pone en juego un modelo de hombre, sino de sociedad. En este sentido Política para Amador continúa el propósito del primer libro, aconsejar a su hijo e invitarlo a reflñexionar sobre sus acciones, sobre  lo que conviene y no conviene , sobre lo que debe y no debe hacer, pero con la mira puesta en "la cosa pública".
En la presente entrada compartimos algunos fragmentos del capítulo IV, "La gran invención griega", en referencia a la democracia. 

Un gran invento

¿Recuerdas el canto segundo de la Ilíada? Aquiles, el más temible de los guerreros griegos, se enfada con Agamenón y abandona el combate: ¡largo combate, porque los griegos llevan ya diez años sitiando la bien amurallada ciudad de Troya! Los diversos jefes de las tropas aqueas se reúnen para discutir lo que deben hacer en la nueva situación que se les presenta: ¿abandonar el asedio y volver a casa? ¿Atacar a tumba abierta, aun sin contar con la ayuda del enojado Aquiles? Cada una de las posturas tiene partidarios y detractores. También entre los guerreros de la tropa se oyen voces discrepantes, quizá incluso hay conatos de rebelión, como el encabezado por Tersites, un simple hombre del pueblo que ya está harto de los abusos y caprichos del rey Agamenón. Tersites es partidario de volver a Grecia y dejar en el campo de batalla al orgulloso Agamenón, solo con todo su botín a las puertas de Troya: ¡a ver cómo se las arregla sin ayuda, él que se considera tan superior a todos los demás! Pero Ulises interviene y le hace callar sin contemplaciones, a Tersites y a todos los restantes hombres del pueblo que intentan meter baza en el debate de los reyes. ¡A callar, que no todo el mundo puede ser rey! Los que han nacido para obedecer no deben entrometerse en las deliberaciones de los que nacieron para mandar. Y el pobre Tersites (Homero insiste mucho en que era muy feo y medio jorobado, para que sea más evidente aún su atrevimiento al intentar dar lecciones a los más hermosos y fuertes de los príncipes) termina llorando en un rincón, con un enorme chichón producido por el porrazo que el rey Ulises le ha atizado con su cetro... Supongo que si te digo que en esta escena de la Ilíada lo que en el fondo está contando Homero son los albores de la democracia pensarás que te estoy tomando el pelo. Y sin embargo me parece que es de eso precisamente de lo que se trata. 


(...) Tu santa indignación (como la de quienes rechazan la democracia de los atenienses porque tenían esclavos, tema del que luego hablaremos) demuestra lo arraigado que tenemos ya el principio de que todos los individuos deben tener por igual voz y voto en las cuestiones de organización política, sea cual fuese su clase social, su familia, su sexo, etc... ¡Ah, pero eso que te parece a ti tan evidente es una idea revolucionaria, nueva, verdaderamente subversiva!

(...) Vamos a ver. No hay nada de evidente en eso de que los hombres son iguales. Más bien todo lo contrario: ¡lo evidente es que los hombres son radicalmente distintos unos de otros! Los hay cobardes y débiles, fuertes y valientes, fuertes pero cobardes, débiles pero valientes, guapos, feos, altos, bajos, rápidos, lentos, listos, bobos... por no hablar de que unos son niños, otros adultos y otros viejos, o que unos son mujeres y los demás hombres. De las diferencias de raza, lengua, cultura, etc., no hablaremos por el momento para no liar las cosas demasiado desde el principio. Lo que quiero señalarte es que lo que salta a la vista no es la igualdad entre los hombres, sino su desigualdad (...)

Los hombres se hicieron desiguales no sólo por lo que eran, sino también por lo que tenían. Y lo más importante: las desigualdades se hicieron hereditarias. Los hijos de los reyes fueron reyes, los hijos de ricos nacían también ya ricos y el que tenía padres esclavos no podía aspirar a nada mejor que a la esclavitud. Quedó establecido que unos venían al mundo para mandar y otros para obedecer (...) 

Los griegos, por supuesto, se sometieron también en sus comienzos a este mismo tipo de autoridades inapelables (...)  Pero poco a poco se les empezó a ocurrir una idea algo rara: los individuos se parecen entre sí más allá de sus diferencias, porque todos hablan, todos pueden pensar sobre lo que quieren o lo que les conviene, todos son capaces de inventar algo o de rechazar algo inventado por otro... (...) El nombre por el que ahora conocemos ese invento griego, el más revolucionario políticamente hablando que nunca se haya dado en la historia humana, es democracia.


La democracia Griega

La democracia griega estaba sometida al principio de isonomía: es decir, las mismas leyes regían para todos, pobres o ricos, de buena cuna o hijos de padres humildes, listos o tontos. Sobre todo, las leyes eran inventadas por los mismos que debían someterse a ellas: había que tener cuidado en la asamblea con no aprobar leyes malas, porque uno podría ser su primera víctima... Nadie estaba en la ciudad por encima de la ley y la ley (la misma ley) tenía que ser obedecida por todos. Pero la ley no provenía de nada más elevado que los hombres, no era la orden irrevocable dada por los dioses o los antepasados míticos, sino que la asamblea de los ciudadanos (todos ellos políticos, es decir administradores de su polis) era su origen y por tanto podía modificarla o abolirla si a la mayoría le parecía conveniente. Tan en serio se tomaban los antiguos atenienses la igualdad política de los ciudadanos, y tan convencidos estaban de que su obediencia se debía sólo a las leyes y no a personas, por «especiales» que fuesen (no aceptaban especialistas en mandar)... ¡que la mayoría de las magistraturas y otros cargos públicos de la polis se decidían por sorteo! Como todos los ciudadanos eran iguales, como ninguno podía negarse a cumplir sus obligaciones políticas con la comunidad (todo el mundo participaba en las decisiones y podía llegar a ocupar puestos de autoridad, pero era obligatorio decidir y mandar llegado el caso), echar a suertes los cargos políticos parecía a los griegos la mejor de las soluciones.

¿Isonomía? ¿La misma ley para todos? ¿Igualdad política? Ya te estoy oyendo protestar. ¡Cómo iba a ser verdadera esa igualdad, si tenían esclavos! En efecto, los esclavos no participaban en la vida política griega. Ni tampoco las mujeres (que, por cierto, tuvieron que esperar nada menos que veintiséis siglos, hasta ayer como quien dice, para tener plenos derechos políticos... salvo en los países islámicos, donde siguen esperando). Tienes razón en tu protesta, pero no olvides que desde aquella lejana Grecia han pasado muchos cientos de años y se han revisado muchas creencias. Los pioneros atenienses nunca sostuvieron que todos los seres humanos tienen derechos políticos iguales: lo que inventaron y establecieron es que todos los ciudadanos atenienses tenían derechos políticos iguales. Y sabían que no todo el mundo era ciudadano ateniense: había que ser varón, de cierta edad, no esclavo, nacido en la polis, etc. Pero todos los que reunían esos requisitos eran políticamente iguales. Te aseguro que el cambio de mentalidad ya es bastante revolucionario para lo que entonces había en Persia, Egipto, China o en el México de los aztecas (...)

En su más remoto origen, el método democrático a la griega debió de parecerse bastante a reuniones de jefes heroicos como la que cuenta Hornero en la Ilíada. Sólo los valientes (es decir, los que han probado que valen) eran reconocidos como iguales por la asamblea de los mejores. Pero en ese distinguido grupo el poder ya no viene de los cielos ni de la sangre o la riqueza, sino que brota de la decisión unánime del conjunto. En los reinos como el egipcio o el persa, el sistema político es algo parecido a una pirámide: el faraón o el Gran Rey ocupan el vértice superior, debajo están los nobles, los sacerdotes, los guerreros, los grandes comerciantes, etc. hasta llegar a la base, ocupada por el pueblo llano. El poder se irradiaba desde arriba hacia abajo, hasta llegar a los que recibían órdenes de todo el mundo y no podían dárselas a nadie, los cuales eran precisamente la gran mayoría de la población. En cambio, el poder político entre los griegos se parecía más bien a un círculo: en la asamblea todos se sentaban equidistantes de un centro en donde simbólicamente estaba el poder decisorio. Es to mesón, decían ellos: o sea, en el medio. Cada cual podía tomar la palabra y opinar, sosteniendo mientras tanto una especie de cetro que indicaba su derecho a hablar sin ser interrumpido. En los otros reinos, los piramidales, sólo el rey tenía cetro y poder decisorio; entre los griegos, el cetro era rotatorio a lo largo de la asamblea circular y las decisiones se tomaban después de haber oído a todo el que tenía algo que decir. Claro que ese círculo democrático debió de ser bastante excluyente y aristocrático: ¡que se lo digan al plebeyo Tersites, al que Ulises atizó con el cetro de la palabra en lugar de concedérselo para que hablara! Pero después se fue haciendo más ancho, hasta abarcar a la totalidad de los ciudadanos en la época clásica, más o menos hacia el siglo V antes de Cristo. Por fin los Tersites de Atenas, es decir, los artesanos, agricultores, comerciantes, etc., pudieron hacer oír su voz y tuvieron voto junto al astuto Ulises o el feroz Agamenón.


Los problemas de la democracia

No voy a ocultarte que desde el comienzo la invención democrática tuvo serios adversarios, tanto en lo teórico como en lo práctico. La verdad es que la democracia se basa en una paradoja que resulta evidente a poco que se reflexione sobre el asunto: todos conocemos más personas ignorantes que sabias y más personas malas que buenas... luego es lógico suponer que la decisión de la mayoría tendrá más de ignorancia y de maldad que de lo contrario. Los enemigos de la democracia insistieron desde el primer momento en que fiarse de los muchos es fiarse de los peores. Los más grandes filósofos de Atenas, como Sócrates y su discípulo Platón, señalaron con agudeza que la gente no suele tener más que conocimientos «de andar por casa», basados en observaciones apresuradas de lo cotidiano y en lo que oyen decir a los demás (...)

(...) La mayoría de los asuntos importantes de la comunidad, como la economía o los proyectos militares, son difíciles de comprender para los profanos: ¿cómo va a valer lo mismo la opinión del general y la del carpintero cuando lo que se esté discutiendo sea la estrategia para defenderse del enemigo? Además, la gente cambia de parecer cada dos por tres: hoy aborrecen y se indignan contra la idea que les parecía estupenda ayer. A la mayoría se la engaña con facilidad, cualquier sofista o demagogo que dice palabras bonitas es más escuchado que la persona razonable que señala defectos o problemas (...)

(...) Lo natural es que manden los más fuertes, los más listos, los más ricos, los de mejor familia, los que piensan más profundamente o han estudiado más, los más buenos, los más santos, los generosos, los que tienen ideas geniales para salvar a los demás, los justos, los puros, los astutos, los... los que quieras, ¡pero no todos! 

Este sistema no garantiza más aciertos que los habituales cuando manda uno sólo o unos pocos; ni tampoco mejores leyes, ni mayor honradez pública, ni siquiera más prosperidad. Lo único garantizado es que habrá más conflictos y menos tranquilidad (...)


martes, 4 de abril de 2017

Nietzsche: mi práctica bélica

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En entradas anteriores hablamos de la filosofía de Nietzsche como la filosofía del martillo. Así como Sócrates tenía su método -la ironía y la mayéutica- o Descartes tenía el suyo -la  duda metódica-, Nietzsche emplea un modo, una manera de hacer filosofía "a martillazos". Se trata de golpear duramente en los conceptos e ideas filosóficas que nos gobiernan para ver lo que se esconde detrás, para ver cómo fueron construidos "pieza por pieza".

Este modo de hacer filosofía en apariencia anárquico tiene sus reglas. Se podría decir que Nietzsche tiene una "ética" de la destrucción. No se trata de romper todo y de cualquier modo. En su autobiografía, Ecce Homo nos habla de su "práctica bélica", es decir, del modo en que encaraba un combate:

"Mi práctica bélica puede resumirse en cuatro principios. Primero: yo sólo ataco causas que triunfan; en ocasiones espero hasta que lo consiguen. Segundo: yo sólo ataco causas cuando no voy a encontrar aliados, cuando estoy solo, cuando me comprometo exclusivamente a mí mismo. No he dado nunca un paso en público que no me comprometiese; éste es mi criterio del obrar justo. Tercero: yo no ataco jamás a personas, me sirvo de la persona tan sólo como de una poderosa lente de aumento con la cual puede hacerse visible una situación de peligro general (...) Cuarto: yo sólo ataco causas cuando está excluida cualquier disputa personal, cuando está ausente todo trasfondo de experiencias penosas."

Analicemos estos principios uno por uno. 

1- Yo solo ataco lo que triunfa. Es decir, no tiene sentido hacer leña del árbol caído. Hay que saber elegir los enemigos, porque ellos hablan de nosotros. Hay que elegir enemigos que estén a nuestra altura, no enemigos débiles, fáciles de vencer, sino fuertes, que nos pongan a prueba, que nos permita superarnos a nosotros mismos. 

2- Hay que atacar en soledad. Es fácil atacar en patota, seguir a la manada, buscar las presas fáciles, aquellas que se encuentran aisladas, las minorías, los raros, los extraños, aquellos de los cuales todo el mundo se ríe. Al contrario, Nietzsche ataca lo que todo el mundo celebra y defiende, ataca a las manadas, al sentido común, al poder establecido. 

3- No se ataca a personas, se ataca a los valores que esa persona representa. No hay que hacer del ataque una cuestión personal, sino que hay que poner en evidencia qué valores, qué prácticas son las que esa persona reproduce, y los peligros que estos conllevan. No por lo que una persona en particular pueda hacer, sino por lo que esos valores y esas prácticas son capaces de hacer si se reproducen, si son aceptados y se vuelven la norma, lo normal.

4- Hay que dejar lo personal de lado. No vale herir al otro por cuestiones que nada tienen que ver con la causa por la que se combate. No vale atacar allí donde duele para lastimar a la persona, porque no es la persona lo que se combate, sino las ideas y los valores, que representa.

Si una de las funciones de la filosofía es "atacar" aquello que no nos gusta, criticarlo, destruirlo, tratar de cambiarlo, podemos seguir el ejemplo de Nietzsche y hacerlo en base a una ética de combate. Para ello es necesario que reflexionemos sobre nuestros modos de librar las batallas, nuestros modos de atacar,  y que más allá de los triunfos y las derrotas, podamos elegirnos. Sobre todo porque cuando combatimos usualmente perdemos toda identidad, aveces nos parecernos a nuestro enemigo y hasta incluso olvidamos y traicionamos las causas que defendemos. De ahí la necesidad de pensarnos y elegirnos en nuestras "prácticas bélicas"


Protágoras y el relativismo




Protágoras escribió muchas obras pero ninguna de ellas llegó a nosotros. Una de las más famosas se titulaba "Sobre los dioses", y en ella declaraba su agnosticismo. A causa de ello fue desterrado de Atenas y todas sus obras fueron quemadas en la plaza pública. Su pensamiento nos llega por las obras de otros filósofos, principalmente Platón y Aristóteles, que fueron muy críticos con él.

Fue un sofista muy famoso.  Se dice que enseñaba a sus discípulos a alabar y a criticar a una misma persona, y sostenía que "sobre cualquier tema se pueden mantener con igual valor dos tesis contrarias".

Esta idea se fundamentaba  en su concepción relativista, para la cual las cosas no son sino  "en relación a algo". Un juicio solo es válido bajo determinada relación, y su negación también será válida, pero bajo otra determinada relación.

Una de las frases más conocidas y recordadas de Protágoras es:
"el hombre es la medida de todas las cosas"

Se ha generado una gran discusión en torno al significado de esta frase, principalmente por la manera en que debemos entender el concepto de "hombre". Este puede referirse a cada individuo particular, al hombre social (o la sociedad) o al hombre universal (la humanidad)

La primera opción llevaría a un relativismo extremo. La podemos encontrar en Platón. En su diálogo Teetetes dice:

"¿No es verdad que Protágoras dice algo así: tal como me parecen las cosas, tales son para mí; tal como te parecen, tal son para ti. Pues tú eres hombre y yo también?"

Dado que "tú eres hombre y yo también" ninguna de las representaciones puede pretender con mayor derecho ser verdadera, ya que todas son igualmente. De ahí que el conocimiento no pueda ser universal, sino individualizado.

Una segunda opción es la que enuncia Sexto Empírico:

"Esta doctrina se resuelve en estas palabras: sobre lo justo y lo injusto, lo santo y lo no santo, estoy dispuesto a sostener con toda firmeza que, por naturaleza, no hay nada que lo sea esencialmente, sino que es el parecer de la colectividad el que se hace verdadero cuando se formula y durante todo el tiempo que dura ese parecer"

Podemos deducir a partir de estar palabras un "relativismo cultural" o un "convencionalismo social"

La tercera opción (entender al hombre como la humanidad)  también la encontramos enunciada por Sexto Empírico:

"Según él, por lo tanto, acontece que el hombre es la norma de lo real. En efecto, todo lo que manifiesta a los hombres también es. Y lo que no se manifiesta a ningún hombre, no es."

Esta última alternativa es quizás la  menos adecuada ya que al ser "el hombre" en términos universales el que determina lo que es, sería posible establecer una verdad universal, lo que se parece más bien un idealismo, al estilo de Kant.

De las tres alternativas las dos primeras parecen ser más acordes con el pensamiento de Protágoras. Principalmente la primera, la más difundida por Platón. Volvamos a él. 

En el Teetetes le hace decir:

"Yo afirmo que la verdad es como he escrito: que cada uno de nosotros es la medida de lo que es y de lo que no es. Y que la diferencia de uno a otro es infinita, ya que a uno se manifiestan y son unas cosas, y  otro, otras diferentes (...) Recordad lo que se decía anteriormente, que al enfermo le parece amargo y, por lo tanto, lo es, todo lo que come, mientras que para el hombre sano es y parece lo contrario. Y no se debe, ni sería posible,  considerar a ninguno de los dos más sabio, ni acusar al enfermo de ignorante"

Es sabido que Protágoras afirmaba que la sensación era la única forma de conocimiento. Con lo cual el conocimiento nunca puede ser universal, sino siempre particular y cambiante.

En otro fragmento del Teetetes Sócrates realiza el siguiente planteo:

Socrates: ¿No hay momentos en que el mismo soplo de viento produce a uno de nosotros escalofríos y al otro nada?
Teetetes: Es cierto
Soc: En ese momento diremos que el viento es en sí mismo frío o no frío, o estaremos de acuerdo con Protágoras en que para él que tiene escalofríos es frío y para el otro no?
Teet: lo último es lo lógico

Sócrates trata de hacerle entender a Teetetes que una cosa es el ser (lo que es) y otra lo que percibimos. Actualmente podríamos decir que una cosa es la temperatura y otra la sensación térmica. Pero Teetetes, siguiendo a Protágoras , afirma que el ser es lo que percibimos. Si el ser es lo que cada uno percibe no existiría entonces "una única temperatura", sino solo "sensaciones térmicas". La postura relativista niega una única realidad al afirmar la multiplicidad de realidades y la imposibilidad de determinar cuál es la correcta. 

Pero Sócrates, defensor de una única realidad, no se queda callado y arremete:

"Me sorprende, que al principio de su libro “Verdad” (en referencia al libro de Protágoras) no haya dicho que el cerdo u otro animal más ridículo aún, son la medida de todas las cosas (...) Si las opiniones que se forman en nosotros por medio de las sensaciones, son verdaderas para cada uno; si nadie está en mejor estado que otro para decidir sobre lo que experimenta su semejante, ni es más hábil para discernir la verdad o falsedad de una opinión; si, por el contrario, como muchas veces se ha dicho, cada uno juzga únicamente de lo que pasa en él y si todos sus juicios son rectos y verdaderos, ¿por qué privilegio, mi querido amigo, ha de ser Protágoras sabio hasta el punto de creerse con derecho para enseñar a los demás y para poner sus lecciones a tan alto precio? Y nosotros, si fuéramos a su escuela, ¿no seríamos unos necios, puesto que cada uno tiene en sí mismo la medida de su sabiduría?"

En síntesis, Sócrates critica dos cosas: que las sensaciones sean una forma de conocimiento (sino también los animales tendrían derecho a definir lo real), y que nadie esté en mejores condiciones que otro para determinar lo verdadero. Por último, muestra la contradicción de ser relativista y al mismo tiempo pretender ser maestro o discípulo, ya que todo parecer sería igual de válido que cualquier otro. Sócrates muestra de esta manera lo insulso y perjudicial que puede resultar el relativismo.

También Aristóteles criticó duramente al relativismo por su carácter contradictorio. Aristóteles no comprende que una cosa pueda ser y no ser al mismo tiempo, o ser buena y ser mala. 

Como dijimos, la idea de Protágoras era que las cosas no son sino "en relación a algo". Para Aristóteles en cambio las cosas son de determinada manera, más allá de nuestro parecer o de toda relación. Un ejemplo son las matemáticas.

Por su parte Protágoras reconocía que las matemáticas eran universales y absolutas, pero argumentaba que  las matemáticas tratan de entes ideales, no de entes reales. Esa es la razón por la cual no serían relativas.

Pero para Aristóteles no solo las matemáticas son universales, sino también la lógica, y el relativismo es ilógico. Afirmar que "todo es relativo" sería afirmar una verdad universal, con lo cual,  no todo sería relativo. El relativismo, así termina anulándose a sí mismo.



Bibliografía: Protágoras y Górgias; Fragmentos y testimonios, Ediciones Orbis, Hyspamerica, Traducción e Introducción: José Barrio Gutierrez


lunes, 3 de abril de 2017

Los sofistas y el poder de la palabra

Los sofistas eran profesores itinerantes, iban de ciudad en ciudad ofreciendo a muy alto precio sus enseñanzas. Sabían un poco de todo: historia, filosofía, arte, etc.; pero por sobre todas las cosas, su fuerte era la retórica, el arte de pronunciar buenos discursos.





Según Filóstrato (Vida sof., I, ) "Górgias fue el iniciador de la más antigua sofística. Parece que fue el primero en hacer discursos improvisados. En efecto, en cierta ocasión fue al teatro de los atenienses y, con toda audacia, dijo: "proponed un tema"; y por primera vez realizó la ardua hazaña de pronunciar un discurso en estas condiciones, demostrando que tenía conocimientos den todas las materias y que podía hablar sobre cualquier cuestión confiándose en la ocurrencia del instante."

Decía Gorgias: "la retórica es, pues, ciencia persuasoria y cuando la habilidad en el hablar es lo suficientemente perfecta, el orador puede conseguir persuadir a los oyentes, incluso en las cuestiones más difíciles"

A los sofistas no les interesaba la verdad, podían argumentar a favor o en contra de una opinión. Otro sofista famoso, Protágoras, enseñaba a sus discípulos a alabar y a criticar a una misma persona, y decía que "sobre cualquier tema se pueden mantener con igual valor dos tesis contrarias". 

Los sofistas Daban especial importancia a la oratoria y la argumentación, con la finalidad  convencer a su público y a ganar pleitos en los tribunales. Tengamos también en cuenta que en ese momento en Grecia existía la democracia directa y que por lo tanto todos los ciudadanos libres podían participar de la asamblea pública En este contexto la capacidad de elaborar buenos discurso y de persuadir a través de la palabra tenía un enrome valor. De ahí la fama y la riqueza de los sofistas.


viernes, 24 de marzo de 2017

Kant, Crítica de la razón pura


-Selección de fragmentos-
Introducción

No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿por dónde iba a despertarse la facultad de conocer, para su ejercicio, como no fuera por medio de objetos que hieren nuestros sentidos y ora provocan por sí mismos representaciones, ora ponen en movimiento nuestra capacidad intelectual para compararlos, enlazarlos, o separarlos y elaborar así, con la materia bruta de las impresiones sensibles, un conocimiento de los objetos llamado experiencia? Según el tiempo, pues, ningún conocimiento precede en nosotros a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella.

Más si bien todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, no por eso origínase todo él en la experiencia. Pues bien podría ser que nuestro conocimiento de experiencia fuera compuesto de lo que recibimos por medio de impresiones y de lo que nuestra propia facultad de conocer (con ocasión tan sólo de las impresiones sensibles) proporciona por sí misma, sin que distingamos este añadido de aquella materia fundamental hasta que un largo ejercicio nos ha hecho atentos a ello y hábiles en separar ambas cosas.

Es pues por lo menos una cuestión que necesita de una detenida investigación y que no ha de resolverse enseguida a primera vista, la de si hay un conocimiento semejante, independiente de la experiencia y aún de toda impresión de los sentidos. (Introducción, I)

Tiene la Razón humana el singular destino, en cierta especie de conocimientos, de verse agobiada por cuestiones de índole tal que no puede evitarlas, porque su propia naturaleza las crea, y que no puede resolver, porque a su alcance no se encuentran.
Es así como incurre en oscuridades y contradicciones y, aunque puede deducir que éstas se deben necesariamente a errores ocultos en algún lugar, no es capaz de detectarlos, ya que los principios que utiliza no reconocen contrastación empírica alguna por sobrepasar los límites de toda experiencia. El campo de batalla de estas inacabables disputas se llama metafísica.
(Prólogo a la primera edición, 1781)


Pero hay algo más importante aún que lo antes dicho, y es que ciertos conocimientos abandonan incluso el campo de todas las experiencias posibles y, mediante conceptos para los cuales no puede ser dado en la experiencia ningún objeto correspondiente, parece que amplifican la extensión de nuestros juicios por encima de todos los límites de la experiencia. (...) Estos problemas inevitables de la razón pura son Dios, la libertad y la inmortalidad. La ciencia empero, cuyo último propósito, con todos sus armamentos, se endereza sólo a la solución de esos problemas, llámase metafísica (Introducción, II)


La paloma ligera que hiende en su libre vuelo los aires, percibiendo su resistencia, podría forjarse la representación de que volaría mucho mejor en el vacío. De igual modo abandonó Platón el mundo sensible, porque éste pone al entendimiento estrechas limitaciones y se arriesgó más allá, en el espacio vacío del entendimiento puro, llevado por las alas de las ideas. No notó que no ganaba camino alguno con sus esfuerzos; pues no tenía, por decirlo así, ningún apoyo, ninguna base sobre que hacer fuerzas y en que poder emplearlas para poner el entendimiento en movimiento. Es un destino habitual de la razón humana en la especulación, el acabar cuanto antes su edificio y sólo después investigar si el fundamento del mismo está bien afirmado. (Introducción, III)


Prólogo de la segunda edición, 1787

Que la lógica ha tomado este camino seguro desde los tiempos más antiguos es algo que puede inferirse del hecho de que no ha necesitado dar ningún paso atrás desde Aristóteles

La matemática ha tomado el camino seguro de la ciencia desde los primeros tiempos a los que alcanza la historia de la razón humana 

La física tardó mucho más tiempo en encontrar el camino de la ciencia; pues no hace más que siglo y medio que la propuesta del judicioso Bacon de Verulam ocasionó (...) una rápida revolución

Cuando Galileo hizo rodar por el plano inclinado las bolas cuyo peso había él mismo determinado (...) entonces percibieron todos los físicos una luz nueva. Comprendieron que la razón no conoce más que lo que ella misma produce según su bosquejo; que debe adelantarse con principios de sus juicios, según leyes constantes, y obligar a la naturaleza a contestar a sus preguntas (…) La razón debe acudir a la naturaleza llevando en una mano sus principios, según los cuales tan sólo los fenómenos concordantes pueden tener el valor de leyes, y en la otra el experimento, pensado según aquellos principios.

¿A qué se debe entonces qué la metafísica no haya encontrado todavía el camino seguro de la ciencia? ¿Es acaso imposible? ¿Por qué, pues, la naturaleza ha castigado nuestra razón con el afán incansable de perseguir este camino como una de sus cuestiones más importantes? Más todavía: ¡qué pocos motivos tenemos para confiar en la razón si, ante uno de los campos más importantes de nuestro anhelo de saber, no sólo nos abandona, sino que nos entretiene con pretextos vanos y, al final, nos engaña! 

***

Se ha supuesto hasta ahora que todo nuestro conocer debe regirse por los objetos. Sin embargo, todos los intentos realizados bajo tal supuesto con vistas a establecer a priori, mediante conceptos, algo sobre dichos objetos -algo que ampliara nuestro conocimiento- desembocaban en el fracaso. Intentemos, pues, por una vez, si no adelantaremos más en las tareas de la metafísica suponiendo que los objetos deben conformarse a nuestro conocimiento, cosa que concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos, un conocimiento que pretende establecer algo sobre éstos antes de que nos sean dados.

Ocurre aquí como con los primeros pensamientos de Copérnico. Este, viendo que no conseguía explicar los movimientos celestes si aceptaba que todo el ejército de estrellas giraba alrededor del espectador, probó si no obtendría mejores resultados haciendo girar al espectador y dejando las estrellas en reposo. En la metafísica se puede hacer el mismo ensayo (...) dado que la misma experiencia constituye un tipo de conocimiento que requiere entendimiento y éste posee unas reglas que yo debo suponer en mí ya antes de que los objetos me sean dados, es decir, reglas a priori. 
***

Pero se preguntará: ¿cuál es ese tesoro que pensamos dejar a la posteridad con semejante metafísica, depurada por la crítica, y por ella también reducida a un estado inmutable? 

En una pasajera inspección de esta obra, se creerá percibir que su utilidad no es más que negativa, la de no atrevernos nunca, con la razón especulativa, a salir de los límites de la experiencia; y en realidad tal es su primera utilidad. 

Si bien en este sentido es negativa, sin embargo (…) resulta de una utilidad positiva, y muy importante, tan pronto como se adquiere la convicción de que hay un uso práctico absolutamente necesario de la razón pura (el moral), en el cual ésta se amplía inevitablemente más allá de los límites de la sensibilidad

***

Que espacio y tiempo son solo formas de la intuición sensible, y por tanto sólo condiciones de la existencia de las cosas como fenómenos (…) que consiguientemente nosotros no podemos tener conocimiento de un objeto como cosa en sí misma, sino sólo en cuanto la cosa es objeto de la intuición sensible, es decir como fenómeno; todo esto queda demostrado en la parte analítica de la Crítica.

***

Sin embargo, y esto debe notarse bien, queda siempre la reserva de que esos mismos objetos, como cosas en sí, aunque no podemos conocerlos, podemos al menos pensarlos.

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Me ha sido, pues, preciso suprimir el saber para dar lugar a la creencia.



martes, 21 de marzo de 2017

¿Quien soy yo? Identidad y multiplicidad

"No me pregunten quién soy ni me pidan que siga siendo el mismo" M. Foucault, Arqueología del saber

"La identidad no es algo que se descubre, sino que se construye"


Gaarder, El Mundo de Sofía, Hume

–"Tengo que admitir que me siento bastante «compuesta». Por ejemplo, tengo muy mal genio. Y a veces me resulta difícil decidirme por algo. Además puede gustarme o disgustarme una misma persona (…) Voy cambiando constantemente. No soy la misma hoy que cuando tenía cuatro años. Tanto mi humor como mi juicio sobre mí misma cambian de minuto en minuto. De vez en cuando ocurre que me siento como una «nueva persona». (…) De modo que esa sensación de tener un núcleo inalte­rable de personalidad es falsa."


Borges, El Libro

"Heráclito dijo que nadie se baña dos veces en el mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros no somos menos fluidos que el río."


Oliverio Girondo, Espantapájaros, 8

Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.

En mí, la personalidad es una especie de furunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.

Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W. C.

¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso!
¡Imposible saber cuál es la verdadera!

Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.
¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto— todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?

El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia... de un egoísmo... de una falta de tacto...

Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.

Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.



Antonio Tabuchi, Sostiene Pereyra

“Quisiera hacerle una pregunta, dijo el doctor Cardoso, ¿conoce usted los médecins-philosophes? No, admitió Pereira, no los conozco, ¿quiénes son? Los más importantes son Théodule Ribot y Pierre Janet, dijo el doctor Cardoso, fueron sus obras lo que estudié en París, son médicos y psicólogos, pero también filósofos, propugnan una teoría que me parece interesante, la de la confederación de las almas. Explíqueme esa teoría, dijo Pereira. Pues bien, dijo el doctor Cardoso, creer que somos ‘uno’ que tiene existencia por sí mismo, desligado de la inconmensurable pluralidad de los propios yoes, representa una ilusión, por lo demás ingenua, de la tradición cristiana de un alma única; el doctor Ribot y el doctor Janet ven la personalidad como una confederación de varias almas, porque nosotros tenemos almas dentro de nosotros, ¿comprende?, una confederación que se pone bajo el control de un yo hegemónico. El doctor Cardozo hizo una breve pausa y después continuó. Lo que llamamos la norma, o nuestro ser, o la normalidad, es sólo un resultado, no una premisa, y depende del control de un yo hegemónico que se ha impuesto en la confederación de nuestras almas; en el caso de que surja otro yo, más fuerte y más potente, este yo destrona al yo hegemónico y ocupa su lugar, pasando a dirigirle la cohorte de las almas, mejor dicho, de la confederación, y su predominio se mantiene hasta que es destronado a su vez por otro yo hegemónico, sea por un ataque directo, sea por una paciente erosión. Tal vez, concluyó el doctor Cardozo, tras una paciente erosión haya un yo hegemónico que esté ocupando el liderazgo de la confederación de sus almas, señor Pereira, y usted no puede hacer nada, tan sólo puede, eventualmente, apoyarlo.



¿Yo pienso? ¿Yo quiero?


Julio Cortazar; El perseguidor

"No era pensar, me parece que ya te he dicho muchas veces que yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo. ¿Te das cuenta? Jim dice que todos somos iguales, que en general (así dice) uno no piensa por su cuenta."


Friedrich Nietzsche

"Nos reímos de quien sale de su habitación en el momento en el que asoma el sol por el horizonte y dice "Quiero que salga el sol"; y de quien, al no poder parar una rueda, exclama: "Quiero que ruede", y de quien es derribado en un combate y dice: "Estoy en el suelo, pero quiero quedarme aquí." Pero, bromas aparte, ¿hacemos algo diferente de lo que hacen estos tres hombres cuando empleamos las palabras "yo quiero"?"



Más allá del bien y del mal, af.16

Sigue habiendo cándidos observadores de sí mismos que creen que existen «certezas inmediatas», por ejemplo «yo pienso», o, y ésta fue la superstición de Schopenhauer, «yo quiero»: como si aquí, por así decirlo, el conocer lograse captar su objeto de manera pura y desnuda, en cuanto «cosa en sí», y ni por parte del sujeto ni por parte del objeto tuviese lugar ningún falseamiento. Pero que «certeza inmediata» y también «conocimiento absoluto» y «cosa en sí» encierran una contradictio in adjecto [contradicción en el adjetivo], eso yo lo repetiré cien veces: ¡deberíamos liberarnos por fin de la seducción de las palabras!

Aunque el pueblo crea que conocer es un conocer-hasta-el-final, el filósofo tiene que decirse: «cuando yo analizo el proceso expresado en la proposición `yo pienso' obtengo una serie de aseveraciones temerarias cuya fundamentación resulta difícil, y tal vez imposible, - por ejemplo, que yo soy quien piensa, que tiene que existir en absoluto algo que piensa, que pensar es una actividad y el efecto causado por un ser que es pensado como causa, que existe un ‘yo’ y, finalmente, que está establecido qué es lo que hay que designar con la palabra pensar, - que yo sé qué es pensar. Pues si yo no hubiera tomado ya dentro de mí una decisión sobre esto, ¿de acuerdo con qué apreciaría yo que lo que acaba de ocurrir no es tal vez `querer' o `sentir'?


En suma, ese `yo pienso' presupone que yo compare mi estado actual con otros estados que ya conozco en mí, para de ese modo establecer lo que tal estado es: en razón de ese recurso a un `saber' diferente tal estado no tiene para mí en todo caso una `certeza' inmediata.» - En lugar de aquella «certeza inmediata» en la que, dado el caso, puede creer el pueblo, el filósofo encuentra así entre sus manos una serie de cuestiones de metafísica, auténticas cuestiones de conciencia del intelecto, que dicen así: «¿De dónde saco yo el concepto pensar? ¿Por qué creo en la causa y en el efecto? ¿Qué me da a mí derecho a hablar de un yo, e incluso de un yo como causa, y, en fin, incluso de un yo causa de pensamientos?» El que, invocando una especie de intuición del conocimiento, se atreve a responder enseguida a esas cuestiones metafísicas, como hace quien dice: «yo pienso, y yo sé que al menos esto es verdadero, real, cierto» - ése encontrará preparados hoy en un filósofo una sonrisa y dos signos de interrogación. «Señor mío», le dará tal vez a entender el filósofo, «es inverosímil que usted no se equivoque: mas ¿por qué también la verdad a toda costa?» -




Gustavo Cordera, Soy mi soberano



domingo, 19 de marzo de 2017

¿Podemos conocer las cosas como son? Empirismo e idealismo kantiano


A partir de la modernidad el sujeto se convirtió en el nuevo objeto de conocimiento. Los filósofos ya no se preocuparon tanto por conocer las cosas, sino por averiguar cómo las conocemos. La rama principal de filosofía moderna fue la gnoseología (teoría del conocimiento) y sus inquietudes principales fueron: ¿cómo es que conoce el hombre? ¿qué cosas puede y qué cosas no puede conocer? ¿podemos conocer las cosas tal como son? ¿cuáles son las fuentes del conocimiento humano? ¿nuestros saberes provienen de la experiencia o de la razón?  


A esta última pregunta Descartes había señalado que solo los conocimientos que brinda la razón son confiables. A este racionalismo extremo se le opuso el empirismo (empírea = experiencia), el cual afirmaba que todo conocimiento no proviene más que de la experiencia.


Locke: la mente es una hoja en blanco

J. Locke (1632-1704), el gran empirista inglés pensaba que el hombre nace con la mente como una “hoja en blanco” sobre la cual se van inscribiendo los distintos conocimientos a partir de su propia experiencia, lo cual echaba por tierra la teoría de Descartes de las "ideas innatas". En su Ensayo Sobre el Entendimiento Humano dice:

"Supongamos, entonces, que la mente sea, como se dice, un papel en blanco, limpio de toda inscripción, sin ninguna idea. ¿Cómo llega a tenerlas? ¿De dónde se hace la mente con ese prodigioso cúmulo, que la activa e ilimitada imaginación del hombre ha pintado en ella, en una variedad casi infinita? ¿De dónde saca todo ese material de la razón y del conocimiento? A esto contesto con una sola palabra: de la experiencia; he allí el fundamento de todo nuestro conocimiento, y de allí es de donde en última instancia se deriva”. 

Desde esta posición el conocimiento es un producto humano que se va formando con el tiempo, al percibir que determinados hechos se repiten una y otra vez. Ante la reiteración de los hechos inducimos; elaboramos leyes generales a partir de hechos particulares, y así formamos nuestros conocimientos.  ¿Pero qué nos asegura que lo que paso ayer volverá a suceder mañana?


Hume: Ideas sin pasaporte


Continuando las ideas de Locke, David Hume, (1711- 1776) explica cómo todos nuestros conocimientos se basan en el hábito y la costumbre y que no hay más realidad posible para el hombre que sus propias percepciones o impresiones.

Un hombre que jamás haya visto una mesa de billar, por ejemplo, no podría saber cómo se juega, ni siquiera sabría en qué dirección saldrá la bola blanca luego de impactar con la negra. Del mismo modo pensamos que el sol va a salir mañana, pero podría perfectamente dejar de salir un día. Así concluye Hume que ni siquiera la ciencia es segura, porque también se basa en la observación y la costumbre. 


Además Hume se destacó por haber realizado una contundente crítica a las grandes ideas de la ciencia y la filosofía. 


Hume creía que las ideas no eran más que un conglomerado de impresiones. Pero ¿que son las impresiones y qué diferencia hay respecto a las ideas? En su Investigación sobre el Conocimiento Humano explica:

Llamo "impresiones" a los “fenómenos psíquicos actuales”, es decir, a las vivencias que tenemos en un momento dado. Por ejemplo, tengo la impresión de verde en este momento mientras miro el pasto por mi ventana. Y llamo ideas a los fenómenos psíquicos “reproducidos”, es decir, a las representaciones mentales que nos hacemos de aquello que ya hemos percibido.

La impresión por lo tanto siempre es real, en tanto vivencia. Pero las ideas son una reproducción de aquello que fue real, es como el recuerdo de una vivencia.  

Ahora bien, las ideas pueden referirse a una impresión ( a algo que fue real) o no. La idea de "rojo" por ejemplo es una idea simple y tiene un correlato sensible. Pero hay ideas que son compuestas, por ejemplo la idea "manzana"; no tenemos la impresión de la “manzana”, dice Hume, tenemos la impresión de roja, de dulce, de arenosa, etc. Es más, si hilamos fino ni siquiera podemos decir que la manzana es dulce, esta es solo una percepción subjetiva. Atribuimos nuestro modo de percibir a las cosas, pero en realidad no sabemos cómo son.



La idea de "manzana" es compleja, pero sin embargo "tiene pasaporte", es decir, se refiere a ciertas impresiones. Pero ¿qué sucede con las grandes ideas de la filosofía como el "Yo" de Descartes o como la idea de Dios?  

Según Hume son ideas complejas que no tienen ningún correlato sensible, Ideas "sin pasaporte", que no llevan a ningún lado. Por ejemplo, de la impresión de montaña y la impresión de oro, podemos hacernos la idea de una montaña de oro, pero esta idea es falsa, es solo un producto de nuestra imaginación. Lo mismo sucede la idea de Dios. Dice Hume: 

"La idea de Dios, refiriéndonos a un ser infinitamente inteligente, sabio y bueno, surge de la reflexión sobre las operaciones de nuestra propia mente, y de aumentar sin límites aquellas cualidades de bondad y sabiduría”



Berkeley: ser es ser percibido



En un capítulo de los Simpsons Lisa le pregunta a Bart “¿Si un árbol cae en medio de un bosque y no hay nadie cerca (para escucharlo) hace ruido?” 



El obispo Berkeley (1685- 1753) se planteó este problema mucho tiempo antes, pero de un modo más general. A la pregunta metafísica por excelencia ¿Qué es el ser? Berkeley responde: "ser" es ser-percibido; "ser" es aquello que percibo, en el modo en que lo percibo. La percepción, como vivencia, es lo único que constituye el ser. No me es dado en ninguna parte un ser que no sea percibido por mí. Así describe Berkeley el mundo:

"El mundo de las cosas y de los organismos, de los cuerpos celestes y de los elementos, no es nada más que nuestra representación, una apariencia en las almas individuales. No están las almas en el mundo, sino que el mundo está sólo en las almas." 

Imaginen ustedes, dice, una realidad que no sea percibida; no podría serlo, no tendría nada de real. Un objeto solo es real cuando un sujeto lo piensa, cuando se presenta sobre una conciencia. Una realidad de la cual no tengo la menor noción, de la que no conozco de nada, no puedo hablar. No sería real ni para mí ni para nadie. De modo que ser no significa otra cosa que ser percibido.


El empirismo negó toda realidad objetiva y convirtió el conocimiento en un simple reflejo de nuestras percepciones, endebles e inciertas.


Quien renovó el estatus del conocimiento y puso fin a las discusiones entre racionalistas y empiristas creando una nueva corriente de pensamiento fue el filósofo alemán I. Kant. La revolución que provocó  dentro del ámbito de la filosofía se la compara con la llevada a cabo por Copérnico en el ámbito de la ciencia: así como Copérnico solucionó los problemas de la astronomía sacando a la tierra del centro del universo y poniéndola a girar alrededor del sol, Kant solucionó los problemas de la filosofía haciendo que el sujeto deje de dar vueltas alrededor del objeto, y sea este el que gire alrededor de él.


Kant: el sujeto constituye el objeto


Existe una leyenda sobre un pescador muy ingenuo, que cierto día decidió probar suerte en un río que no conocía. Este estuvo tirando su red un largo rato, sin obtener resultados, hasta que otro pescador se acercó y le preguntó cómo iba la pesca. El primero le contestó entre insultos y quejas que en ese río no había peces. El segundo pescador observó la red y luego repuso: “a lo mejor el problema no sean los peces, sino la red”. Efectivamente, los agujeros de la red eran demasiado anchos para atrapar a los pequeños peces característicos de aquel río. En cuanto el pescador cambió su red por una con espacios más pequeños comenzó a pescar. El problema no estaba en el río, sino en el instrumento con el que intentaba pescar.

Algo similar observó Kant de los filósofos anteriores. Estos se habían lanzado a querer conocer las cosas sin antes analizar las capacidades del instrumento con el que contaban para hacerlo.

Según Kant el conocimiento comienza con la experiencia, es necesario que los objetos se den a nuestra sensibilidad, que tengamos una intuición directa de los mismos para que podamos conocerlos. Luego, en el proceso del conocer interfiere el entendimiento, otorgando unidad y sentido al caos de sensaciones que nos envían los sentidos.

El conocimiento, por lo tanto, es un producto de nuestro entendimiento y nuestra sensibilidad, y por lo tanto es subjetivo. No nos dice cómo son las cosas sino más bien cómo somos nosotros.

A. Carpio explica en su libro Principios de Filosofía:

"Supóngase que todos los seres humanos naciesen con gafas de cristales azules; que esos anteojos formasen parte de nuestro órgano visual, de tal manera que quitárnoslos equivaldría a arrancarnos a la vez los ojos; y supongamos, además, que no nos diésemos cuenta de que tenemos puestos tales anteojos. Entonces ocurriría que todo lo que viésemos se nos aparecería azul, lo cual nos llevaría a suponer, no que las cosas las “vemos” azules, sino que realmente “son” azules -aunque la verdad fuese que en sí mismas no son azules, sino que nosotros, en la medida en que las miramos, estaríamos contribuyendo a otorgarles un cierto carácter, las estaríamos “azulando”.
El ejemplo sirve para explicar las estructuras gracias a las cuales el sujeto conoce. En lugar de pensar en gafas de colores hay que pensar en el tiempo y el espacio (que son las formas bajo las cuales se ordenan nuestras sensaciones) y los conceptos puros del entendimiento (como el concepto de causa y efecto) gracias a los cuales ordenamos conceptualmente lo que percibimos.

J.Gaarder, en su novela El Mundo de Sofía presenta este ejemplo:
"–Imagínate un gato tumbado en el suelo. Imagínate que una pelota entra en la habitación. ¿Qué haría el gato en ese caso?
–Lo he visto muchas veces. El gato correría detrás de la pelota.
–De acuerdo. imagínate luego que eres tú la que estás sentada en una habitación y que de pronto entra una pelota rodando. ¿Tú también te irías corriendo detrás de la pelota?
–Antes de hacer algo giraría la cabeza para ver de dónde viene la pelota.
–Sí, porque eres una persona, y buscarás indefectiblemente la causa de cualquier suceso. La ley causal forma parte, pues, de tu propia constitución."

El aporte de Kant respecto a los empiristas, fue mostrar que algunos conceptos no provienen de la experiencia sino que son parte constitucional de nuestro entendimiento, de nuestro modo de pensar, y que gracias a estos podemos producir, si bien no un conocimiento objetivo -en tanto conocimiento de las cosas en sí mismas-, si al menos un conocimiento universal, ya que todos tenemos la misma capacidad de percibir y de pensar, y seguro, ya que se asienta, no solo en la costumbre, sino en nuestras formas de percibir y entender.

¿Pero qué sucede con aquellas ideas clásicas de la metafísica como la idea de Dios o la idea de alma (o el "yo" de Descartes)? Aquí Kant establece los límites de nuestro entendimiento. El hombre piensa lo absoluto, pero pensar no es conocer, puesto que para que haya conocimiento tiene que unirse al pensar la experiencia sensible del objeto. No podemos conocer aquello de lo que no tenemos experiencia. No podemos afirmar -por ejemplo- la existencia de Dios, como hacía Descartes, por la mera especulación. Sin embargo tampoco lo podemos negar. Dice Kant:
“¿de dónde y cómo puede uno deducir, por medio de la pura especulación de la razón, la evidencia de que no existe un ser supremo como fundamento primero de todo…? "

Conclusiones

Desde que Descartes puso bajo la lupa al sujeto los filósofos comenzaron a comprender la dificultad de garantizar una correlación entre nuestras ideas de las cosas y las cosas mismas. 

Los empiristas le quitaron todo estatus al conocimiento. La ciencia, al igual que el mero saber vulgar, se basa en  el hábito y la costumbre y no nos otorga ninguna seguridad. La filosofía se empeña en querer conocer cosas que no están a su alcance (como la ida de Dios) y solo divaga en imaginaciones. Nuestra realidad se reduce a nuestras percepciones. Si tuviéramos un sentido más o un sentido menos esta sería completamente distinta.
Kant, por su parte, entendió de los empiristas que era imposible querer conocer aquello de lo que no tenemos experiencia, ya que el conocimiento comienza con ella. Pero también aprendió de los racionalistas que sería imposible ir formando una experiencia sin la capacidad de la razón para ir dando orden a nuestras percepciones. 

Así, se puso fin a las discusiones sobre cómo conocemos, cuáles son las fuentes de nuestro conocimiento y hasta donde podemos conocer. Por último, ante la pregunta inicial, si podemos conocer las cosas tal cual son, tanto Kant como los empiristas concuerdan en que es imposible. El conocimiento no deja de ser un producto subjetivo. Por eso para comprender cómo son las cosas, antes debemos preguntarnos cómo somos nosotros, los que conocemos.