Adolfo Carpio, Principios de
Filosofía. Capítulo III.
LA FILOSOFÍA COMO CRÍTICA UNIVERSAL Y SABER SIN SUPUESTOS
2. El saber crítico
Tal como ocurre con muchas otras palabras importantes de los
idiomas europeos, y en especial del lenguaje filosófico, "crítica"
procede del griego, del verbo [krínein], que significa "discernir",
"separar", "distinguir". "Crítica", entonces,
equivale a "examen" o "análisis" de algo; y luego, como
resultado de ese análisis, "valoración" de lo analizado -valoración
que tanto podrá ser positiva cuanto negativa (por más de que en el lenguaje
diario predomine este último matiz).
Mientras que en el saber vulgar la mayoría de las afirmaciones se
establecen porque sí, o, al menos, sin que se sepa el porqué, el saber crítico,
en cambio, sólo puede admitir algo cuando está fundamentado, esto es, exige que
se aduzcan los fundamentos o razones de cada afirmación (principio de razón).
"La edad de la tierra -dirá un geólogo- es de tres mil millones de años,
aproximadamente"; pero no basta con que lo diga, sino que deberá mostrar
en qué se apoya para afirmarlo, tendrá que dar pruebas.
3. La ciencia, saber con supuestos
La expresión "saber crítico", entonces, abarca tanto la
ciencia cuanto la filosofía; ambas se mueven en la crítica como en su
"medio" natural. Mas si, según ya se dijo, la amplitud y profundidad
de la filosofía son máximas, habrá de decirse ahora que la función crítica
alcanza en la filosofía su grado también máximo. En efecto, si bien la actitud
científica es actitud crítica, su crítica tiene siempre alcance limitado, y
ello en dos sentidos.
De un lado, porque la ciencia es siempre ciencia particular, esto
es, se ocupa tan sólo de un determinado sector de entes, de una zona del ente
bien delimitada -la matemática, sólo de los entes matemáticos, no de los
paquidermos; la geografía, de las montañas, ríos, etc., no de las clases
sociales. El físico, por ejemplo, asume entonces una actitud crítica frente a
sus objetos de estudio -las leyes del movimiento, las propiedades de los gases,
la refracción de la luz, etc.-, y en este terreno no acepta nada porque sí,
sino sólo sobre la base del más detenido examen, de las comprobaciones e
inferencias más seguras, e incluso siempre debe estar dispuesto a revisar sus
conclusiones y a desecharlas si fuera necesario. Pero por aquí aparece la
segunda limitación: dado que la ciencia se ocupa solamente de un determinado
sector de entes, y no de la totalidad, no puede preguntarlo todo, no puede
cuestionarlo todo, y por lo tanto siempre tendrá que partir de, y apoyarse en,
supuestos: la ciencia es un saber con supuestos que simplemente admite.
El término "supuesto" es un compuesto del prefijo
"sub", que significa "debajo", y del participio
"puesto", de manera que "supuesto" quiere decir literalmente
"lo que está puesto debajo" de algo, como constituyendo el soporte o
la base sobre la cual ese algo se asienta. Y bien, el hombre de ciencia procede
siempre partiendo de ciertos supuestos - creencias, afirmaciones o principios-
que no discute ni investiga, que admite simplemente sin ponerlos en duda ni
preguntarse por ellos, y que no puede dejar de aceptar en tanto hombre de ciencia, porque precisamente su investigación
comienza a partir de ellos, sobre la base de ellos.
El físico no puede dedicarse a su ciencia si no comienza por
suponer que hay un mundo real independiente de los sujetos que lo conocen
(realidad del mundo exterior), ni sin suponer que hay algo que se llama
movimiento, y algo que se llama tiempo. El físico no se pregunta propiamente por
nada de esto: si efectivamente hay o no un mundo real material, o qué sea en sí
mismo el movimiento, o el espacio, o el tiempo; sino que todo ello constituye
para él un conjunto de supuestos necesarios a partir de los cuales procede. El
físico dirá que el espacio recorrido por un móvil es igual al producto de la
velocidad por el tiempo; pero para ello es preciso que dé por sentado el
movimiento, el espacio y el tiempo: todo esto el científico lo sub-pone, lo
"pone" como base o condición de su propia actividad sin preguntarse
por ellos mismos (de manera parecida a como supone los números, cuyo estudio no
le compete al físico, sino al matemático). La filosofía, en cambio, observará
que respecto a la realidad del mundo exterior pueden plantearse dificultades
muy graves, y ya se vio cómo para Parménides el mundo sensible es ilusorio;
dificultades no menores conciernen al espacio, al movimiento o al tiempo.
De manera semejante, toda ciencia parte del hecho de que el hombre
tiene esa facultad llamada "razón", es decir, de que el hombre, para
pensar científicamente, tiene que valerse de los principios ontológicos
-identidad, contradicción, etc.-; y el científico emplea constantemente estos
principios, pero sin examinarlos, porque tal examen es asunto propio de la filosofía.
La ciencia, por último -para referirnos al supuesto más general de todos-,
parte del supuesto de que hay entes; en tanto que el filósofo comienza por
preguntarse: "¿por qué hay ente, y no más bien nada?"
4. La pregunta de Leibniz
Sus temas son las cosas más "sencillas", más obvias. Y
primordialmente lo más obvio de todo: que haya ente, y no nada. Esta pregunta
es, en cierto sentido, tan vieja como la filosofía misma, puesto que es la
pregunta por el fundamento, la pregunta fundamental de la metafísica; pero
formulada explícitamente, aparece por primera vez en los Principios de la
naturaleza y de la gracia (1714), de Leibniz. En el § 7 de esta obra, pues, se
lee: “¿por qué hay algo más bien que nada? Pues la nada es más simple y más
fácil que algo. Además, supuesto que deben existir cosas, es preciso que se
pueda dar razón de por qué deben existir así y no de otro modo”
Hasta ahora, dice Leibniz, "sólo hemos hablado como simples
físicos", esto es interpretándolo en función de nuestro tema presente-,
antes de entrar en la filosofía, en la actitud ingenua y aun en la científica,
hemos sido puros "físicos" o "naturalistas", nos habíamos
quedado sujetos a lo que las cosas parecen "naturalmente" ser: nos
habíamos atenido tranquila y seguramente a "lo natural", a lo
simplemente "dado" como tal. Y lo natural significa dar por
comprensible de suyo todo lo que simplemente es: es natural que el sol
caliente, es natural que la tierra sea más o menos esférica, o que la
esclavitud es execrable. Todo esto es "natural", nadie puede ponerlo
en duda, se trata de cosas obvias; sólo un demente, o un excéntrico de la peor
especie, parece, podría imaginarse lo contrario.
Sin embargo, no es muy difícil deshacer tales supuestos. Para un
nativo de la selva australiana no es en modo alguno "natural" que la
tierra sea esférica o que gire alrededor del sol, ni lo fue tampoco para los
griegos de la época homérica, ni para los hombres del Medioevo; y cosa parecida
ocurre con el concepto que nos merece la esclavitud. ¿No será entonces que, en
lugar de no pensar en aquellas cosas porque son "naturales", nos
resultan "naturales" porque no pensamos en ellas?
Y en efecto, así es en verdad, y lo que se manifiesta con
evidencia en los ejemplos recién aducidos sucede en todos los casos de
"naturalidad", según veremos. Sólo porque nos falta imaginación, sólo
porque carecemos de la fuerza espiritual necesaria para pensar, sólo por ello
puede algo parecemos "natural". En tal sentido, la
"naturalidad" es la peor enemiga del pensamiento en general, y del
pensamiento filosófico en particular. Porque el pensamiento llevado hasta sus
últimas consecuencias, es decir, la filosofía, exige -como señala el pasaje de
Leibniz- dar razón de todo; éste es el "gran principio" de que habla
Leibniz, el principio de razón suficiente: nada hay sin razón, todo tiene su
fundamento, su porqué. Y habiendo egresado entonces de la actitud natural e
ingresado en la actitud filosófica, lo que se exige es no aceptar nada porque
sí, sino pedir en cada caso la razón, el fundamento, y el fundamento de todo en
general, porque la filosofía es búsqueda del fundamento último de todo
absolutamente.
Conclusiones
La filosofía, pues, intenta ser un saber sin supuestos. El proceso
de crítica universal en que la filosofía consiste significa entonces retrotraer
el saber y, en general, todas las cosas, a sus fundamentos: sólo si éstos
resultan firmes, el saber queda justificado, y en caso contrario, si los
fundamentos no son lo suficientemente sólidos, habrán de ser eliminados o reemplazados
por otros que lo sean. Resulta de todo esto que la expresión "saber sin
supuestos" viene a coincidir con esta otra: crítica universal, con que
también se caracteriza la filosofía. Porque a diferencia de la ciencia, que
limita su examen siempre a la zona de objetos que le es propia, la filosofía,
puesto que es el saber más amplio, por ocuparse de todo, también encuentra
motivos de examen y cuestionamiento, motivos de crítica, en todo absolutamente.
A la inversa, cuestionarlo todo equivale a tratar de eliminar todo supuesto, no
admitir sino sólo aquello que haya resistido la crítica.
Ernesto Sábato, Heterodoxia
ENEMIGOS DE LA FILOSOFÍA
Hablar mal de la filosofía es, inevitablemente, hacer también filosofía. Pero mala.
¿En qué lugares se reclutan estos maledicentes? En primer término, en los
laboratorios. Los hombres de ciencia positiva son a menudo seres del siglo XIX que
viven en el siglo XX. Afirman atenerse a los hechos —esos famosos hechos— y sólo a
ellos. Si les preguntamos cuáles son, nos señalarán un metro, una balanza, una
columna de cifras, un termómetro, una pesa, algunos minerales, un hornito, ciertas
placas espectrográficas. Nos dictaminarán que tomar un metro y medir una longitud
son hechos, mientras que especular acerca de lo que es y lo que no es la medida es
filosofía, es decir, puro charlatanismo. Ahora se han vuelto más cautelosos, porque
han oído decir que su célebre Metro del Archivo —esa especie de Nicolás Lenín de
los cientificistas, bajo campana— ha resultado un delincuente. Sin embargo, a pesar
de todos los chascos epistemológicos que les ha deparado, es más fácil que un
hombre de ciencia se ría de un tratado de filosofía que de un metro. Al menos,
muchas veces los he encontrado jaraneando ante un tratado de filosofía y jamás he
encontrado a ninguno de ellos riéndose ante un metro, aunque fuese un metro sin
campana de vidrio. Por cierto que cuando le preguntaba el motivo de su algazara, el
hombre iniciaba una tartamudeante explicación de índole metafísica.
La segunda legión se la encuentra en las calles, en los cafés, en las sobremesas, en
los escritorios de negociantes y hombres prácticos («No me venga usted con
filosofías»). En otras palabras, entre los hombres realistas, o sea esos señores que
temen al número 13, que tocan madera cuando mencionan la salud, que se ríen en
1491, cuando alguien viene con el proyecto de descubrir América, que sucesivamente
han rechazado los antípodas, el paraguas, la ametralladora, la radiactividad, la teoría
de Einstein, los microbios, las ondas hertzianas. Más brevemente: entre esos realistas
que se peculiarizan por rechazar futuras realidades. Esa gente se ríe de la filosofía, la
consideran sinónimo de charlatanismo, la combaten, la juzgan perniciosa para las
buenas costumbres y la estabilidad. Y todo ello en frases fundadas en vertiginosos e
inconscientes postulados metafísicos.
EL ARTE COMO FORMA DE CONOCIMIENTO
Lo que podemos conocer de la realidad mediante los esquemas de la razón se parece
a lo que podríamos saber de París examinando su plano y su guía de teléfonos, o a lo
que un sordo de nacimiento podría imaginar de una sinfonía observando la partitura.
Las regiones más validas de la realidad —la más valiosa para el hombre y su
existencia— no son aprehendidas por esos esquemas de la lógica y la ciencia. Querer
aprehender el mundo de los sentimientos, de las emociones, de lo vivo, mediante esos
esquemas es como querer sacar agua con horquillas.
De las tres facultades del hombre, la ciencia sólo se vale de la inteligencia y con
ella ni siquiera podemos cerciorarnos de que existe el mundo exterior. ¿Qué podemos
esperar de problemas infinitamente más sutiles? La realidad no está sólo constituida
por silicatos o planetas, aunque buena parte de los hombres de ciencia parezcan
creerlo. Un amor, un paisaje, una emoción, también pertenecen a la realidad, ¿pero
mediante qué conjunto de logaritmos y silogismos pueden ser aprehendidos?
El arte y la literatura, pues, deben ser puestos al lado de la ciencia como otras
formas del conocimiento. Entre ambos órdenes de conocimiento pueden establecerse
las siguientes antítesis:
CIENCIA — ARTE
demostración — mostración
por qué — cómo
explicación — descripción
abstracción — concreción
concepto — intuición
universalidad — individualidad
Es natural, por lo tanto, que la nueva filosofía se haya acercado a la literatura: ésta
ha sido siempre existencialista.