jueves, 25 de enero de 2018

La visión trágica de la vida, o: el pesimismo de la fortaleza

«El dolor no sirve ya como objeción contra la vida: ¿ya no tienes dicha que ofrecerme? Bien, ¡aún tienes tu sufrimiento!»[1] 

Nietzsche; El nacimiento de la tragedia

I
«Mucho habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos llegado no sólo al discernimiento lógico, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el desarrollo continuado del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisíaco: de forma similar a como la generación depende de la dualidad de sexos, en lucha permanente y en reconciliación que sólo se produce periódicamente. (…)

Ambas pulsiones tan diferentes van en compañía, las más de las veces en abierta discordancia entre ellas y excitándose mutuamente para tener partos siempre nuevos y cada vez más vigorosos (…)

Para poner más a nuestro alcance esos dos instintos imaginémonoslos, por el momento, como los mundos artísticos separados del sueño y de la embriaguez (…)

Esta alegre necesidad propia de la experiencia onírica fue expresada asimismo por los griegos en su Apolo: Apolo, en cuanto dios de todas las fuerzas figurativas, es a la vez el dios vaticinador. Él, que es, según su raíz, «el Resplandeciente», la divinidad de la luz, domina también la bella apariencia del mundo interno de la fantasía (…)

Y así podría aplicarse a Apolo, en un sentido excéntrico, lo que Schopenhauer dice del hombre cogido en el velo de Maya. (El mundo como voluntad y representación, I, p. 41638):

«Como sobre el mar embravecido, que, ilimitado por todos lados, levanta y abate rugiendo montañas de olas, un navegante está en una barca, confiando en la débil embarcación; así está tranquilo, en medio de un mundo de tormentos, el hombre individual, apoyado y confiando en el principium individuationis [principio de individuación]».

(…) En ese mismo pasaje nos ha descrito Schopenhauer el enorme espanto que se apodera del ser humano cuando a éste le dejan súbitamente perplejo las formas de conocimiento de la apariencia, por parecer que el principio de razón sufre, en alguna de sus configuraciones, una excepción. Si a ese espanto le añadimos el éxtasis delicioso que, cuando se produce esa misma infracción del principium individuationis, asciende desde el fondo más íntimo del ser humano, y aun de la misma naturaleza, habremos echado una mirada a la esencia de lo dionisíaco, a lo cual la analogía de la embriaguez es la que más lo aproxima a nosotros. Bien por el influjo de la bebida narcótica, de la que todos los hombres y pueblos originarios hablan con himnos, bien con la aproximación poderosa de la primavera, que impregna placenteramente la naturaleza toda, despiértanse aquellas emociones dionisíacas en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta llegar al completo olvido de sí. También en la Edad Media alemana iban rodando de un lugar para otro, cantando y bailando bajo el influjo de esa misma violencia dionisíaca, muchedumbres cada vez mayores: en esos danzantes de san Juan y san Vito reconocemos nosotros los coros báquicos de los griegos, con su prehistoria en Asia Menor, que se remontan hasta Babilonia y hasta los saces orgiásticos. Hay hombres que, por falta de experiencia o por embotamiento de espíritu, se apartan de esos fenómenos como de «enfermedades populares», burlándose de ellos o lamentándolos, apoyados en el sentimiento de su propia salud: los pobres no sospechan, desde luego, qué color cadavérico y qué aire fantasmal ostenta precisamente esa «salud» suya cuan­do a su lado pasa rugiendo la vida ardiente de los entusiastas dionisíacos.

Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, y pacíficamente se acercan los animales rapaces de las rocas y del desierto. De flores y guirnaldas está recubierto el carro de Dioniso: bajo su yugo avanzan la pantera y el tigre. Transfórmese el himno A la alegría de Beethoven en una pintura y no se quede nadie rezagado con la imaginación cuando los millones se postran estremecidos en el polvo: así será posible aproximarse a lo dionisíaco. Ahora el esclavo es hombre libre, ahora quedan rotas todas las rígidas, hostiles delimitaciones que la necesidad, la arbitrariedad o la «moda insolente» han establecido entre los hombres. Ahora, en el evangelio de la armonía universal, cada uno se siente no sólo reunido, reconciliado, fundido con su prójimo, sino uno con él, cual si el velo de Maya estuviese desgarrado y ahora sólo ondease de un lado para otro, en jirones, ante lo misterioso Uno primordial44. Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando.»

« Apolo simboliza el instinto figurativo; es el dios de la claridad, de la luz, de la medida, de la forma, de la disposición bella; Dionisos es, en cambio, el dios de lo caótico y desmesurado, de lo informe, del oleaje hirviente de la vida, del frenesí sexual, el dios de la noche y, en contraposición a Apolo, que ama las figuras, el dios de la música; pero no de la música severa, refrenada, que no pasa de ser una «arquitectura dórica de sonidos», sino, más bien, de la música seductora, excitante, que desata todas las pasiones. (…) Pero —y esto constituye una visión profunda de Nietzsche— no pueden existir el uno sin el oro (…) Lo dionisíaco es la base sobre la que se apoya el mundo luminoso. La montaña mágica del Olimpo hunde sus raíces en el Tártaro. Detrás del mundo de la bella apariencia está la Gorgona. » 
E.Fink, la filosofía de Nietzsche

III

«Para comprender esto tenemos que desmontar piedra a piedra, por así decirlo, aquel primoroso edificio de la cultura apolínea, hasta ver los fundamentos sobre los que se asienta. Aquí descubrimos en primer lugar las magníficas figuras de los dioses olímpicos, que se yerguen en los frontones de ese edificio y cuyas hazañas, representadas en relieves de extraordinaria luminosidad, decoran sus frisos. El que entre ellos esté también Apolo como una divinidad particular junto a otras y sin la pretensión de ocupar el primer puesto, es algo que no debe inducirnos a error. Todo ese mundo olímpico ha nacido del mismo instinto que tenía su figura sensible en Apolo, y en este sentido nos es lícito considerar a Apolo como padre del mismo. ¿Cuál fue la enorme necesidad de que surgió un grupo tan resplandeciente de seres olímpicos? Quien se acerque a estos olímpicos llevando en su corazón una religión distinta y busque en ellos altura ética, más aún, santidad, espiritualización incorpórea, misericordiosas miradas de amor, pronto tendrá que volverles las espaldas, disgustado y decepcionado. Aquí nada recuerda la ascética, la espiritualidad y el deber: aquí nos habla tan sólo una existencia exuberante, más aún, triunfal, en la que está divinizado todo lo existente, lo mismo si es bueno que si es malo. Y así el espectador quedará sin duda atónito ante ese fantástico desbordamiento de vida y se preguntará qué bebedizo mágico tenían en su cuerpo esos hombres altaneros para gozar de la vida de tal modo, que a cualquier lugar a que mirasen tropezaban con la risa de Helena, imagen ideal de su existencia, «flotante en una dulce sensualidad». Pero a este espectador vuelto ya de espaldas tenemos que gritarle: No te vayas de aquí, sino oye primero lo que la sabiduría popular griega dice de esa misma vida que aquí se despliega ante ti con una jovialidad tan inexplicable. Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder cogerlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que, forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras,' en medio de una risa estridente:

 «Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti - morir pronto»

¿Qué relación mantiene el mundo de los dioses olímpicos con esta sabiduría popular? ¿Qué relación mantiene la visión extasiada del mártir torturado con sus suplicios? Ahora la montaña mágica del Olimpo se abre a nosotros, por así decirlo, y nos muestra sus raíces. El griego conoció y sintió los horrores y espantos de la existencia: para poder vivir tuvo que colocar delante de ellos la resplandeciente criatura onírica de los olímpicos. Aquella enorme desconfianza frente a los poderes titánicos de la naturaleza, aquella Moira [destino] que reinaba despiadada sobre todos los conocimientos, aquel buitre del gran amigo de los hombres, Pro­meteo, aquel destino horroroso del sabio Edipo, aquella maldición de la estirpe de los Atridas, que compele a Orestes a asesinar a su madre 56, en suma, toda aquella filosofía del dios de los bosques, junto con sus ejemplificaciones mí­ ticas, por la que perecieron los melancólicos etruscos, - fue superada constantemente, una y otra vez, por los griegos, o, en todo caso, encubierta y sustraída a la mirada, mediante aquel mundo intermedio artístico de los olímpicos. Para poder vivir tuvieron los griegos que crear, por una necesidad hondísima, estos dioses: esto hemos de imaginarlo sin duda como un proceso en el que aquel instinto apolíneo de belleza fue desarrollando en lentas transiciones, a partir de aquel originario orden divino titánico del horror, el orden divino de la alegría: a la manera como las rosas brotan de un arbusto espinoso. Aquel pueblo tan excitable en sus sentimientos, tan impetuoso en sus deseos, tan excepcionalmente capacitado para el sufrimiento, ¿de qué otro modo habría podido soportar la existencia, si en sus dioses ésta no se le hubiera mostrado circundada de una aureola superior? El mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y una consumación de la existencia destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el mundo olímpico, en el cual la «voluntad» helénica se puso delante un espejo transfigurados Viviéndola ellos mismos es como los dioses justifican la vida humana - ¡única teodicea satisfactoria! »

«Nosotros reconocemos también ya el efecto más poderoso de la cultura apolínea, la cual siempre tiene antes que abatir a un imperio de titanes, matar monstruos y enseñorearse, recurriendo a poderosos espejismos e ilusiones agradables, sobre la terrible  profundidad derivada de la mirada al mundo y la más excitable sensibilidad para el sufrimiento»




[1]   Estos son los versos finales de "Oración a la vida", un poema que Lou le regalo a Nietzsche y este incluye como canción de Zaratustra.

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