La genealogía de la moral. Un escrito polémico.
-Selección de fragmentos-
Prólogo, 3.
Dada mi
peculiar inclinación a cavilar sobre ciertos problemas, inclinación que yo
confieso a disgusto -pues se refiere a la moral, a todo lo que hasta ahora se ha ensalzado en la tierra como
moral- y que en mi vida apareció tan precoz, tan espontánea, tan incontenible,
tan en contradicción con mi ambiente, con mi edad, con los ejemplos recibidos,
con mi procedencia, que casi tendría derecho a llamarla mi a priori, - tanto mi
curiosidad como mis sospechas tuvieron que detenerse tempranamente en la
pregunta sobre qué origen tienen
propiamente nuestro bien y nuestro mal. De hecho, siendo yo un muchacho de
trece años me acosaba ya el problema del origen del mal: a él le dediqué, en
una edad en que se tiene «el corazón dividido a partes iguales entre los juegos
infantiles y Dios», mi primer juego literario de niño, mi primer ejercicio de
caligrafía filosófica -y por lo que respecta a la «solución» que entonces di al
problema, otorgué a Dios, como es justo, el honor e hice de él el Padre
del Mal. (…)
Un poco de aleccionamiento histórico y
filológico, y además una innata capacidad selectiva en lo que respecta a las cuestiones
psicológicas en general, transformaron pronto mi problema en este otro: ¿en qué
condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras
bueno y malvado?, ¿y qué valor tienen ellos mismos? ¿Han frenado o han estimulado
hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo de indigencia, de
empobrecimiento, de degeneración de la vida? ¿O, por el contrario, en ellos se
manifiestan la plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida, su valor, su
confianza, su futuro? (…)
6
(…) Necesitamos
una crítica de los valores morales, hay
que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores -y para esto se necesita tener
conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquéllos surgieron, en
las que se desarrollaron y modificaron (la moral como consecuencia, como
síntoma, como máscara, como tartufería, como enfermedad, como malentendido;
pero también la moral como causa, como medicina, como estímulo, como freno,
como veneno), un conocimiento que hasta ahora ni ha existido ni tampoco se lo
ha siquiera deseado. (…)
Tratado primero: “Bueno y malvado”, “bueno y malo”
“El
guerrero tiene las virtudes del cuerpo; el sacerdote inventa el espíritu».” Fink
2
(…) Fueron
«los buenos» mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de
posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a
sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición
a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos de la distancia es como se arrogaron el derecho
de crear valores, de acuñar nombres de valores: ¡qué les importaba a ellos la
utilidad! (…)
A este
origen se debe el que, de antemano, la palabra «bueno» no esté en modo
alguno ligada necesariamente a acciones «no egoístas»: como creen
supersticiosamente aquellos genealogistas de la moral. Antes bien, sólo cuando
los juicios aristocráticos de valor declinan es cuando la antítesis
«egoísta» «no egoísta» se impone cada vez más a la conciencia humana, –– para
servirme de mi vocabulario, es el instinto de rebaño el que con esa
antítesis dice por fin su palabra (e incluso sus palabras). Pero aun entonces ha de pasar largo tiempo hasta
que de tal manera predomine ese instinto, que la apreciación de los valores
morales quede realmente prendida y atascada en dicha antítesis (como ocurre,
por ejemplo, en la Europa actual: hoy el prejuicio que considera que «moral»,
«no egoísta», «désintéressé» son conceptos equivalentes domina ya con
la violencia de una «idea fija» y de una enfermedad mental).
5
(…)
¿Quién nos garantiza que la moderna democracia, el todavía más moderno
anarquismo y, sobre todo, aquella tendencia hacia la commune [comuna], hacia la forma más
primitiva de sociedad, tendencia hoy propia de todos los socialistas de Europa,
no significan en lo esencial un gigantesco contragolpe ––y que la raza
de los conquistadores y señores, la de los arios, no está sucumbiendo
incluso fisiológicamente?
4
–– La
indicación de cuál es el camino correcto me la proporcionó el problema
referente a qué es lo que las designaciones de lo «bueno» acuñadas por las
diversas lenguas pretenden
propiamente significar en el aspecto etimológico: encontré aquí que todas ellas
remiten a idéntica metamorfosis conceptual, –– que, en todas partes,
«noble», «aristocrático» en el sentido estamental, es el concepto básico a
partir del cual se desarrolló luego, por necesidad, «bueno» en el sentido de
«anímicamente noble», de «aristocrático», de «anímicamente de índole elevada»,
«anímicamente privilegiado»: un desarrollo que marcha siempre paralelo a
aquel otro que hace que «vulgar», «plebeyo», «bajo», acaben por pasar al
concepto «malo». El más elocuente ejemplo de esto último es la misma palabra
alemana «malo» (schlechz): en sí es idéntica a «simple» (schlicht)
Creo
estar autorizado a interpretar el latín bonus [bueno] en el sentido de «el guerrero» (5)
7
–– Ya
se habrá adivinado que la manera sacerdotal de valorar puede desviarse muy
fácilmente de la caballeresco––aristocrática y llegar luego a convertirse en
su antítesis; en especial impulsa a ello toda ocasión en que la casta de los
sacerdotes y la casta de los guerreros se enfrentan a causa de los celos y no
quieren llegar a un acuerdo sobre el precio a pagar. Los juicios de valor
caballeresco––aristocráticos tienen como presupuesto una constitución física
poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante, junto con lo que
condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, la guerra, las aventuras, la
caza, la danza, las peleas y, en general, todo lo que la actividad fuerte,
libre, regocijada lleva consigo. La manera noble––sacerdotal de valorar tiene
––lo hemos visto–– otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando
aparece la guerra! Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más
malvados ––¿por qué? Porque son los más impotentes. A causa de esa
impotencia el odio crece en ellos hasta convertirse en algo monstruoso y
siniestro, en lo más espiritual y más venenoso. Los máximos odiadores de la
historia universal, también los odiadores más ricos de espíritu, han sido
siempre sacerdotes ––comparado con el espíritu de la venganza sacerdotal,
apenas cuenta ningún otro espíritu. La historia humana sería una cosa demasiado
estúpida sin el espíritu que los impotentes han introducido en ella: ––
tomemos en seguida el máximo ejemplo. Nada de lo que en la tierra se ha hecho
contra «los nobles», «los violentos», «los señores», «los poderosos», merece
ser mencionado si se lo compara con lo que los judíos han hecho contra
ellos: los judíos, ese pueblo sacerdotal, que no ha sabido tomar satisfacción
de sus enemigos y dominadores más que con una radical transvaloración 24
de los valores propios de éstos, es decir, por un acto de la más espiritual
venganza. Esto es lo único que resultaba adecuado precisamente a un pueblo
sacerdotal, al pueblo de la más refrenada ansia de venganza sacerdotal. Han
sido los judíos los que, con una consecuencia lógica aterradora, se han
atrevido a invertir la identificación aristocrática de los valores (bueno =
noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han mantenido con los
dientes del odio más abismal (el odio de la impotencia) esa inversión, a
saber, «¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos
son los únicos buenos; los que sufren,
los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos
piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos existe bienaventuranza,
–– en cambio vosotros, vosotros los nobles y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los
crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis también
eternamente los desventurados, los malditos y condenados!...» Se sabe quien ha
recogido la herencia de esa transvaloración judía... A propósito de la
iniciativa monstruosa y desmesuradamente funesta asumida por los judíos con
esta declaración de guerra, la más radical de todas, recuerdo la frase que
escribí en otra ocasión (Más allá del bien y del mal)25 ––a saber, que con
los judíos comienza en la moral la rebelión de los esclavos: esa rebelión
que tiene tras sí una historia bimilenaria y que hoy nosotros hemos perdido de
vista tan sólo porque –– ha resultado vencedora...
8
(…) Del
tronco de aquel árbol de la venganza y del odio, del odio judío ––el odio más
profundo y sublime, esto es, el odio creador de ideales, modificador de
valores, que no ha tenido igual en la tierra––, brotó algo igualmente incomparable,
un amor nuevo, la más profunda y sublime de todas las especies de amor:
–– ¿y de qué otro tronco habría podido brotar?...
9
(…) «los
esclavos», o «la plebe», o «el rebaño», o como usted quiera llamarlo–– ha
vencido, y si esto ha ocurrido por medio de los judíos, ¡bien!, entonces jamás
pueblo alguno tuvo misión más grande en la historia universal. «Los señores»
están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido. (…)
10
La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento
mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres
a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y
que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda
moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos
dice no, ya de antemano, a un “fuera”, a un “otro”, a un “no-yo”; y ese no es
lo que constituye su acción creadora. (…)
Mientras que el hombre noble vive con confianza y
franqueza frente a sí mismo (γενναϊος, «aristócrata de nacimiento», subraya la nuance [matiz] «franco» y también sin duda
«ingenuo»), el hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni honesto
y derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los
escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le
atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no
olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamente. Una
raza de tales hombres del resentimiento acabará necesariamente por ser más
inteligente que cualquier raza noble, venerará también la inteligencia en
una medida del todo distinta: a saber, como la más importante condición de
existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteligencia fácilmente
tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento: –– en éstos precisamente no es
la inteligencia ni mucho menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad
funcional de los instintos inconscientes reguladores o incluso una
cierta falta de inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas,
bien sea al peligro, bien sea al enemigo, o aquella entusiasta subitaneidad en
la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la venganza, en la cual se
han reconocido en todos los tiempos las almas nobles. (…)
11
(…) Allí disfrutan la libertad de
toda constricción social, en la selva se desquitan de la tensión ocasionada
por una prolongada reclusión y encierro en la paz de la comunidad, allí retornan
a la inocencia propia de la conciencia de los animales rapaces, cual
monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de
asesinatos, incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual
tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura
estudiantil, convencidos de que de nuevo tendrán los poetas, por mucho tiempo,
algo que cantar y que ensalzar. Resulta imposible no reconocer, a la base de
todas estas razas nobles, el animal de rapiña, la magnífica bestia rubia, que
vagabundea codiciosa de botín y de victoria; de cuando en cuando esa base
oculta necesita desahogarse, el animal tiene que salir de nuevo fuera, tiene
que retornar a la selva: –– las
aristocracias
romana, árabe, germánica, japonesa, los héroes homéricos, los vikingos
escandinavos –– todos ellos coinciden en tal imperiosa necesidad. Son las razas
nobles las que han dejado tras sí el concepto «bárbaro» por todos los lugares
por donde han pasado (…)
Su
indiferencia y su desprecio de la seguridad, del cuerpo, de la vida, del
bienestar, su horrible jovialidad y el profundo placer que sienten en destruir,
en todas las voluptuosidades del triunfo y de la crueldad –– todo esto se
concentró, para quienes lo padecían, en la imagen del «bárbaro», del «enemigo
malvado» (…)
(…) Durante
siglos contempló Europa el furor de la rubia bestia germánica (aunque entre los
antiguos germanos y nosotros los alemanes apenas subsista ya afinidad
conceptual alguna y menos aún un parentesco de sangre).
12
(…) Hoy no vemos nada que aspire a
ser más grande, barruntamos que descendemos cada vez más abajo, más abajo,
hacia algo más débil, más manso, más prudente, más plácido, más mediocre, más
indiferente, más chino, más cristiano ––el hombre, no hay duda, se vuelve cada
vez «mejor» ... Justo en esto reside la fatalidad de Europaal perder el miedo
al hombre hemos perdido también el amor a él, el respeto a él, la esperanza en
él, más aún, la voluntad de él. Actualmente la visión del hombre cansa –– ¿qué
es hoy el nihilismo si no es eso?... Estamos cansados de el hombre...
13
––Mas volvamos atrás: el problema del otro
origen de lo “bueno” tal como se lo ha imaginado el hombre del resentimiento
exige llegar a su final. ––El que los
corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede
extrañar (…) Cuando los oprimidos, los
pisoteados, los violentados se dicen, movidos por la vengativa astucia propia
de la impotencia: «¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos buenos!
Y bueno es todo el que no violenta, el que no ofende a nadie, el que no ataca,
el que no salda cuentas, el que remite la venganza a Dios, el cual se mantiene
en lo oculto igual que nosotros, y evita todo lo malvado, y exige poco de la
vida, lo mismo que nosotros los pacientes, los humildes, los justos» –– esto,
escuchado con frialdad y sin ninguna prevención, no significa en realidad más
que lo siguiente: «Nosotros los débiles somos desde luego débiles; conviene
que no hagamos nada para lo cual no somos bastante fuertes» –– pero
esta amarga realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango, poseída
incluso por los insectos (los cuales, cuando el peligro es grande, se fingen
muertos para no hacer nada «de más»), se ha vestido, gracias a ese arte de
falsificación y a esa automendacidad propias de la impotencia, con el
esplendor de la virtud renunciadora, callada, expectante, como si la debilidad
misma del débil ––es decir, su esencia, su obrar, su entera, única,
inevitable, indeleble realidad–– fuese un logro voluntario, algo querido,
elegido, una acción, un mérito.
14
––
¿Quiere alguien mirar un poco hacia abajo, al misterio de cómo se fabrican
ideales en la tierra? ¿Quién tiene valor para ello?... ¡Bien! He aquí la
mirada abierta a ese oscuro taller. Espere usted un momento, señor
Indiscreción y Temeridad: su ojo tiene que habituarse antes a esa falsa luz
cambiante... ¡Así! ¡Basta! ¡Hable usted ahora! ¿Qué ocurre allá abajo? Diga
usted lo que ve, hombre de la más peligrosa curiosidad ––ahora soy yo el que
escucha. ––
––«No
veo nada, pero oigo tanto mejor. Es un chismorreo y un cuchicheo cauto,
pérfido, quedo, procedente de todas las esquinas y rincones. Me parece que esa
gente miente; una dulzona suavidad se pega a cada sonido. La debilidad debe ser
mentirosamente transformada en mérito, no hay duda –– es como usted lo
decía. » ––
––¡Siga!
––« ...
y la impotencia, que no toma desquite, en ‘bondad’; la temerosa bajeza, en
‘humildad’; la sumisión a quienes se odia, en ‘obediencia’ (a saber, obediencia
a alguien de quien dicen que ordena esa sumisión, –– Dios le llaman). Lo inofensivo
del débil, la cobardía misma, de la que tiene mucha, su
estar––aguardando––a––la––puerta, su inevitable tener––queaguardar, recibe
aquí un buen nombre, el de ‘paciencia’, y se llama también la virtud; el
no––poder––vengarse se llama noquerer––vengarse, y tal vez incluso perdón
(‘pues ellos no saben lo que hacen 29 –– ¡únicamente
nosotros sabemos lo que ellos hacen!). También habla esa gente del ‘amor
a los propios enemigos’ 30 ––y entre tanto suda.»
––¡Siga!
––«Son
miserables, no hay duda, todos esos chismorreadores y falsos monederos de las
esquinas, aunque están acurrucados calentándose unos junto a otros –– pero me
dicen que su miseria es una elección y una distinción de Dios, que a los perros
que más se quiere se los azota; que quizás esa miseria sea también una
preparación, una prueba, una ejercitación, y acaso algo más –– algo que alguna
vez encontrará su compensación, y será pagado con enormes intereses en oro,
¡no!, en felicidad. A eso lo llaman ‘la bienaventuranza’.»
––¡Siga!
––«Ahora
me dan a entender que ellos no sólo son mejores que los poderosos, que los
señores de la tierra, cuyos esputos ellos tienen que lamer (no por
temor, ¡de ninguna manera por temor!, sino porque Dios manda honrar toda
autoridad) 31, –– que ellos no sólo son mejores, sino que también
‘les va mejor’, o, en todo caso, alguna vez les irá mejor. Pero ¡basta!,
¡basta! Ya no lo soporto más. ¡Aire viciado! ¡Aire viciado! Ese taller donde se
fabrican ideales ––me parece que apesta a mentiras.»
––¡No!
¡Un momento todavía! Aún no nos ha dicho usted nada de la obra maestra de esos
nigromantes que con todo lo negro saben construir blancura, leche e inocencia:
–– ¿no ha observado usted cuál es su perfección suma en el refinamiento, su
audacísima, finísima, ingeniosísima, mendacísima estratagema de artista?
¡Atienda! Esos animales de sótano, llenos de venganza y de odio ––¿qué hacen
precisamente con la venganza y con el odio? ¿Ha oído usted alguna vez esas
palabras? Si sólo se fiase usted de lo que ellos dicen, ¿barruntaría que se
encuentra en medio de hombres del resentimiento?...
––«Comprendo,
vuelvo a abrir los oídos (¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, y cierro la nariz). Sólo ahora oigo
lo que ya antes decían con tanta frecuencia: ‘nosotros los buenos –– nosotros
somos los justos’ –– a lo que ellos piden no lo llaman desquite, sino ‘el
triunfo de la justicia’; a lo que ellos odian no es a su enemigo, ¡no!,
ellos odian la ‘injusticia’, el ‘ateísmo’; lo que ellos creen y esperan
no es la esperanza de la venganza, la embriaguez de la dulce venganza (–– ‘más
dulce que la miel’, la llamaba ya Homero) 32, sino la victoria de
Dios, del Dios justo sobre los ateos; lo que a ellos les queda para
amar en la tierra no son sus hermanos en el odio, sino sus ‘hermanos en el
amor’33, como ellos dicen, todos los buenos y justos de la tierra.»
––¿Y
cómo llaman a aquello que les sirve de consuelo contra todos los sufrimientos
de la vida –– su fantasmagoría de la anticipada bienaventuranza futura?
––«¿Cómo?
¿Oigo bien? A eso lo llaman ‘el juicio final’, la llegada de su reino, el de ellos,
del ‘reino de Dios’ –– pero entre tanto viven ‘en la fe’, ‘en el
amor’, ‘en la esperanza’ » . ––¡Basta! ¡Basta!
Tratado segundo: «Culpa », «mala conciencia» y similares
16
En este
punto no es posible esquivar ya el dar una primera expresión provisional a mi
hipótesis propia sobre el origen de la «mala conciencia»: tal hipótesis no es
fácil hacerla oír, y desea ser largo tiempo meditada, custodiada, consultada
con la almohada. Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a
que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la
más radical de todas las experimentadas por él, de aquella modificación ocurrida
cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la
sociedad y de la paz. Lo mismo que tuvo que ocurrirles a los animales marinos
cuando se vieron forzados, o bien a convertirse en animales terrestres, o bien
a perecer, eso mismo les ocurrió a estos semianimales felizmente adaptados a
la selva, a la guerra, al vagabundaje, a la aventura, –– de un golpe todos sus
instintos quedaron desvalorizados y «en suspenso». A partir de ahora debían
caminar sobre los pies y «llevarse a cuestas a sí mismos», cuando hasta ese
momento habían sido llevados por el agua: una espantosa pesadez gravitaba sobre
ellos. Se sentían ineptos para las funciones más simples, no tenían ya, para
este nuevo mundo desconocido, sus viejos guías, los instintos reguladores e
inconscientemente infalibles, –– ¡estaban reducidos, estos infelices, a
pensar, a razonar, a calcular, a combinar causas y efectos, a su «conciencia»,
a su órgano más miserable y más expuesto a equivocarse! Yo creo que no ha
habido nunca en la tierra tal sentimiento de miseria, tal plúmbeo malestar, ––
¡y, además, aquellos viejos instintos no habían dejado, de golpe, de reclamar
sus exigencias! Sólo que resultaba dificil, y pocas veces posible, darles
satisfacción: en lo principal, hubo que buscar apaciguamientos nuevos y, por
así decirlo, subterráneos. Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se
vuelven hacia dentro –– esto es lo que yo llamo la interiorización del
hombre: únicamente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina
su «alma». Todo el mundo interior, originariamente delgado, como encerrado
entre dos pieles, fue separándose y creciendo, fue adquiriendo profundidad,
anchura, altura, en la medida en que el desahogo del hombre hacia fuera fue
quedando inhibido. Aquellos terribles bastiones con que la organización
estatal se protegía contra los viejos instintos de la libertad –– las penas
sobre todo cuentan entre tales bastiones–– hicieron que todos aquellos
instintos del hombre salvaje, libre, vagabundo, diesen vuelta atrás, se
volviesen contra el hombre mismo. La enemistad, la crueldad, el placer
en la persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción –– todo
esto vuelto contra el poseedor de tales instintos: ése es el origen de
la «mala conciencia». El hombre que, falto de enemigos y resistencias
exteriores, encajonado en una opresora estrechez y regularidad de las
costumbres, se desgarraba, se perseguía, se mordía, se roía, se sobresaltaba,
se maltrataba impacientemente a sí mismo, este animal al que se quiere
«domesticar» y que se golpea furioso contra los barrotes de su jaula, este ser
al que le falta algo, devorado por la nostalgia del desierto, que tuvo que
crearse a base de sí mismo una aventura, una cámara de suplicios, una selva
insegura y peligrosa ––este loco, este prisionero añorante y desesperado fue el
inventor de la «mala conciencia». Pero con ella se había introducido la
dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humanidad no
se ha curado hasta hoy, el sufrimiento del hombre por el hombre, por sí
mismo: resultado de una separación violenta de su pasado de animal, resultado
de un salto y una caída, por así decirlo, en nuevas situaciones y en nuevas
condiciones de existencia, resultado de una declaración de guerra contra los
viejos instintos en los que hasta ese momento reposaban
su fuerza, su placer y su fecundidad. Añadamos en seguida que, por otro lado,
con el hecho de un alma animal que se volvía contra sí misma, que tomaba
partido contra sí misma, había aparecido en la tierra algo tan nuevo, profundo,
inaudito, enigmático, contradictorio y lleno de futuro, que con ello el
aspecto de la tierra se modificó de manera esencial. De hecho hubo necesidad
de espectadores divinos para apreciar en lo justo el espectáculo que entonces
se inició y cuyo final es aún completamente imprevisible, –– un espectáculo
demasiado delicado, demasiado maravilloso, demasiado paradójico como para que
pudiera representarse en cualquier ridículo astro sin que, cosa absurda, nadie
lo presenciase. Desde entonces el hombre cuenta entre las más inesperadas y
apasionantes jugadas de suerte que juega el «gran Niño»" de Heráclito,
llámese Zeus o Azar, –– despierta un interés,
una tensión, una esperanza, casi una certeza, como si con él se anunciase
algo, se preparase algo, como si el hombre no fuera una meta, sino sólo un
camino, un episodio intermedio, un puente, una gran promesa...
Trad.
Sánchez Pascual. Alianza Editorial