“Por tanto, Rousseau hace muy bien en rechazar tanto las tesis cartesianas —que
reducen al animal al estatus de máquina, de un autómata
carente de sensibilidad— como
las antiguas que hacían del hombre el único ser vivo con
capacidad de raciocinio.
El criterio de diferenciación entre el hombre y los animales
ha de ser otro.
Rousseau lo va a situar en el ámbito de la libertad o, como
dice recurriendo a una
palabra que vamos a analizar, de la perfectibilidad.
Explicaré mejor ambos términos más
adelante, cuando hayas leído el texto de Rousseau. Por el
momento, me limitaré a decir
que esta perfectibilidad servía para dar nombre a cierta
aproximación a nuestra
capacidad para perfeccionarnos a lo largo de toda nuestra
vida, mientras que el
animal, guiado desde sus orígenes y de forma segura por la
naturaleza (o como se decía
en la época, por el instinto), es, por así decirlo, perfecto
«de golpe», desde su
nacimiento. Si la observamos objetivamente, constatamos que
a la bestia la conduce un
instinto infalible, común a su especie, como si de una norma
intangible se tratara, una
especie de programa informático del que jamás puede
desembarazarse del todo. Así, de
golpe y plumazo se ve privada tanto de libertad como de la
capacidad para
perfeccionarse: privada de libertad porque, de alguna
manera, se encuentra encerrada en
su programa, ha sido «programada» por la naturaleza de modo
y manera que esta última
hace las veces de cultura. Y privada de la capacidad de
perfeccionamiento porque, al
verse guiada por una norma natural intangible, no puede
evolucionar indefinidamente,
sino que, de alguna forma, es la naturaleza misma la que la
limita.
En cambio el hombre se va a definir a la vez por su
libertad, su capacidad de eludir el
programa que guía al instinto natural, y, a la vez, por su
capacidad para generar una
historia en la que la evolución es un a priori indefinido.
(..) Ahora bien, la situación del ser humano es la distinta.
Ésta es la razón por la que puede
considerarse libre y, por consiguiente, perfectible, porque
él podrá, a diferencia de los
animales lastrados por una naturaleza casi eterna,
evolucionar. Está tan poco
programado por la naturaleza que puede desembarazarse de
todas las reglas prescritas
para los animales. Por ejemplo, puede cometer excesos, beber
alcohol o fumar hasta
morir (algo que los animales no pueden hacer).
(…) Pero contamos con otro ejemplo del carácter antinatural
de la libertad humana —del
desligamiento o del exceso, es decir, de la primacía de la
voluntad sobre los «programas
naturales»— aún más sorprendente. Desgraciadamente, se trata
de un ejemplo
paradójico que no habla precisamente a favor de la
humanidad, puesto que se trata del
fenómeno del mal, que resulta muy impresionante. Es preciso
que te tomes un tiempo
para reflexionar sobre este tema y te formes una opinión al
respecto. Pero, como verás,
es un argumento poderoso a favor de la idea de Rousseau
sobre el carácter antinatural, y
por tanto no animal, de la voluntad humana. En efecto, el
ser humano parece ser el único
capaz de mostrarse como un ser realmente diabólico.
Entiendo perfectamente la objeción que surge inmediatamente
en la mente de
cualquiera: ¿acaso los animales no son, en general, igual de
agresivos y crueles que los
hombres?
A primera vista así parece, sin duda, y podríamos dar un
montón de ejemplos que los
defensores de la causa de los animales tienden a callarse.
Cuando era niño vivía en una
casa de campo y tenía una veintena de gatos a los que he
visto destripar sus presas con
una crueldad aparentemente injustificable, comer ratones
vivos, jugar durante horas con
pájaros a los que habían arrancado las alas o sacado los
ojos.
Pero el mal radical, ese en el que piensa Rousseau, que
desde su punto de vista
resulta desconocido a los animales y es patrimonio exclusivo
de la humanidad, es de otra
naturaleza: parte del hecho de que no sólo «se hace el mal»,
sino que se convierte al mal
un proyecto, lo que no es en absoluto lo mismo. El gato
produce un mal al ratón, pero
hasta donde nosotros podemos juzgarlo, este daño no es el
objetivo de su tendencia
natural a cazar. Por el contrario, todo indica que el ser
humano es capaz de organizarse
conscientemente para hacer el mayor mal posible a su
prójimo. Esto es lo que, por otra
parte, la teología tradicional denominaba maldad, lo que de
demoniaco hay en nosotros.
(…) A partir de esta idea de que no existe ningún tipo de
naturaleza humana, de que la
existencia del hombre precede a su esencia, como diría
Sartre, se puede plantear una
magnífica crítica al racismo o al sexismo.
¿Qué suponen el racismo o el sexismo, más allá de que todos
somos clones unos de
otros? La idea de que existe una esencia propia de cada
raza, de cada sexo, convierte a
los individuos en sus prisioneros. El racista afirma que el
africano es infantil; el judío,
inteligente, o el árabe perezoso, y por la utilización del
artículo «el» uno ya sabe que se
encuentra ante un racista, ante una persona convencida de
que los individuos de un
mismo grupo comparten la misma «esencia». Algo similar
ocurre con el sexista, que se
muestra muy dispuesto a aceptar que en la esencia de la
mujer, en su naturaleza está ser
más sensible que inteligente, más tierna que valiente, eso
por no mencionar que cree que
«están hechas» para tener hijos y quedarse en casa entre
cacerolas.
Son exactamente este tipo de ideas las que Rousseau
descalifica y cuyas raíces mina.
Como no existe la naturaleza humana, como ningún programa
natural puede encerrar
totalmente a los hombres, los seres humanos, hombres y
mujeres, son libres,
indefinidamente perfectibles y no están en modo alguno
programados por
predeterminaciones ligadas a la raza o al sexo.