Teseo lleva la espada en una mano y el hilo de Ariadna en la otra, un símbolo de la razón
A pesar de que el concepto de mito usualmente se lo asocia a lo fantástico y por lo tanto a lo irracional, podemos encontrar en los mitos griegos minuciosas muestras de un costado extremadamente racional. En el mito del minotauro el héroe Teseo debe enfrentarse tanto al monstruo (la representación más bestial de la naturaleza) como al laberinto, producto de la inteligencia humana. No solo se precia de valor para enfrentarse al desafío, sino también de la astucia de la razón. En este caso la astucia la pone una mujer; Artiadna, quien le obsequia a Teseo una madeja de hilo, la cuál le permitirá no perderse en el laberinto.
De ahí que el "hilo de Ariadna" sea evocado como un símbolo de la razón calculadora.
A continuación, el mito del minotauro, Teseo y Ariadna, extraído del libro "Mitos Clasificados"
Aquella noche, Egeo, el anciano rey de
Atenas, parecía tan triste y tan preocupado que su hijo Teseo le preguntó:
—¡Qué cara tienes, padre...! ¿Acaso te aflige
algún problema?
—¡Ay! Mañana es el maldito día en que debo,
como cada año, enviar siete doncellas y siete muchachos de nuestra ciudad al
rey Minos, de Creta. Esos desdichados están condenados...
—¿Condenados? ¿Para expiar qué crimen deben,
pues, morir?
—¿Morir? Es bastante peor: ¡serán devorados
por el Minotauro!
Teseo reprimió un escalofrío. Tras haberse
ausentado durante largo tiempo de Grecia, acababa de llegar a su patria; sin
embargo, había oído hablar del Minotauro. Ese monstruo, decían, poseía el
cuerpo de un hombre y la cabeza de un toro; ¡se alimentaba de carne humana!
—¡Padre, impide esa infamia! ¿Por qué dejas
perpetuar esa odiosa costumbre?
—Debo hacerlo —suspiró Egeo—. Mira, hijo mío,
he perdido tiempo atrás la guerra contra el rey de Creta. Y, desde entonces, le
debo un tributo: cada año, catorce jóvenes atenienses sirven de alimento a su
monstruo...
Con el ardor de la juventud, Teseo exclamó:
—En tal caso, ¡déjame partir a esa isla!
Acompañaré a las futuras víctimas. Enfrentaré al Minotauro, padre. Lo venceré.
¡Y quedarás libre de esa horrible deuda!
Con estas palabras, el viejo Egeo tembló y
abrazó a su hijo.
—¡Nunca! Tendría demasiado miedo de perderte.
Una vez, el rey había estado a punto de
envenenar a Teseo sin saberlo; se trataba de una trampa de Medea, su segunda
esposa, que odiaba a su hijastro.
—No. ¡No te dejaré partir! Además, el
Minotauro tiene fama de invencible. Se esconde en el centro de un extraño
palacio: ¡el laberinto! Sus pasillos son tan numerosos y están tan sabiamente
entrelazados que aquellos que se arriesgan no descubren nunca la salida.
Terminan dando con el monstruo... que los devora.
Teseo era tan obstinado como intrépido.
Insistió, se enojó, y luego, gracias a sus demostraciones de cariño y a su
persuasión, logró que el viejo rey Egeo, muerto de pena, terminara cediendo.
A la mañana, Teseo se dirigió con su padre al
Pireo, el puerto de Atenas. Estaban acompañados por jóvenes para quienes sería
el último viaje. Los habitantes miraban pasar el cortejo; algunos gemían, otros
mostraban el puño a los emisarios del rey Minos que encabezaban la siniestra
fila.
Pronto, la tropa llegó a los muelles donde
había una galera de velas negras atracada.
—Llevan el duelo —explicó el rey—. Ah... hijo
mío... si regresas vencedor, no olvides cambiarlas por velas blancas. ¡Así
sabré que estás vivo antes de que atraques!
Teseo se lo prometió; luego, abrazó a su
padre y se unió a los atenienses en la nave.
Una noche, durante el viaje, Poseidón, el
dios de los mares, se apareció en sueños a Teseo. Sonreía.
—¡Valiente Teseo! —le dijo—. Tu valor es el
de un dios. Es normal: eres mi hijo con el mismo título que eres el de Egeo1...
Teseo oyó por primera vez el relato de su
fabuloso nacimiento.
—¡Al despertar, sumérgete en el mar! —le
recomendó Poseidón—. Encontrarás allí un anillo de oro que el rey Minos ha
perdido antaño.
Teseo emergió del sueño. Ya era de día A lo
lejos ya se divisaban las riberas de Creta.
Entonces, ante sus compañeros estupefactos,
Teseo se arrojó al agua. Cuando tocó el fondo, vio una joya que brillaba entre
los caracoles. Se apoderó de ella, con el corazón palpitante. De modo que todo
lo que le había revelado Poseidón en sueños era verdad: ¡él era un semidiós!
Este descubrimiento excitó su coraje y
reforzó su voluntad.
Cuando el navío tocó el puerto de Cnosos,
Teseo divisó entre la multitud al soberano, rodeado de su corte. Fue a
presentarse:
—Te saludo, oh poderoso Minos. Soy Teseo,
hijo de Egeo.
—Espero que no hayas recorrido todo este
camino para implorar mi clemencia —dijo el rey mientras contaba con cuidado a
los catorce atenienses.
—No. Sólo tengo un anhelo: no abandonar a mis
compañeros.
Un murmullo recorrió el entorno del rey.
Desconfiado, este examinó al recién llegado. Reconociendo el anillo de oro que
Teseo llevaba en el dedo, se preguntó, estupefacto, gracias a qué prodigio el
hijo de Egeo había podido encontrar esa joya. Desconfiado, refunfuñó:
—¿Te gustaría enfrentar al Minotauro? En tal
caso, deberás hacerlo con las manos vacías: deja tus armas.
Entre quienes acompañaban al rey se
encontraba Ariadna, una de sus hijas. Impresionada por la temeridad del
príncipe, pensó con espanto que pronto iba a pagarla con su vida. Teseo había
observado durante un largo tiempo a Ariadna. Ciertamente, era sensible a su
belleza. Pero se sintió intrigado sobre todo por el trabajo de punto que
llevaba en la mano.
—Extraño lugar para tejer —se dijo.
Sí, Ariadna tejía a menudo, cosa que le
permitía reflexionar. Y sin sacarle los ojos de encima a Teseo, una loca idea
germinaba en ella...
—Vengan a comer y a descansar —decretó el rey
Minos—. Mañana serán conducidos al laberinto.
Teseo se despertó de un sobresalto: ¡alguien
había entrado en la habitación donde estaba durmiendo! Escrutó en la oscuridad
y lamentó que le hubieran quitado su espada. Una silueta blanca se destacó en
la sombra. Un ruido familiar de agujas le indicó la identidad del visitante:
—No temas nada. Soy yo: Ariadna.
La hija del rey fue hasta la cama, donde se
sentó. Tomó la mano del muchacho.
—¡Ah, Teseo —le imploró—, no te unas a tus
compañeros! Si entras en el laberinto, jamás saldrás de él. Y no quiero que
mueras...
Por los temblores de Ariadna, Teseo adivinó
qué sentimientos la habían empujado a llegar hasta él esa noche. Perturbado,
murmuró:
—Sin embargo, Ariadna, es necesario. Debo
vencer al Minotauro.
—Es un monstruo. Lo detesto. Y, sin embargo,
es mi hermano...
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Ah, Teseo, déjame contarte una historia muy
singular...
La muchacha se acercó al héroe para
confiarle:
—Mucho antes de mi nacimiento, mi padre, el
rey Minos, cometió la imprudencia de engañar a Poseidón: le sacrificó un
miserable toro flaco y enfermo en vez de inmolarle el magnífico animal que el
dios le había enviado. Poco después, mi padre se casó con la bella Pasífae, mi
madre. Pero Poseidón rumiaba su venganza. En recuerdo de la antigua afrenta que
se había cometido contra él, le hizo perder la cabeza a Pasífae y la indujo a
enamorarse... ¡de un toro! ¡La desdichada llegó, incluso, a mandar construir
una carcasa de vaca con la cual se disfrazaba, para unirse al animal que amaba!
—¡Qué horrible estratagema!
—La continuación, Teseo, la adivinas
—concluyó Ariadna temblando—. Mi madre dio nacimiento al Minotauro. Mi padre
no podía decidirse a matar a ese monstruo; pero quiso esconderlo para siempre
de la vista de todos. Convocó al más hábil de los arquitectos, Dédalo, que
concibió el famoso laberinto...
Impresionado por este relato, Teseo no sabía
qué decir.
—No creas —agregó Ariadna— que quiero salvar
al Minotauro. ¡Ese devorador de hombres merece mil veces la muerte!
—Entonces, lo mataré.
—Si llegaras a hacerlo, nunca encontrarías la
salida del laberinto.
Un largo silencio se produjo en la noche. De
repente, la muchacha se acercó aún más al joven y le dijo:
—¿Teseo? ¿Si te facilitara el medio de
encontrar la salida del laberinto, me llevarías de regreso contigo?
El héroe no respondió. Por cierto, Ariadna
era seductora, y la hija de un rey. Pero él había ido hasta esa isla no para encontrar
allí una esposa, sino para liberar a su país de una terrible carga.
—Conozco los hábitos del Minotauro
—insistió—. Sé cuáles son sus debilidades y cómo podrías acabar con él. Pero
esa victoria tiene un precio: ¡me sacas de aquí y me desposas!
—De acuerdo. Acepto.
Ariadna se sorprendió de que Teseo aceptara
tan rápidamente. ¿Estaba enamorado de ella? ¿O se sometía a una simple transacción?
¡Qué importaba!
Le confió mil secretos que le permitirían
vencer a su hermano al día siguiente. Y el ruido de su voz se mezclaba con el
obstinado choque de sus agujas: Ariadna no había dejado de tejer.
Frente a la entrada del laberinto, Minos
ordenó a los atenienses:
—¡Entren! Es la hora...
Mientras los catorce jóvenes aterrorizados
penetraban uno tras otro en el extraño edificio, Ariadna murmuró a su
protegido:
—¡Teseo, toma este hilo y, sobre todo, no lo
sueltes! Así, quedaremos ligados uno con el otro.
Tenía en la mano el ovillo de la labor que no
la abandonaba jamás. El héroe tomó lo que ella le extendía: un hilo tenue, casi
invisible. Si bien el rey Minos no adivinó su maniobra, comprendió que a ese
muchacho y a su hija les costaba mucho separarse.
—¿Y bien, Teseo —se burló—, acaso tienes
miedo?
Sin responder, el héroe entró a su vez en el
corredor. Muyrápidamente, se unió a sus compañeros que vacilaban ante una
bifurcación.
—¡Qué importa! —les dijo—. Tomen a la
derecha.
Desembocaron en un corredor sin salida,
volvieron sobre sus pasos, tomaron el otro camino que los condujo a una nueva
ramificación de varios pasillos.
—Vayamos por el del centro. Y no nos
separemos.
Pronto emergieron al aire libre; a los muros
del laberinto habían seguido infranqueables bosquecillos.
—¿Quién sabe? —murmuró uno de los
atenienses—. ¿Y si el destino nos ofreciera la posibilidad de no llegar al
Minotauro... sino a la salida?
Ay, Teseo sabía que no sería así: ¡Dédalo
había concebido el edificio de modo tal que se terminaba llegando siempre al
centro!
Fue exactamente lo que se produjo. Hacia la
noche, cuando sus compañeros se quejaban de la fatiga y del sueño, Teseo les ordenó
de pronto:
—¡Detengámonos! Escuchen. Y además... ¿no
oyen nada?
Los muros les devolvían el eco de gruñidos
impacientes. Y en el aire flotaba un fuerte olor a carroña.
—Llegamos —murmuró Teseo—. ¡El antro del monstruo
está cerca! Espérenme y, sobre todo, ¡no se muevan de aquí!
Partió solo, con el hilo de Ariadna siempre
en la mano.
De repente, salió a una explanada circular
parecida a una arena. Allí había un monstruo aún más espantoso que todo lo que
se había imaginado: un gigante con cabeza de toro, cuyos brazos y piernas
poseían músculos nudosos como troncos de roble. Al ver entrar a Teseo, mugió un
espantoso grito de satisfacción voraz. Bajo las narinas, su boca abierta
babeaba. Debajo de su cabeza bovina y peluda, apuntaban unos cuernos afilados
hacia la presa. Luego, se lanzó hacia su futura víctima golpeando la arena con
sus pezuñas.
El suelo estaba cubierto de osamentas. Teseo
recogió la más grande y la blandió. En el momento en que el monstruo iba a ensartarlo,
se apartó para asestarle en el morro un golpe suficiente para liquidar a un
buey... ¡pero no lo bastante violento para matar a un Minotauro!
El monstruo aulló de dolor. Sin dejarle
tiempo de recuperarse, Teseo se aferró a los dos cuernos para saltar mejor
encima de los hombros peludos. Así montado, apretó las piernas alrededor del
cuello de su enemigo y, con toda su fuerza, ¡las estrechó! Privado de
respiración, el monstruo, furioso, se debatió. ¡Ya no podía clavar los cuernos
en ese adversario que hacía uno con él! Pataleó, cayó y rodó por el suelo. A
pesar de la arena que se filtraba en sus orejas y en sus ojos, Teseo no
soltaba prenda, tal como Ariadna se lo había recomendado.
Poco a poco, las fuerzas del Minotauro
declinaron. Pronto, lanzó un espantoso mugido de rabia, tuvo un sobresalto...
¡y exhaló el último suspiro! Entonces, Teseo se apartó de la enorme cosa inerte.
Su primer reflejo fue ir a recuperar el hilo de Ariadna.
El silencio insólito y prolongado había
atraído a sus compañeros.
—Increíble... ¡Has vencido al Minotauro!
¡Estamos a salvo!
Teseo reclamó su ayuda para arrancar los
cuernos del monstruo.
—Así —explicó—, Minos sabrá que ya no queda
tributo por reclamar.
—¿De qué serviría? Por cierto, nos hemos
salvado. Pero nos espera una muerte lenta: no encontraremos jamás la salida.
—Sí —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—.
¡Miren!
Febriles, se pusieron en marcha. Gracias al
hilo, volvían a desandar el largo y tortuoso trayecto que los había conducido
hasta el Minotauro. A Teseo le costaba calmar su impaciencia. Se preguntaba qué
dios benévolo le había dado esa idea genial a Ariadna. Pronto, el hilo se
tensó: del otro lado, alguien tiraba con tanta prisa como él.
Finalmente, luego de muchas horas, emergieron
al aire libre. El héroe, extenuado, tiró los cuernos sanguinolentos del Minotauro
al suelo, cerca de la entrada.
—¡Teseo... por fin! ¡Lo has logrado!
Loca de amor y de alegría, Ariadna se
precipitó hacia él. Seabrazaron. La hija de Minos echó una mirada enternecida
al enorme ovillo desordenado que Teseo, todavía, tenía entre las manos.
—A pesar de todo —le reprochó sonriendo—,
hubieras podido enrollarlo mejor...
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